Ral Veroni, Soñar, soñar, 1992 (Gentileza Galería Mar Dulce)
Ral Veroni, Soñar, soñar, 1992 (Gentileza Galería Mar Dulce)

Fuera de la utopía de la libertad, sea en su versión moderna, sea en la versión pastoril y nostálgica de Martín Fierro, hay dos utopías argentinas que son utopías populares, aunque alguna vez hayan sido construcciones de las élites. La utopía de la movilidad social y la utopía de la justicia social. No son abstracciones. Cada una de ellas se encarna en algún momento de nuestra historia. O en varios momentos de nuestra historia. Parecen lo mismo pero no son lo mismo. La utopía de la movilidad social permea hacia abajo más de lo que se supone pero es, predominantemente, una utopía de clase media, relativamente autónoma del Estado, vinculada al progreso individual y a la modernización colectiva, y su sujeto clásico, aquel con el que emocionalmente nos vinculamos, son los inmigrantes del Centenario; la utopía de la justicia social es una utopía de las clases trabajadoras y, últimamente, de los sectores informales, más dependiente de la intervención pública. En este caso su sujeto clásico, aquel que nos evoca una bisagra de la historia, son los obreros industriales de los años 40. La “edad de oro” de la movilidad social fue la gran expansión exportadora, desde Roca hasta Yrigoyen, los años de aquella sociedad de frontera en la que muy pocos se quedaban estancados en el mismo lugar. En la etapa industrial renació como una breve promesa durante los años sesenta desarrollistas, inaugurados por Frondizi. En la etapa pos-industrial, conoció otra breve pero frustrada promesa durante los años 90, “el hecho maldito del país peronista” que terminó sin movilidad social, sin justicia social y con alto desempleo. La “edad de oro” de la justicia social la recordamos fácilmente: fue el peronismo de Perón, y su vital y persistente reedición fue el kirchnerismo.

Alejando la lente, movilidad social y justicia social parecen intersectarse, y de hecho resulta incomprensible que no se hayan intersectado salvo para breves períodos, que no se hayan combinado más persistentemente, como se combinaron en otras latitudes. Sin embargo, la ausencia de intersección en Argentina se explica, y esa explicación tiene resonancias conceptuales: movilidad social significa crecimiento, competencia, innovación, flexibilidad de la economía y sus instituciones, trabajadores cuyos hijos se convierten en profesionales o empresarios, empresarios que se expanden; justicia social significa salarios altos, protección económica, protección social, dignificación de los desposeídos, empresarios que progresan en sociedad implícita o explícita con el Estado en una comunidad más orgánica. La movilidad social contiene una ética de la paciencia y del esfuerzo; la justicia social contiene una ética de la reparación inmediata de las heridas sociales. Son dos mundos, cada uno con su propia legitimidad y su base electoral y política. El hecho significativo es que, a diferencia de otros países, Argentina no ha sabido encontrar la fórmula para firmar un tratado de paz entre ambos. ¿Habrá en el futuro un liderazgo político que la encuentre?

Desde mediados de los años 40, la utopía de la justicia social se ha convertido en una visión predominante, en un sentido común, aunque ciertamente esa visión y ese sentido común hayan sido desafiados ocasionalmente en las urnas y en la política práctica. Pero lo que me interesa destacar es que desde mediados de los años 70, salvo por episodios coyunturales, hemos perdido movilidad social y justicia social. Las utopías han resistido el paso del tiempo, pero sus conexiones con la vida material y cotidiana se han ido esfumando. Y la causa de esa desconexión es que hemos perdido un patrón de crecimiento y no lo hemos reemplazado por otro. En consecuencia, la sociedad y la economía argentinas están bloqueadas, ya no sólo en conflicto. El viejo patrón de crecimiento de la expansión exportadora lo perdimos hace mucho tiempo, cuando se agotó la frontera agrícola, y más tarde eso se combinó con la Gran Depresión. Cayeron precios de nuestras exportaciones y perdimos mercados para nuestras exportaciones. El patrón de crecimiento de la industrialización protegida, que en un principio le daba sustento a la justicia social, lo hemos perdido en esos años 70, cuando la sustitución de importaciones ya no tuvo jugo para dar.  El año 1975 fue su final, en medio de una hoguera inflacionaria como nunca se había conocido antes.

Sin embargo, hay un rasgo diferente entre el ocaso de los años 30 y el ocaso de los años 70. La Gran Depresión limó en buena medida las aspiraciones populares, quizás porque esas aspiraciones no tenían soportes institucionales –ni democracia plena, ni partidos políticos, ni sindicatos fuertes– que las hicieran perdurables. El activismo reivindicativo de  aquellos nuevos trabajadores industriales que cobraban protagonismo en la estructura social fue construyéndose muy lentamente, canalizado modesta y acotadamente por el Partido Comunista, hasta que llegó el fogonazo del peronismo y ocupó el centro de la escena en nombre de un anticomunismo justiciero. En el segundo caso, las aspiraciones populares no se limaron nunca, ni después de la caída del peronismo ni después de los años 70, ya con la economía desnortada, sin rumbo. Los salarios reales percibidos como normales por las clases trabajadoras –no los que efectivamente cobraban– quedaron demasiado altos para recuperar exportaciones o saltar a una sustitución de importaciones más innovadora y menos protegida. Lo que siguió fue entonces un conflicto entre las aspiraciones populares y una Argentina productivamente lánguida y poco competitiva. Eso es lo que solemos llamar conflicto distributivo estructural, un concepto en el que la palabra “estructural” denota, probablemente, una excepcionalidad argentina.

Atajos

Afortunadamente o desafortunadamente –yo creo que muy desafortunadamente– hubo desde esos años 70 y hasta hoy, un atajo para sustituir a los dólares que provenían ya escasamente de las exportaciones y a los dólares que se ahorraban ya escasamente con la sustitución de importaciones: me refiero a los mercados internacionales de dinero, al endeudamiento en moneda extranjera. Esa no fue una solución productiva, sino financiera, basada en “la confianza de los mercados”, y la confianza es un hada tan elusiva que puede desaparecer en un instante y frenar repentinamente a la economía. Así vivimos desde entonces, con el crecimiento más bajo y volátil de América del Sur, con salarios en dólares altos (atraso cambiario), desequilibrios fiscales casi permanentes y expansión del crédito al consumo, el triángulo que provoca euforia por un tiempo y luego salarios bajos en dólares, ajuste fiscal y contracción del crédito para poder pagar la deuda contraída durante la euforia. La deuda, esa palabra clave en los días que corren, como fue la palabra clave durante tantos años. Corsi e recorsi. Auge y Recesión. Stop and go. Go and crash. Ilusión y Desencanto.

Unos pocos números ilustran la tragedia. El PBI por persona creció al 2 por ciento anual entre 1880 y 1928, lo que ubicó a Argentina en el puesto 3 entre 34 países que se pudieron computar para la época; entre 1928 y 1958 –la primera fase de la industrialización protegida– creció al 1 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 37 entre 54 países; entre 1958 y 1974 –con centro en el desarrollismo de los años 60– creció al 1,8 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 97 entre 156 países; entre 1974 y 2011 –la globalización hasta que ésta proyectara sus primeras sombras– creció al 0,9 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 100 entre 152 países; entre 2011 y 2019 –la globalización inestable–  decreció al 1,3 por ciento anual, lo que ubicó a Argentina en el puesto 151 entre 166 países (solo naciones en guerra quedaron detrás). Que nadie se engañe. Volver al desempeño de 1880-1928 fundándonos en aquella estructura productiva es otra utopía, en este caso una utopía reaccionaria. Dejémosla a un costado. Para completar el panorama, agreguemos, sí, dos datos conocidos: la dolarización de los ahorros desde la dictadura militar inaugurada en 1976; la informalidad creciente de la fuerza de trabajo. Ambos datos son hijos del conflicto irresuelto.

Debo aclarar que no está en mí culpabilizar al peronismo de los oscuros números que acabo de presentar. No me refiero ni al peronismo ni al populismo en general cuando hablo de atraso cambiario, ni tampoco cuando completo el triángulo de la política económica con el déficit fiscal persistente y el sesgo del crédito al consumo. En realidad no sé qué quiere decir populismo en términos económicos. Los tres lados del triángulo fueron, en dosis y en combinaciones distintas, marcas del primer Perón, de Frondizi al final de su mandato, un poco de Illia, de Perón de nuevo, de la dictadura militar durante la plata dulce, de Menem, del kirchnerismo y de Macri. Ante este mosaico multicolor no me parece muy convincente la muletilla de setenta años de populismo. ¿Todos esos gobiernos fueron populistas? ¿La dictadura fue populista? Mi querido maestro y amigo Guido Di Tella decía eso, pero no tiene sentido. Más sentido tiene decir que las presiones sociales fundadas en un pasado que se juzga mejor arrinconan a “todos” los gobernantes, hasta a los más impensados. O en todo caso podríamos agregar, para confundir un poco más, que a esas presiones sociales se suma, discretamente, el sistema financiero. A los bancos les encanta el atraso cambiario y les encanta el déficit fiscal. Con ambas cosas hacen negocios a riesgo ínfimo. Financian bienes de consumo durables para los jóvenes del Conurbano y les compran bonos a los gobiernos. Amplían la frontera del consumo más allá de los sectores medios (lo cual es una buena noticia) y no tienen necesidad de prestar dinero a proyectos “inciertos” (lo cual es una mala noticia).

Me parece que esto se terminó con la actual crisis de deuda. O si no se terminó va a ser peor cada ciclo. Y si se terminó, vuelvo, pero ahora con más urgencia, a un interrogante presentado más arriba. ¿Es posible encontrar una fórmula que reconcilie justicia social y movilidad social?; en términos más simples, ¿que reconcilie crecimiento y justicia social? Este es el interrogante de estas páginas, y evoca a la añeja diagonal universal que resulta de las tensiones entre capitalismo y democracia. Por lo tanto, cuando uso la palabra “fórmula” no estoy aludiendo a una fórmula de la técnica económica, sino a una fórmula política de enorme complejidad, sobre la que solo puedo decir cosas provisorias. Lo  que quiero enfatizar como mirada general son dos cosas. La primera es que la visión sobre la “justicia social” que predominó en el mundo occidental desde la segunda posguerra, fundada en la política fiscal –esto es, en impuestos y gastos– quizás lesionó marginalmente la capacidad de crecimiento de las naciones, o quizás, por el contrario, –y eso es lo que yo creo– la potenció como resultado de que la paz social redujo la incertidumbre de los empresarios. No ignoro que esa visión ha ingresado en una zona de dificultades desde hace algunas décadas, y que el progresismo liberal y la socialdemocracia han pasado a la defensiva, pero por ahora los debates de política práctica siguen respetando los viejos límites.

La segunda cosa que quiero enfatizar es que la visión sobre la “justicia social” que ha predominado en Argentina quedó congelada en la realidad de los 40 y los 50, matizada, con el correr del tiempo, por algunos cambios significativos que no han modificado la naturaleza del problema: el gasto público ha ganado una vertiginosa centralidad durante los últimos quince años, justificado en parte por la explosividad latente o manifiesta del mundo informal, activo y pasivo, que hace oír su voz; el atraso cambiario recurrente mantiene su antigua lozanía y su eficacia para expandir el consumo de las clases bajas y medias, pero ahora la estructura productiva vertebrada por el proteccionismo tiene menos peso. Ese peso es decreciente por el creciente peso de los servicios en el empleo y la producción, de modo que el proteccionismo ahora defiende apenas un par de colinas, aunque en esas colinas pueden residir actores económicos poderosos (por ejemplo, los productores monopólicos de insumos difundidos). Un último cambio es que las innovaciones tecnológicas y comerciales que han modificado profundamente el rostro del mundo se han filtrado en nuestro orgulloso y anacrónico baluarte, pero aún así es cierto que la justicia social, tal como la practicamos los argentinos, es sinónimo de políticas anti-competitivas y por lo tanto de políticas anti-crecimiento. Mientras la sustitución de importaciones fue socialmente rentable, las piezas encajaban, pero ahora tenemos una justicia social traída del pasado y que se autodestruye porque bloquea el crecimiento.  Argentina  es una sociedad bloqueada.

Salida

No tenemos crecimiento, no tenemos movilidad social, no tenemos justicia social. Si algún sentido tiene una propuesta de gobierno de unidad nacional –que en otros aspectos no tiene ningún sentido– es el de ponernos de acuerdo sobre que el problema existe y que entonces hay que resolverlo, blindados por una mayoría política y social amplia. Los dólares que el mercado de capitales eventualmente nos preste en un futuro impredecible pueden servir para financiar en parte un patrón de crecimiento, pero ya hemos chocado contra la pared y comprobado que no son un patrón de crecimiento. Del mismo modo, términos del intercambio extraordinariamente altos y efímeros pueden darnos recursos por un tiempo, pero ya hemos chocado contra la pared y comprobado que no son un patrón de crecimiento. Para tomar ejemplos recientes, Macri con la deuda y el kirchnerismo con los términos del intercambio chocaron contra la pared. No tuvieron una visión –y por lo tanto tampoco una narrativa que persuadiera– sobre el crecimiento.

Sin embargo, la Argentina desnortada puede tener un norte. El escepticismo sistemático es la haraganería de los intelectuales, además de su jactancia. Dibujar los primeros trazos de un patrón de crecimiento en un papel no es difícil. Argentina necesita dólares para comprar bienes de capital, insumos y bienes de consumo, y para eso necesita exportar. No necesita exportar para ser un tigre asiático, porque definitivamente no lo será. Necesita exportar para satisfacer sin chocar contra la pared las demandas asociadas históricamente a su nivel de vida. Las exportaciones son el aceite que lubrica el motor del consumo y la inversión, la garantía que sostiene al mercado interno. De modo que lo que Argentina demanda, en términos políticos, es una coalición social y política pro exportadora para defender su prosperidad interna. La economía argentina necesita productores de dólares en sus campos, en sus industrias, en sus yacimientos mineros y petroleros, en las oficinas de quienes abastecen al mundo de servicios modernos. La condición es que los dólares que produzcan no se gasten excesivamente, si se trata de empresas extranjeras, en remisión de utilidades y dividendos o de regalías. En otras palabras, la condición es que el balance de divisas de las inversiones sea beneficioso para la nación.

Pero si dibujar trazos en un papel no es difícil, poner en marcha lo que está dibujado implica varios dilemas. En este ensayo quisimos explorar uno, y se puede expresar de este modo: el viejo modelo de justicia social emergido de las entrañas del primer peronismo se acomodaba a la coalición de apoyo que sustentaba a la industrialización mercado-internista, pero no se acomoda a la coalición popular pro exportadora que estamos bosquejando en estas líneas. La “solución” reaccionaria es recortar la justicia social, por la razón o por la fuerza. Eso es conocido, socialmente imposible, indeseable y hasta ineficiente. Una alternativa a la “solución” reaccionaria es limitar el nivel de los salarios en dólares de los trabajadores formales para ganar competitividad, a cambio de un reparto contractualmente establecido de las ganancias de productividad futuras. La pregunta es: ¿por qué aceptarían los trabajadores una propuesta que le rechazaron al propio Perón en 1952? A pesar de que en algunas empresas ha funcionado recientemente, es bastante razonable que los trabajadores desconfíen de una propuesta en la que ceden en el presente para ganar eventualmente en el futuro. ¿Hay, entonces, una propuesta en la que el intercambio pueda llevarse a cabo en el presente? Quizás la haya, o quizás haya varias, que ni siquiera imagino, en el tablero cambiante de la política. A una de ellas puedo llegar rápido por mi oficio de historiador. Hago alusión a la de Crisólogo Larralde y “su” artículo 14 bis de la Constitución, aquella en la que, como escribimos con Martín Rapetti, los trabajadores ceden salarios en dólares a cambio de propiedad accionaria y de control de algunas de las decisiones empresarias. Lo que se pone en juego  en este caso ya no son los precios relativos que han bloqueado por décadas el crecimiento y la movilidad social. Lo que se pone en juego es la propiedad. Parece mucho (para los propietarios) pero no es tanto. Probablemente valga menos el cien por ciento de una empresa en un entorno volátil y conflictivo al estilo de la Argentina de hoy, que el… ¿85?… por ciento de una empresa en un entorno estable y de paz social. Se podrá argumentar que este intercambio es harto dificultoso en Argentina y que ha mostrado sus imperfecciones y sus costados oscuros en los países que lo aplicaron. Una alternativa del siglo XXI que deja en paz a Crisólogo Larralde es un bono asociado al crecimiento, que seguramente también tendrá sus imperfecciones. O quizás una tercera. Lo importante aquí es plantear el problema y que la solución que la política elija observe un criterio: destrabar el crecimiento, despertar la movilidad social y moderar el drama del sector informal y de la marginalidad extrema.

Si no replico el ejercicio en la dimensión fiscal es sólo por ignorancia, pero estoy seguro de que es posible. Sin embargo, aunque lo hiciera, está claro que me expongo, cualquiera sea el ejercicio, a una crítica aparentemente irremontable: en las ocho carillas anteriores he caído en el autismo de no mencionar la pandemia y sus consecuencias supuestamente copernicanas. Cada una de las palabras que he escrito podría haberlas escrito hace tres meses, seis meses, tres años, seis años. ¿Acaso ignoro que el mundo ya no será lo que fue? ¿Cómo puedo proponer una coalición social y política pro exportadora justo cuando el comercio mundial parece derrumbarse y se proyecta urbi et orbi la amenaza de otra Gran Depresión? ¿Cómo puedo sepultar a la vieja justicia social peronista ahora que puede de nuevo adaptarse a un confinamiento económico forzoso de larga duración?

Para contestar la crítica, voy a aceptar su supuesto, el de una nueva Gran Depresión, con una gran contracción del comercio. No creo que vaya a suceder. A diferencia de lo que ocurrió entre 1929 y 1932, la mayoría de las naciones está poniendo en juego instrumentos muy potentes: déficits fiscales de dimensiones desconocidas para pagar salarios privados, salvar empresas al borde de la quiebra, nacionalizarlas si es necesario para su sobrevivencia, evitar la crisis financiera. Bienvenida sea esta batería. Si da resultado, la economía mundial saldrá de este inédito desafío más débil, más pobre, pero no colapsada. En todo caso, saldrá con un nuevo equilibrio entre Estado y mercado y con el neoliberalismo refugiado por algunas décadas en Mont Pelerin.

Sin embargo,  hay elementos que alimentan una visión sombría. Es la primera pandemia en la historia de la humanidad que se produce en un mundo urbanizado, con una  sorprendente densidad poblacional en las megalópolis cosmopolitas del primer mundo y en las megalópolis empobrecidas del subdesarrollo, con una gran participación de los servicios en el empleo y la producción y con una intensidad jamás vista de las relaciones inter-personales. Eso hace que el antiguo y rudimentario recurso de la cuarentena aplicado a las ciudades del siglo XXI tenga un efecto recesivo de gran magnitud como no lo tuvo, por ejemplo, con la gripe española de 1918-1920. Por otra parte, la desconfianza  entre las naciones y entre los pueblos, un clásico de las pandemias, debería reducir la inmigración, el turismo y el comercio. Si además ponemos la lupa sobre Argentina, veremos que contiene todos los ingredientes para que la moneda caiga cruz: es, en promedio, una sociedad hiper urbanizada (ocupa el puesto siete en el ranking si excluimos a las ciudades-estado), es, para bien o para mal, una economía pos-industrial, y por la historia de conflictividad y volatilidad que hemos narrado carece de un mercado de capitales doméstico y ha perdido el crédito en los mercados internacionales.

¿Qué quiere decir que la moneda caiga cruz? ¿Qué quiere decir específicamente que caiga cruz para la Argentina? Quiero terminar (como no se debe hacer nunca en un ensayo), con una nota metodológica contenida en pocas palabras: nunca nada cambia del todo en los procesos históricos. Buscando entre los escombros, siempre se encuentra al pasado. Supimos, finalmente, que la Revolución Francesa contuvo a la vieja Francia, que la Unión  Soviética contuvo a la vieja Rusia, que la China de Mao era, secretamente, China. Hagamos ahora una reducción a escala. En Argentina no todo será cambio radical después de la pandemia. Digamos, a propósito del pequeño problema que hemos tratado en medio de la disrupción global, que cuando se asienten los polvos, aún en medio de la improbable Gran Depresión, la restricción externa argentina será lo que ha sido, o aún peor. Con un agravante: la Gran Depresión de los años treinta y el derrumbe del comercio encontraron a la Argentina con un coeficiente muy alto de apertura comercial, y eso facilitó una estrategia industrial proteccionista que hoy no está disponible porque ahora Argentina es una economía cerrada. Confinados en nuestra pequeña comarca, recuperemos en medio del estruendo esa verdad que quisimos transmitir. Argentina está sin rumbo; Argentina está condenada a exportar como resultado de un consenso si quiere emerger de su larga crisis sin presentir en el horizonte una nueva crisis de deuda.  De modo que, mientras cuidamos nuestras vidas, pensemos el futuro.