La extendida suposición de que sólo es pobre quien quiere no resiste el análisis crítico. Nadie goza de esa condición humillante a la que se intenta manipular con la ideología meritocrática que convalida la estratificación social. Hablamos de la pobreza material, no la del espíritu, que tiene prometido el cielo. También dejamos de lado la pobreza electiva en tanto forma de vida austera, como ascesis de búsqueda o perfeccionamiento espiritual. Estos dos últimos casos pueden estar iluminados por la virtud. Nos referimos en cambio a la pobreza que aflige al 40 por ciento de la población argentina, calculada por ingresos (bajos, mínimos o irregulares), hábitat, alimentación, salud, educación o cualquier otra forma legítima de medición de esta plaga endémica que padecemos. Ella es tanto más escandalosa cuanto resulta un fenómeno reciente en términos históricos, inescindible de la pertinaz aplicación de políticas económicas y sociales que desde los 70 han desalentado la inversión productiva, favorecido descaradamente al capital financiero e inflando irresponsablemente al sector público, desde donde se garantiza el modo de expoliación imperante como socio necesario por el poder que detenta.
La denuncia del pobrismo es un recurso dialéctico que se agota en la mera observación del fenómeno. Es traído a cuento con la intención de exaltar las presuntas cualidades del capitalismo para crear las condiciones de bienestar general, lo cual no está en modo alguno verificado por la experiencia, al desmontarse en su nombre el estado de bienestar que tuvo sus mejores años en la segunda posguerra mundial. La capacidad del capitalismo para crear riqueza está fuera de discusión, tanto como su aptitud para adaptarse con eficacia a cualquier tipo de organización social que garantice la acumulación, desde la ominosa reimplantación colonial de la esclavitud en los siglos XVIII y XIX hasta hoy, cuando se articula fluidamente con el Estado autoritario chino, pasando por infinitas variaciones, siempre en tensión con la esencia democrática de la participación popular en los asuntos públicos. Tensión que, según se administre, hasta puede ser fecunda, (debiera). En la acelerada fase de acumulación-innovación que vive la humanidad desde los años 80-90 del siglo pasado, cuando se ha incrementado la desigualdad en todo el mundo incluso en los países más avanzados mientras (paradójicamente) disminuye la pobreza extrema, es más obsceno que nunca intentar legitimar y reforzar los mecanismos de acumulación en desmedro de la calidad de vida de cada pueblo en el conjunto del género humano.
El caso argentino es una estribación atípica de estos procesos mundiales: aquí se rediseña el tejido productivo con la evidente y brutal secuela de fragmentación social que conocemos bien, invariablemente evocada en los discursos pero que no encarada en absoluto, implementando políticas sociales irrelevantes pero siempre eludiendo sistemáticamente expandir y multiplicar los impulsos de inversión e iniciativas que movilizarían al conjunto de la población hacia actividades socialmente útiles. El debate esencial no es pobrismo o capitalismo, sino proyecto propio para el desarrollo vs. mantenimiento del status quo sostenido por ciertas áreas rentables dentro de las condiciones actuales con eje en el circuito financiero en desmedro de todo lo demás, lo cual implica, entre otras lacras, el inadmisible abandono de la pertenencia a una comunidad nacional con su propia identidad cultural integrada con todas sus riquezas y perfiles sociales y regionales.