
Por Visión Desarrollista | Basado en la investigación de Álvaro Albanese
Corría el año 1960 y, bajo la presidencia de Arturo Frondizi, los equipos técnicos del Estado barajaban una carpeta que hoy, a la luz de la crisis de transporte actual, cobra una relevancia fundamental. Se trataba del plan de expansión de subterráneos, heredero y perfeccionador del denominado «Plan Cóndor» de 1957. En aquel momento, la planificación nacional entendía con seriedad estructural una premisa clave: la metrópolis debía integrarse cruzando el Riachuelo, y el subterráneo era el instrumento idóneo para lograrlo.
Un sistema nervioso para el AMBA
Al revisar los documentos rescatados por la investigación de Álvaro Albanese, la ambición técnica de aquella época contrasta drásticamente con las discusiones actuales, a menudo limitadas al corto plazo. El proyecto de 1960 no se conformaba con la extensión marginal de estaciones; proponía una red diseñada para «coser» el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA).
El diseño contemplaba una Línea G que no finalizaba en los límites de la Capital Federal, sino que cruzaba el Puente Pueyrredón para penetrar en la Provincia de Buenos Aires, llegando hasta Sarandí (Avellaneda) a través del eje de la Avenida Mitre. Aún más audaz resultaba el trazado de la Línea H: proyectada para iniciar en Retiro, descender por el corredor de Santa Fe y Pueyrredón, y continuar hacia el sur cruzando el Riachuelo por el Puente Alsina para finalizar en Lanús.
Se trataba de una red concebida para buscar al trabajador en su lugar de residencia, integrando a Valentín Alsina y al sur del conurbano directamente con el centro neurálgico de la ciudad, eliminando la necesidad de transbordos ineficientes.
El quiebre de paradigma: del riel al asfalto
La evidencia técnica que respaldaba este modelo era contundente. Ya en 1958, estudios sobre el flujo en el Puente Pueyrredón advertían que la saturación vehicular no se solucionaría con más infraestructura vial, sino con transporte masivo guiado. Los expertos de la época demostraban que el transporte por avenidas era intrínsecamente lento y trabado.
Sin embargo, esta racionalidad técnica colisionó con la inestabilidad institucional. Tras la destitución del gobierno desarrollista de Frondizi, la administración militar entrante modificó radicalmente el enfoque. Se abandonó la solución «invisible» y eficiente del túnel y el riel, optando por la solución visible y «espectacular» del viaducto y la autopista. Se priorizó una noción de modernidad errónea, entendida como el imperio del automóvil particular.
El veredicto del tiempo y el achicamiento conceptual
El paso de las décadas ha dictado sentencia sobre aquel cambio de rumbo. Las obras viales faraónicas, costosas para el erario público, no resolvieron el problema del tránsito, sino que lo agravaron mediante el fenómeno de la demanda inducida: al priorizar la infraestructura para el auto, se incentivó su uso, saturando los accesos y validando la paradoja de que, a mayor cantidad de carriles, mayor congestión.
Si se analiza la evolución de los proyectos de transporte tras aquel quiebre histórico, se observa un patrón de «achicamiento conceptual». El plan de los años 60 poseía una visión metropolitana que ignoraba la frontera política de la General Paz en favor de la realidad demográfica. En contraste, los planes subsiguientes se volvieron «porteño-céntricos», perdiendo audacia y limitándose a extensiones tímidas dentro de la Capital, abandonando las transversales que integraban el tejido urbano.
La lección que deja la investigación de Albanese es clara: pasamos de diseñar un sistema integral para el AMBA a aplicar parches aislados. Recuperar esa visión desarrollista implica recordar que las ciudades más eficientes no son las que facilitan el movimiento de automóviles, sino las que mueven inteligentemente a su gente.





