Revolución de Mayo
El presidente Arturo Frondizi en el acto de 25 de mayo de 1960, por el sesquicentenario de la Revolución de Mayo

Desde las venerables salas del Cabildo de Buenos Aires, donde se oyó hace siglo y medio la voz vibrante de una Patria que nacía, declaro inauguradas las ceremonias con que celebramos el 150 aniversario de la Revolución de Mayo.

En este mismo Cabildo y en esta misma plaza, un puñado de héroes dio los pasos iniciales de una epopeya que el Ejército de los Andes culminaría en Chile y Perú años más tarde.  El pensamiento de Mayo se hizo carne en el corazón de todo un pueblo, improvisó sus armas, exigió sacrificios a ricos y pobres y triunfó en praderas, ríos y montañas, muy lejos  de esta Plaza Mayor.

El ámbito de la gesta es un paisaje de dimensión majestuosa.  Desde los Andes al Atlántico un continente nuevo y misterioso configura el marco que requería la hazaña emancipadora.  Es en ese ámbito, donde se desarrolla nuestra pequeña sociedad colonial, simple en su comunidad de aldea, primaria en su aprendizaje, pero en cuyo seño estaban dadas las condiciones históricas para la gran transformación.

De ese núcleo elemental, de esa vida quieta y apacible surgen, sin embargo, los hombres creadores que dirigen el proceso con genio, con pasión, con desprendimiento religioso.  No existían técnica, ni armas, ni poderío económico.

Toda la acción se improvisaba frente a los hechos. Sin embargo la revolución se produjo y se propagó triunfante.  Es que Saavedra, Moreno, Belgrano, San Martín y tantos otros poseen en su escala humana la dimensión de los héroes.  Ganan batallas, organizan estados, publican libros.  Ellos son los que responden victoriosamente a la adversidad, los que forjan el estilo y el perfil de la patria.

Junto a este puñado de hombres está el otro gran protagonista: el pueblo de la fe y del heroísmo. Unos pocos miles de hombres y mujeres a lo largo y a lo ancho del dilatado territorio.  Es la legión que se pone en marcha movida por el solo fuego del espíritu.  Esos hombres simples, incultos y rutinarios se convierten, en virtud de una esperanza, en artesanos incontenibles de la historia.

En la estela de sus marchas y de sus victorias van quedando sus hogares, su vida solariega y su suelo nativo.

Dan prueba, en cien combates, de la fe que los anima.

Marchan juntos hacia la culminación de la epopeya impulsados por una misma esperanza; la de crear en este rincón de la tierra americana una patria libre donde imperen para siempre la justicia y el ideal de la dignidad humana.

En ese mismo pueblo el que forjó en la acción la unidad nacional.  El gaucho de la campaña y el hombre de la ciudad, el soldado y el sacerdote, el criollo y el mestizo, se unieron en el sacrificio común y en el ideal compartido.

El país participa así del milagro de la unión de todos.  Es por ello que mayo se graba en el umbral de la nacionalidad prefijando que nuestro gran destino nunca podrá ser definitivamente asegurado al margen de la unión y de la concordia.

La historia grande de una nación sólo recoge aquellos momentos en que los pueblos que la viven han sabido deponer sus discordias en aras del supremo interés de la patria.  Por ello pudo realizarse en Mayo el esfuerzo genial que triunfó en el campo político y militar, y superó los obstáculos tremendos de un espacio americano que parecía inconquistable.

Mucha sangre se ha derramado desde entonces. Una nación independiente se gesta en un largo y cruento proceso de luchas, aciertos y errores, conquistas y retrocesos.

Ningún pueblo ha escapado a esta implacable ley histórica que le impone tremendos sacrificios para la conquista de su soberanía y de su libertad. No es solamente la guerra contra el adversario extraño; son las disputas internas, entre facciones y hombres de la misma causa patriótica, que no se ponen de acuerdo sobre las formas y los métodos de la empresa común.

La historia argentina registra, hasta nuestros días, episodios sucesivos de esta búsqueda afanosa del camino emancipadora.  Provincianos y porteños, unitarios y federales, se enfrentaron en el largo período de la independencia y la organización nacional.  A veces, la pasión de la lucha los arrastró al odio y a la guerra entre hermanos. Sin embargo, aun en medio de la confusión y el estrépito del combate, por encima del rencor y de la sangre, un mismo ideal los inspiraba.  El sentimiento de patria estaba presente en el error de unos, en la clara visión de otros, en las vacilaciones de muchos, en el coraje de todos.  La historia explica ahora lo que a muchos les parecía incomprensible y realiza la síntesis que entonces pudo juzgarse quimérica. Visto en la perspectiva serena del tiempo, el tumulto del pasado se aquieta y se vislumbra las líneas directrices de la unidad nacional.  Nada se ha perdido en la lucha.  Todo se proyecta en la experiencia, que recogen las sucesivas generaciones y que va delineando el patrimonio auténtico e indivisible de la Nación Argentina.

La lección de grandeza que nos han legado los hombres de Mayo, sirve para iluminar nuestra senda y templar nuestras voluntades. Sirve también para señalarnos el ideal común, acerca del cual no caben discrepancias: el afianzamiento definitivo de la nacionalidad.

La Nación está más allá del espíritu faccioso, más allá del interés parcial de los sectores, de las clases sociales y de las regiones que integran su geografía.  La Nación es el bien común, el pasado, el presente y el porvenir.  Para defender y engrandecer la comunidad nacional, se deben deponer todas las consideraciones partidistas, perfectamente legítimas, siempre que no pongan en peligro la existencia misma de la Patria.

Hemos establecido, a través de siglo y medio de constante esfuerzo, una democracia representativa y republicana, como lo quisieron los hombres de Mayo.  Es todavía una fórmula no lograda en su plenitud, una realidad precaria, permanentemente amenazada por nuestras impaciencias y nuestra intolerancia, pero que los argentinos nos hemos propuesto consagrar como principio inconmovible y definitivo de la vida nacional.

La perfección teórica de nuestras instituciones no corresponde a una realidad económica, social y cultural acorde con esas elevadas normas jurídicas.  Hemos edificado la República del derecho y de la ley, pero sus bases culturales y materiales son todavía endebles y vulnerables. Las presiones externas y las divisiones internas que amenazan nuestra soberanía desde los primeros tiempos de nuestra vida independiente desaparecerán solamente cuando seamos una nación totalmente realizada.  Para ello, debemos dar contenido real a nuestra independencia, consolidando nuestras formas espirituales y culturales y desarrollando nuestros recursos materiales.  No seremos la Nación que los héroes de Mayo proyectaron mientras no seamos capaces de asegurar los beneficios de la libertad para todos, integrar nuestra extensa geografía, liberar la economía de todo resabio colonial, proveer trabajo, bienestar y cultura a todos los habitantes del país.

Cuando hayamos logrado esta síntesis nacional, será más fácil cumplir en el mundo la misión que nos incumbe.  Podremos contribuir a la consolidación de una gran comunidad americana y desde ella gravitar más decididamente en el ámbito universal.  No queremos una Nación fuerte pero aislada, sino una Nación con el poderío suficiente para aportar su esfuerzo a la gran aventura de un mundo unido en la paz y la justicia.  De un mundo lanzado a la generosa empresa de extirpar de la humanidad —de toda la humanidad— el miedo, la opresión, la miseria y la ignorancia.

Constituimos una sociedad abierta al influjo civilizador de todas las razas y naciones del orbe.  De ese influjo hemos nacido todos los argentinos, herederos de la cultura hispánica de nuestros colonizadores y de las culturas de los pueblos de nuestra diversa y fecunda corriente inmigratoria.  No nos separan odios ancestrales de raza o de religión ni nos divide la existencia de rencores sociales.

La Argentina está firmando, en medio de incontables dificultades, la estructura jurídica del Estado.  Si somos tenaces y sabemos conducirnos dentro del marco civilizado de la ley, acortaremos la distancia que nos separa de la auténtica y definitiva convivencia democrática.

Ya no necesitamos dirimir nuestros pleitos en el campo de batalla. Rechazamos la violencia en todas sus formas para que la ley sea voluntariamente consentida por todos en vez de ser impuesta por la fuerza.

Ahora tenemos que ganar otras batallas.  Extraer nuestros minerales, mecanizar nuestro agro, electrificar el país entero, construir caminos, fundir acero, fabricar maquinarias, formar técnicos, educadores y artistas, y difundir los beneficios de la salud, la educación y la civilización moderna de todo el país.

Pero las batallas más importantes y difíciles de ganar son las espirituales.  En nuestro caso, la afirmación en todos los argentinos, del gran principio de amor que encierra la moral cristiana y de los eternos ideales de libertad, justicia y democracia que Mayo nos legó.

Este es el mandato que hemos recibido de la historia, el mandato que específicamente toca cumplir a nuestra generación. Dentro de la paz interna y del orden constitucional inalterable, con formas económicas en proceso de desarrollo, el pueblo argentino desplegará ante el mundo sus inmensas riquezas espirituales, su generosa vocación humanista, su acendrado amor por la libertad y la democracia, su íntima filiación cristiana.

En este aire jubiloso de las grandes efemérides, desde el solar que vio nacer el espíritu de Mayo, invoco a los padres de la patria para que su memoria nos aliente y nos inspire.

Invoco a José de San Martín, quien nos enseñó este noble concepto de concordia: «La unión y la confraternidad, tales serán los sentimientos que hayan de nivelar mi conducta pública cuando se trate de la dicha y de los intereses de los pueblos».

El bronce de las campanas del Viejo Cabildo nos convoca al emocionado recuerdo de los días gloriosos de Mayo.

La Nación que surgió de esas jornadas es hoy una fecunda y vigorosa comunidad de seres libres, obstinadamente empeñada en afirmar su independencia y su prestigio en el mundo.

Frente a todas las dificultades de nuestro quehacer contemporáneo, debemos evocar la fe, la audacia creadora y el genio de los patriotas que soñaron, lucharon y se sacrificaron para gestar una nación soberana.

Sus esperanzas y sus luchas siguen siendo las nuestras.

Que sean nuestros también su valor, su nobleza, su pasión patriótica, su hermandad en la proeza de construir la Patria. Que Dios nos ilumine para que el año del sesquicentenario sea el de la unión, la justicia y la paz entre todos los argentinos.  Que el espíritu de Mayo descienda sobre nosotros y nos aliente con su luz inspiradora y eterna.


Cadena nacional: Arturo Frondizi en el 150 aniversario de la Revolución de Mayo