Esta semana obtuvo dictámen en el Senado el proyecto para aumentar hasta 25 los miembros de la Corte Suprema de Justicia. La iniciativa, que prevé que haya un magistrado por provincia y uno adicional por la nación, es tan ajena a la doctrina judicial argentina que solo encuentra explicación en su objetivo de luchar el poder de decisión de los miembros actuales del tribunal. El kirchnerismo la presenta como «una Corte democrática y federal», pero no solo es políticamente inviable, sino contraria a la Constitución Nacional.
La organización del trabajo de la Corte Suprema es relativamente sencilla: los casos pasan por las manos de cada uno de los jueces y se obtiene mayoría cuando con tres votos a favor. Si en lugar de los cinco jueces que integran actualmente el tribunal hubiera 25, cada caso debería hacer una procesión por las manos de esa multitud y la mayoría requeriría 13 votos a favor. Lo que demuestra a las claras que el funcionamiento se complicaría de una manera preocupante y la solución de los casos sería de una lentitud exasperante.
Para evitar esta perversa anomalía, el proyecto contempla dictar «una ley especial», redactada con posterioridad, que dividiría la Corte Suprema en salas —por ejemplo, en cinco salas con cinco jueces cada. Estas salas estarían integradas con arreglo a alguna especialidad —civil y comercial, contencioso administrativo, penal—, de modo tal que con el voto de solo tres jueces se obtendría una sentencia válida emanada de una Corte integrada por 25 miembros. Esto quebraría la unidad de Corte Suprema, que quedaría convertida en una agrupación de salas con autonomía. Una hipótesis desdichada, pero muy probable, es que podrían dictarse sentencias contradictorias con esta distribución.
La división de la Corte Suprema en salas, sin embargo, no está permitida por la Constitución Nacional. El artículo 108 de la carta magna establece: «El Poder Judicial de la Nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia, y por los demás tribunales inferiores que el Congreso estableciere en el territorio de la Nación». Allí quedan claramente esclarecidas dos cuestiones relevantes: por un lado la unidad de la Corte Suprema y por otro que ella es uno de los tres poderes del estado argentino. Por tales motivos, no es posible dividir esa unidad o subdividirla en salas con autonomía para dictar sentencias como si fueran la Corte Suprema, puesto que no lo son. La Corte Suprema es un todo indivisible.
Como advierte el constitucionalista Alberto Bianchi, cuando la Corte Suprema se pronuncia a través de sus sentencias, su decisión debe ser la del cuerpo todo, así como el Congreso de la Nación sanciona las leyes como un cuerpo y no a través de comisiones específicas. Los fallos deben ser decisiones de la Corte Suprema como Tribunal y como Poder, no de un grupo minoritario.
Los ejemplos de otros países que tienen Cortes que funcionan divididas en salas no son útiles porque responden a otros sistemas constitucionales en los que la Corte Suprema no es un poder del Estado como ocurre en nuestro país. Argentina sigue en este punto el diseño institucional de la Constitución de Estados Unidos que preserva la Corte indivisible.
El objetivo político detrás de la decisión
El número de miembros de la Corte Suprema varió a lo largo de la historia argentina. Desde la organización nacional y durante distintos periodos fueron cinco integrantes. En 1960, cuando Arturo Frondizi era presidente, el número fue elevado a siete y mantuvo esa composición hasta 1966, cuando volvió a cinco. La ley 23.774, sancionada en 1990, fijó nueve miembros. En 2006, el gobierno de Néstor Kirchner volvió a la composición tradicional de cinco y removió de la Corte a los jueces de cuño menemista.
La Corte Suprema quedó entonces integrada por Juan Carlos Maqueda, exsenador justicialista, compañero de banca de Cristina Fernández, designado por Duhalde; Helena Highton y Carmen Argibay, reconocidas juristas defensoras de la igualdad de género, designadas entre 2003 y 2004 por Kirchner; Eugenio Zaffaroni; y Ricardo Lorenzetti, distinguido jurista, afín al justicialismo, también designado por Kirchner.
Tras la renuncias de Zaffaroni y el fallecimiento de Argibay en 2014, dos años después, durante el gobierno de Macri, las vacantes fueron cubiertas por Horacio Rosatti, que fue intendente de Santa Fe por el Partido Justicialista entre 1995 y 1999, procurador general de la Nación entre 2003 y 2004 y ministro de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos entre 2004 y 2005, durante el gobierno de Néstor Kirchner; y Carlos Rosenkrantz, de perfil técnico, primer juez de religión judía que integra el tribunal.
La jueza Highton renunció el 30 de septiembre de 2021, a los 78 años de edad, para jubilarse y aún no fue designado un reemplazo.
Este equilibrio político dentro de la Corte Suprema es el que busca modificar la iniciativa impulsada por el presidente Alberto Fernández. El oficialismo pretende asegurarse una nueva mayoría que permita solucionar la grave situación procesal de la vicepresidenta, Cristina Fernández, y la de un grupo de exfuncionarios y empresarios involucrados en obras públicas ejecutadas durante su gobierno.
El proyecto de ampliación del número de miembros de la corte es inconstitucional y, además, tampoco es viable desde el punto de vista político. Aunque superase la instancia del Senado, difícilmente sería aprobada por Diputados. Y, llegado el caso de que la ley fuera sancionada, para designar a cada nuevo miembro de la Corte Suprema serían necesarios dos tercios de los votos en el Senado, un objetivo imposible de alcanzar por el oficialismo.
Si lo que se quisiera fuera corregir en serio el problema del innegable descontrol de casos que llegan a la Corte Suprema, la solución no pasaría por aumentar el número de jueces sino, como recomendaba el jurista norteamericano Felix Frankfurter, por «disminuir su actividad». Básicamente, reglamentando los recursos para evitar que cualquier caso llegue a esa superior instancia.
Podemos observar que con estas propuestas estamos muy lejos de mejorar la Corte Suprema. Al contrario, deja a la vista los deseos irrefrenables de querer convertirla, una vez más, en un tribunal adicto al gobierno de turno, cuyo verdadero objetivo sea evitar condenas que se avizoran en el horizonte y consagrar la impunidad de los delitos cometidos por funcionarios públicos y amigos.