Por Francisco Uranga y Nicolás Foscaldi.
Si hay una vida que no elegirías, es la de Joe Biden. Creenos, no la elegirías. Ni siquiera si el próximo martes se convierte en uno de los hombres más poderosos del mundo, como anticipan las encuestas que lo muestran como favorito para las presidenciales de EEUU. Tiene una gran ventaja: es el adversario de Donald Trump y muchos quieren al polémico republicano fuera de la Casa Blanca. Y un gran inconveniente: a punto de cumplir 78 años, será el presidente más viejo de la historia de EEUU. Si llegó hasta donde llegó es porque era el más centrista de los candidatos demócratas y sus seguidores confiaban que era el que tenía las mejores chances de derrotar a Trump. No es que creyeran realmente en él. “Algunos de mis colegas no creen que podamos unir al país. Se burlan de mí porque creo que puedo”, dijo Biden en febrero de este año a la revista Time. Que no crean en él, hasta ahora, no ha sido un problema; Biden está acostumbrado a que sea así.
La primera vez que compitió en una elección, muchos pensaron que estaba loco. Biden tenía solo 29 años y era un abogado del condado de New Castle (Delaware) con poca experiencia. Su adversario era el senador James Caleb Boggs, un legislador con una carrera de 43 años en la Cámara Alta. Boggs jamás había sacado menos del 50% de los votos en su distrito. Y eso no era todo. Corría 1972, el presidente republicano Richard Nixon estaba en el máximo de su popularidad. De hecho, arrasó en las urnas aquel año. Fue reelecto con el 61% de los votos y ganó en 49 de los 52 estados. La candidatura de Biden parecía condenada a un fracaso rotundo, pero él no lo veía así. «Está cansado», decía sobre el veterano Boggs, de 63 años. Biden recorrió el Estado y visitó a los electores puerta por puerta. Tenía pocos recursos económicos, pero su retórica entusiasmaba y convencía. En especial a quienes se oponían a la Guerra de Vietnam y a los desencantados con la política. El resultado fue una de las mayores sorpresas de la historia del Senado: Biden ganó por apenas 3.000 votos y se quedó con el escaño.
La alegría de Biden duró poco. La tragedia llegó unas semanas antes de que jurara el cargo. Estaba en una oficina que le habían prestado en Washington y sonó el teléfono. Atendió su hermana, que le estaba dando una mano. Le informaron de un accidente. Un camión con acoplado había embestido la camioneta que manejaba Neilia Hunter, la esposa de Biden. Murieron la mujer y su hija Naomi, de trece meses. Los dos hijos varones, Beau y Hunter, sufrieron heridas graves, pero sobrevivieron. En ese mismo momento, la carrera de Biden estuvo a punto de terminar. Él mismo reconoció años después que consideró el suicidio. Una foto en blanco y negro registra el momento en el que Biden, con rostro apesadumbrado y la mano sobre la biblia, jura como senador. Está de pie junto a las camas del hospital donde estaban internados sus hijos.
Lo común es que los senadores se muden a Washington. Biden, en cambio, decidió que seguiría viviendo en Wilmington, una ciudad de Delaware a una hora y media de la capital. Cada mañana viajaba en tren y regresaba por las noches para estar con sus hijos. Como hacen cada día miles de trabajadores estadounidenses. En sus discursos de campaña de este año suele recordar aquellos viajes para empatizar con el votante común. Pero Biden no es un estadounidense común, sino un genuino representante del establishment de Washington. Biden se convirtió en el quinto senador más joven de la historia y fue reelecto cinco veces consecutivas. Es el senador que más veces ocupó la banca por el Estado de Delaware —sí, más tiempo que Boggs—. Hace 48 años que se dedica a la política y pasaron 33 desde su primer intento por llegar a la presidencia. Porque la de 2020 no es su primera candidatura presidencial. Fue precandidato para las elecciones de 1988 y en 2008. La primera postulación terminó con un escándalo; la segunda lo convirtió en el compañero de fórmula de Barack Obama. Biden es conocido fuera de EEUU, sobre todo, por haber sido vicepresidente entre 2008 y 2015.
Biden siempre estuvo orgulloso de sus orígenes. Nació en Scranton, una ciudad minera en el noreste de Pensilvania, en una familia de descendientes de irlandeses, muy católica. Era una familia de clase media que vivió momentos amargos cuando el padre de Joe quedó desempleado. Por esa razón, los Biden se mudaron a Claymont, Delaware, donde su padre se reinventó como vendedor de autos. Biden se crio en un típico ambiente obrero americano. Sus estudios medios los hizo en la Academia Archmere. Luego se matriculó en Historia y Ciencia Política en la Universidad de Delaware y, finalmente, se recibió en 1968 de abogado en la Universidad de Siracusa. Biden es el primer candidato demócrata en 36 años que no estudió en una universidad de la Ivy League, como se conoce a las ocho universidades más prestigiosas del noreste del país, entre las que se encuentran Harvard, Princeton, Yale y Columbia. Aunque parezca un detalle menor, no lo es.
El economista francés Thomas Piketty describe en su libro Capital e ideología la transformación que sufrió el sistema de partidos en las últimas décadas en distintos países. Sostiene que EEUU evolucionó hacia un sistema de “elites múltiples”: el Partido Demócrata —que tradicionalmente representaba a los votantes más pobres y menos educados— se convirtió en el partido de las elites intelectuales y culturales, mientras que el Partido Republicano se mantiene como el representante de las elites económicas y financieras. ¿Quién representa entonces a la clase trabajadora? Si la interpretación de Piketty es correcta, podría explicar en parte la crisis de representación del sistema político estadounidense, que se expresó con claridad con el triunfo de Trump en 2016. Biden tiene un punto fuerte a su favor: él puede ser del establishment, pero no es elitista.
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Los estadounidenses descubrieron en 1987 que Joe Biden era un farsante. Fue durante las primarias demócratas. Biden tenía 44 años, se había vuelto a casar con Jill Jacobs y había tenido otra hija, Ashley. La campaña era errática y descuidada. Nunca se esmeró en construir un mensaje claro. Confiaba todo en su fuerte identificación con los estadounidenses comunes. «Todo se reducía al carácter», escribió Richar Ben Cramer, en What it takes, un libro en el que siguió de cerca la campaña para las presidenciales de aquel año. Entre ellos, a Joe Biden. En sus mítines, Biden afirmó haber marchado junto al movimiento de los derechos civiles en los sesenta, pero no era cierto. El momento más crítico, sin embargo, fue en la Feria Estatal de Iowa. Biden solía citar al entonces líder del Partido Laborista británico, Neil Kinnock. Pero en aquella ocasión contó las anécdotas de Kinnock como si fueran propias. Habló de la vida sufrida de sus antepasados que trabajaban 12 horas diarias en las minas de carbón. El detalle: Kinnock era descendientes de mineros, pero Biden no. Cuando se descubrió el engaño, fue un escándalo. Pronto se hizo público que el demócrata había plagiado un trabajo en la universidad. Biden intentó explicarlo, en vano. Tuvo que abandonar la carrera a la Casa Blanca, completamente desacreditado. Cinco meses después, sufrió dos aneurismas cerebrales. Estuvo siete meses ausente en el Senado, pero se recuperó.
Durante dos décadas, Biden trabajó para reconstruir su reputación. Cultivó un perfil dialoguista y se convirtió en uno de los dirigentes más preparados de su partido. Esto no significa que haya evitado todas las polémicas. Dirigió en 1991 las audiencias sobre la nominación de Clarence Thomas a la Corte Suprema. Una mujer, Anita Hill, denunciaba que el juez la había acosado sexualmente. Biden no permitió que declararan las mujeres que iban a testificar en respaldo a la acusación de Hill. Luego presidió la audiencia en la que un grupo de hombres blancos interrogó a Hill con inocultable hostilidad. Son antecedentes que pesan sobre el candidato demócrata. No son los únicos.
Biden es un político al que le gusta la cercanía con los votantes. La cercanía física: les gusta tocarlos. Les agarra las manos, las cabezas, los hombros. Como cualquier político latinoamericano. Una imagen típica es ver que Biden se acerca tanto para hablar con alguien en un acto político que sus cabezas llegan a tocarse. Transmite espontaneidad y autenticidad, pero puede ser invasivo. Media docena de mujeres denunciaron en 2019 a Biden por comportamientos inapropiados, como toqueteos, abrazos y besos. El candidato se disculpó públicamente y prometió no volver a hacerlo. La pandemia, en ese sentido, jugó a su favor. El COVID-19 también desvió el foco sobre una acusación aún más grave: Tara Reade denunció que Biden abusó de ella en 1993. La causa no ha avanzado hasta el momento.
A pesar de las sombras de su carrera, Biden se ganó el prestigio de político competente y negociador hábil, en especial como presidente del Comité de Relaciones Exteriores. Tan dialoguista, que uno de sus mejores amigos en Washington era el republicano John McCain. El ala izquierda de los demócratas objeta esa amplitud: Biden ha negociado incluso con legisladores segregacionistas.
En 2008 intentó nuevamente competir por la presidencia, pero fue opacado por la estrella demócrata ascendente: Barack Obama. Las intervenciones inteligentes de Biden en los debates, sin embargo, llamaron la atención del joven dirigente, que finalmente lo eligió como compañero de fórmula. Era una pareja dispar: Obama es abogado de la Universidad de Columbia, de perfil tecnocrático, es joven y carismático, distante y calculador. Biden es un político a la vieja usanza: impulsivo e instintivo. Estas diferencias no impidieron que se forjara una relación estrecha entre ambos, que se basó en una lealtad inquebrantable del vicepresidente. Biden se ganó fama de ser un compañero confiable y, con esa actitud, conquistó el apoyo de los votantes afroamericanos.
Como presidente del Senado, Biden ayudó a la administración a sacar varias leyes sociales y económicas para hacer frente a la crisis de 2009. Además, asumió un rol activo en materia de política exterior. Su opinión tenía peso. Incluso fue el portavoz del Gobierno con las autoridades de Irak. Biden sostenía una posición moderada en política exterior, lo que generó roces con la secretaria de Estado, Hilary Clinton, y, en especial, con el secretario de Defensa, Robert Gates. Biden, por ejemplo, se opuso al aumento del envío de tropas a Afganistán, a la misión que mató a Osama Bin Laden y a la intervención en Libia que terminó con la caída a Muamar el Gadafi. Como senador había mantenido una línea similar: votó en contra de la Guerra del Golfo en 1991, propuso en 2002 un plan para eliminar las supuestas armas de destrucción masiva de Irak sin derrocar a Saddam Hussein. En 1993, sin embargo, apoyó los bombardeos de la OTAN contra Serbia.
Biden era considerado por muchos analistas como el sucesor natural de Obama en 2016. Pero nuevamente la tragedia golpeó a su familia. Su hijo Beau murió en 2015 por un cáncer cerebral fulminante. La misma enfermedad que se llevó hace un año a su amigo John McCain. Beau tenía 46 años, era fiscal general de Delaware y su padre confiaba en que tuviera un futuro brillante. Era su heredero político. La muerte repentina lo dejó sin energías para enfrentarse en las primarias a Hilary Clinton, la mujer con mejor consideración en la opinión pública estadounidense.
La historia triste de la muerte de su hijo, combatiente de Irak y joven promesa demócrata, es la que a Biden le gusta recordar. Pero también tiene otro hijo, Hunter, que ha sido un dolor de cabeza en la campaña más de una vez. En el primer debate presidencial, de hecho, Trump le echó en cara a Biden que su hijo había sido expulsado de la Marina tras dar positivo en la prueba de cocaína. Y también sugirió que Hunter trabajaba como lobista de empresas del sector energético ucraniano. La campaña de Trump intentó instalar la idea de que hubo conflictos de intereses por los vínculos de la familia Biden con Ucrania. Cuando era vicepresidente, Biden se involucró en la política del país. Fue tras las protestas de 2014 que terminaron con la caída del presidente Víktor Yanukóvich, aliado de Rusia. Biden viajó varias veces a Kiev para respaldar al Gobierno que se formó tras estos acontecimientos, conocidos como la revolución del Maidán. En aquel contexto, Hunter Biden fue contratado por la compañía ucraniana gasífera Burisma. Una comisión de senadores republicanos concluyó, sin embargo, que no hay evidencias de que ese posible conflicto de intereses haya influido en la política de EEUU.
Tras el fin de su mandato como vicepresidente, Joe Biden y su esposa Jill regresaron a Delaware. Viajaron en tren hasta Wilmington, donde fueron recibidos por las autoridades y representantes de ambos partidos. Tras más de 40 años en el servicio público, Joe volvía al llano. Sus vecinos lo admiran y profesan un fuerte cariño. Consideran que sigue siendo el mismo, lo que agranda el mito del representante de la clase media luchadora y trabajadora estadounidense.
Biden, sin embargo, nunca abandonó el sueño de ser presidente. Para sorpresa de muchos, decidió competir por tercera vez en 2020 para llegar a la Casa Blanca. Ya no era el joven ambicioso y enérgico que retrató Cramer en What it takes, sino un hombre mayor, canoso y a veces titubeante que no lograba entusiasmar a las bases. Bernie Sanders acumuló una serie de triunfos en las primarias que echaron un manto de dudas sobre las posibilidades de éxito de Biden. Hasta que llegaron las primarias de Carolina del Sur. El triunfo aplastante de Biden en este Estado, con un gran apoyo de la comunidad negra, lo catapultó a la nominación. Sus rivales abandonaron uno a uno la carrera. Bernie Sanders fue el último.
Si Biden gana el martes, tendrá que gobernar un país polarizado como nunca y con un nivel de desigualdad que aumentó vertiginosamente en las últimas cuatro décadas. ¿Qué tiene para ofrecer él a las clases trabajadoras que dice representar? El periodista John Cassidy, de The New Yorker, resumió así los lineamientos de su programa económico y social: aumento de los impuestos a los ricos para financiar programas para las personas con bajos ingresos. Las políticas incluyen un aumento del salario mínimo a 15 dólares la hora, el fortalecimiento de los sindicatos y la ampliación de la cobertura de Medicare, entre otras. No contiene grandes reformas. Las políticas son, sin dudas, menos atractivas para los votantes progresistas que las de Bernie Sanders.
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Con la mirada fija en la cámara, relata con alarma un hecho alarmante. Como si fuera un poema o la letra de una canción. De hecho, la banda Black Eyed Peads hizo una nueva versión de su canción Where is the love con este relato:
Cierra tus ojos, recuerda lo que viste en televisión,
recuerda haber visto a esos neonazis,
recuerda haber visto a esos miembros del Ku Kux Klan
saliendo de los campos con antorchas encendidas,
venas abultadas, vomitando el mismo antisemitismo
que se escuchó en toda Europa en los años 30.
Recuerda el violento choque que se produjo
entre los que propagaban el odio
y los que tenían el coraje de oponerse a él.
¿Recuerdan qué dijo el presidente cuando le preguntaron?
Dijo que había “buena gente en ambos lados”.
Ese es un llamado de atención para nosotros como país
y para mí, un llamado a la acción.
No es la letra de una canción, sino el discurso de Biden tras aceptar la nominación en la Convención Demócrata. Ahí resume todo el mensaje de su campaña: Trump es una amenaza para el futuro de la nación y él va a derrotarlo.
El mensaje es potente porque es simple. Es un mensaje ganador.