Discurso pronunciado en la sesión de apertura de la VII Conferencia de la O.I.T, en la H. Cámara de Diputados de la Nación, el 10 de abril de 1961.

El pueblo y el gobierno argentinos, unidos en la valoración del puesto de vanguardia que cabe al trabajo en el desarrollo económico y político social de las naciones, os dan la más efusiva y fraternal de las bienvenidas.  Saludamos a las delegaciones de trabajadores, empleadores y representantes gubernamentales de todos los países del continente congregados aquí, así como la delegación del Conejo de Administración y al Director General de la Oficina Internacional del Trabajo, sus colaboradores y observadores e invitados especiales que asisten a esta importante reunión.

La trascendencia de esta asamblea se advierte al tener presente que en ella la representación de las fuerzas productoras de los pueblos americanos, al considerar la Memoria del Directo General, deberá expedirse sobre el subdesarrollo económico, la más grave y profunda enfermedad que padece nuestra América.

La Organización Internacional del Trabajo es uno de los más antiguos organismos internacionales, integrado hoy en la familia de las instituciones especializadas de las Naciones Unidas y dedicado a promover, mediante la constructiva cooperación de los trabajadores, los empresarios y los gobiernos, condiciones mejores para los hombres que participan en la labor productiva, fuente del progreso espiritual y material de las naciones.

La dignificación del trabajador, que constituye una de las manifestaciones esenciales y más positivas del respeto de la persona humana, se halla en los fundamentos de la doctrina cristiana que orienta al mundo occidental a que pertenecemos.  Desde sus comienzos, el cristianismo reivindicó la dignidad de todos los hombres como criaturas de Dios en un mundo donde la esclavitud era una decisiva categoría social y jurídica.

En los albores de la época contemporánea la Iglesia, por la voz del Romano Pontífice, estableció en la encíclica “Rerum Novarum”, completada luego por la “Quadragessimo Anno”, los principios de un orden social justo, único en el cual podría fundarse una época a la que el progreso científico y técnico ha venido dotando de instrumentos que por su poderío extraordinario en crecimiento constantemente acelerado acercan cada vez más al hombre a las posibilidades de su bienestar general o de su destrucción total.

La ciencia y la tecnología han introducido en la vida contemporánea elementos que han transformado profundamente las condiciones de convivencia social, y que se han concretado en el profundo y vasto proceso de industrialización iniciado hace casi dos siglos y que continúa con un vigor intenso pero desparejo y a menudo injusto en el mundo actual.

La industrialización ha determinado una impresionante expansión de la capacidad productiva de un importante grupo de países que mediante ella ha alcanzado condiciones de avanzado desarrollo económico y elevado bienestar.

Esos mismos países han contribuido a una gran expansión del comercio internacional y con ella al desarrollo de los transportes y las comunicaciones, a la difusión mundial de muchos de los instrumentos y condiciones de progreso tecnológico, y han estimulado en el resto del mundo la explotación de recursos naturales, principalmente para su propio abastecimiento de productos de consumo y de materias primas industriales.

Se ha llegado así a la estructura del mundo actual, en la que pueden diferenciarse regiones donde por su avanzado proceso de industrialización se ha concentrado la proporción más elevada de la producción mundial de bienes, aunque en ellas no habita más de la tercera parte de la población mundial con niveles de vida relativamente altos.  Es lo que ha dado en llamarse países desarrollados, mientras por otra parte se observa en el resto del mundo el volumen mayor de la población mundial viviendo en condiciones mucho más precarias, resultantes de su insuficiente grado de desarrollo industrial; son éstas las áreas subdesarrolladas, en muchas de las cuales la única y elemental aspiración del hombre consiste todavía en sobrevivir de la miseria, de la peste y del hambre.

No puede decirse, sin embargo, que existan barreras o diferencias infranqueables entre los dos niveles de desarrollo.  El proceso que lo impulsa es universal y por lo tanto las consecuencias que de él derivan alcanzan a todos los pueblos, aun cuando los beneficios resultantes no se distribuyen equitativamente y, en ciertos casos, hasta perjudican el curso de desenvolvimiento de algunas naciones.

La industrialización de los países más avanzados ha creado una elevada demanda de alimentos y materias primas industriales, que a su vez condujo a una intensa actividad económica en muchas zonas subdesarrolladas, orientada a la producción para atender a dicha demanda.

Las naciones industriales realizaron importantes inver­siones en los países aptos para la producción de alimentos y materias primas. Ello determinó la introducción de téc­nicas modernas de producción en esos campos y el mejo­ramiento de los transportes y contribuyó en muchos casos al desarrollo de industrias manufactureras que iniciaron e impulsaron la industrialización de los países menos desarro­llados.

Al mismo tiempo unificó la introducción de condiciones o factores de progreso, principalmente en materia sanitaria. Pero estos beneficios generalmente, sólo llegaron a aquellas zonas de los países subdesarrollados directamente vincula­dos a la nación industrializada. De esta manera, se fue estableciendo también en las áreas subdesarrolladas una di­ferenciación que se ha designado como «las economías dua­les», es decir; la coexistencia en dichas áreas de sectores con un progreso considerable, con concentraciones urbanas mo­dernas, y de sectores, los mayoritarios, en situación de atraso.

El tremendo sacudimiento de la última guerra mundial puso en evidencia que estas fuertes disparidades constitu­yen una de las más graves amenazas a la paz mundial y que los principios de solidaridad y dignidad humana, reivin­dicados por las naciones vencedoras, reclamaban un vasto y decisivo esfuerzo de cooperación internacional para pro­mover el desarrollo necesario a fin de asegurar condiciones adecuadas de bienestar a todos los pueblos del mundo.

Esos objetivos fueron inscriptos en la Carta de las Nacio­nes Unidas, en los estatutos de sus organismos especializa­dos, incluso la memorable Declaración de Filadelfia de la OIT. anterior a la reunión de San Francisco, y han inspi­rado las políticas de _cooperación internacional de muchos países del mundo, entre los cuales queremos señalar en el continente, el caso de los Estados Unidos:

Mucho es lo que desde entonces ha hecho la cooperación internacional para promover el desarrollo de los países sub­desarrollados. Pero, lamentablemente, y constituye un deber decirlo con absoluta franqueza, ese esfuerzo ha sido notoriamente insuficiente frente a la magnitud del pro­blema del subdesarrollo, que mantiene en condiciones de miseria, desnutrición, enfermedad e ignorancia a la mayoría de la población mundial.

Esas condiciones han impulsado los grandes y vigorosos movimientos nacionales de los pueblos subdesarrollados para promover e intensificar la lucha por el desarrollo como requisito para afirmar su soberanía y alcanzar el bie­nestar social que justicieramente reclaman.

Estas son, además, las condiciones que debemos tener en cuenta al examinar, tanto desde un punto de vista nacional como del de la cooperación internacional, los proble­mas laborales y de política social.

Debemos reconocer sinceramente, ante todo, que la diferenciación de los niveles de desarrollo determina también la diferenciación de las condiciones de los trabajadores y la política social.

En los países desarrollados, los problemas del trabajo y la política social se encaran a partir de altos niveles de la actividad económica. La miseria, el hambre, las condicio­nes insalubres, la falta de facilidades educativas han sido en lo esencial superadas definitivamente, aun cuando cir­cunstancialmente puedan presentarse altibajos en el nivel de actividad económica o formas específicas de injusticia social que, a su vez, determinen aumentos en la desocu­pación o presiones inflacionarias que incrementen el costeo de la vida. Pero todo ello ocurre por encima del nivel bá­sico en que son atendidas las necesidades elementales de la población. Por eso, en los países desarrollados, el pro­blema económico de los trabajadores es el de sostener la estabilidad de sus ingresos o mejorarlos aún más.

En los países subdesarrollados el problema es mucho más complejo: cosiste en que el nivel del producto nacional es demasiado bajo para permitir que toda la población activa logre ocupaciones adecuadamente remuneradas para atender a sus necesidades básicas.  En las economías nacionales rezagadas, el desempleo existe en su peor forma, en la forma encubierta de trabajo sin remuneración suficiente para atender a esas necesidades básicas, tanto en las ocupaciones urbanas, como –y aún más- en los sectores de producción primaria.  Es una palabra, para nosotros el problema no es de estabilidad de ingresos sin o de insuficiencia de los mismos.

Por estas razones, la política social y la condición de los trabajadores en las áreas subdesarrolladas no pueden mejorar por el simple e ilusorio traslado de los regímenes jurídicos y de seguridad social de los países desarrollados.

Sus resultados formales son rápidamente anulados por la insuficiencia del nivel de ingresos y desembocan en fuertes tensiones sociales, sin que se comprenda el espejismo consistente en que las mismas formas institucionales no produzcan los mismos beneficios.

Por eso, señores, la única solución para asentar sobre bases sólidas y realistas el mejoramiento de las condiciones de vida de los trabajadores y el desenvolvimiento de una política social efectiva, consiste en acelerar el desarrollo económico de nuestros países, esto es, su industrialización en el integral sentido de la palabra que incluye naturalmente la modernización de los medios de explotación del agro.

Mientras en las políticas nacionales y en la cooperación internacional no se entienda, no se acepte y no se adopte clara y lealmente esta verdad elemental, persistirá una confusión que será fuente. incesante de disgregación social y de tensiones internacionales.

Dentro de los países subdesarrollados pueden percibirse los elementos principales de perturbación en este proble­ma. Por una parte, la que proviene de los sectores de inte­reses creados que disfrutan de una posición económica­mente ventajosa en la situación presente de dichos países, no reconocen la justicia y la fuerza de las aspiraciones y condiciones de vida más dignas. Dichos sectores no per­ciben la necesidad del desarrollo o, lo que es peor, temen que con el desarrollo puedan perder sus ventajas. Entonces no ven otra salida que la del mantenimiento del «statu quo»‘ por medio de un régimen abierto u oculto de res­tricciones de la democracia real y de las expresiones po­pulares. Es difícil comprender que aún persistan estas actitudes, después de las múltiples y trágicas experiencias que nos muestra la historia contemporánea.

Por la otra, es lamentable percibir los errores y confu­siones a que han sido inducidos algunos sectores de los trabajadores por la prédica extremista de agitadores sociales. Cuando los trabajadores siguen estos caminos se empeñan en una lucha estéril para lograr reivindicaciones que resul­tan imposibles sin una sustentación económica adecuada. La demanda de aumentos de salarios y mejores condicio­nes de vida sin el aumento en la producción que los res­palde, sólo trae nuevas perturbaciones en la actividad económica, las que se traducen principalmente en los procesos inflacionarios que no favorecen sino a un grupo de privile­giados. Igualmente perturbadoras son las actitudes de ciert­os sectores empresarios que insisten en obtener beneficios por medio de la especulación.

Sólo el pleno desarrollo puede valorizar, el esfuerzo de todos los sectores productivos de una nación para promover su progreso real y el consiguiente mejoramiento del nivel de vida de todos los que participan en la actividad económica.

Sólo en el desarrollo se pueden armonizar los intereses nacionales con las aspiraciones de los empresarios y de los trabajadores en una conjunción constructiva que constituye al mismo tiempo una garantía de justicia y paz social y un antídoto efectivo de las prédicas disolventes.  Todo ello dentro de un sistema eficiente de relaciones obreropatronales que permita la solución rápida y equitativa de los diferendos que surjan entre los diversos elementos de la producción.

Desde luego, el esfuerzo nacional para el desarrollo no es fácil ni simple.  Para hacer posible conquistar tal objetivo, los gobiernos deben sanear la política financiera y fiscal, reducir los gastos públicos innecesarios, cobrar los impuestos, desalentar las actividades especulativas y favorecer la reestructuración económica nacional hacia formas dinámicas y de alta productividad.

Del mismo modo, los empresarios deben orientarse hacia una actividad sana y eficiente cuyos beneficios no se funden en la especulación, ni signifiquen un privilegio basado en el mantenimiento de estructuras estáticas, sino en la expansión de industrias dinámicas que se identifiquen con el progreso nacional y cuyos resultados se traduzcan en el mejoramiento de las condiciones del trabajo y del nivel de vida, por una mayor productividad y una mayor disponibilidad de bienes.

Por su parte, las organizaciones sindicales, libres de influencias disolventes y de interferencias políticas, deben constituirse en promotoras activas y eficaces del proceso de desarrollo para lograr la materialización de sus legítimas aspiraciones sobre la base de una justa participación en los beneficios de una mayor productividad y una mayor producción nacional.

De la explotación del hombre o de la lucha de sectores para redistribuir la miseria sólo pueden resultar frustración y resentimiento, en los que fermenta la desintegración social y nacional.

En cambio, de la cooperación en un esfuerzo sostenido e intenso para el desarrollo surgirá el aumento de la riqueza nacional que, justamente distribuida entre los que participan en el esfuerzo, asentará las bases de una convivencia social digna y constructiva.

La cooperación económica y técnica internacional para el desenvolvimiento de los países subdesarrollados debe, pues, reorientarse y concentrarse en los esfuerzos y métodos que contribuyan a promover un rápido desarrollo.  Fundamentalmente, deben promoverse inversiones en masa para incrementar industrias y servicios básicos para la aceleración del desarrollo y difundir los conocimientos y la capacitación tecnológica indispensables para dicho proceso.

Con industrias básica, electricidad y transportes, con economistas, administradores de empresas, técnicos y obreros especializados, habrá un crecimiento rápido que permitirá mejorar los salarios, construir viviendas, escuelas, hospitales y elevar sustancialmente las condiciones materiales y culturales de los trabajadores y sus familias.

El avance de la tecnología aplicada al desarrollo industrial, ha alcanzado un grado que impulsa la constante ampliación de la capacidad de consumo del mercado para no detener su propio proceso.  En efecto, la modalidad fundamental de la producción moderna es su carácter masivo.

La técnica y las ciencias aplicadas han elevado a niveles insospechados hasta ayer la capacidad de producción de la industria de nuestros días y tienden a aumentar más aún esa capacidad productiva.

Esa realidad presupone un mercado de consumo en permanente progresión ya que sin él las plantas industriales de nuestros días se verían obligadas a limitar su enorme capacidad de producción, invalidando en la práctica económica los resultados tan afanosamente buscados y logrados por la ciencia y la técnica. Y dado que la capacidad de producción de la industria moderna crece a un ritmo mucho mayor que la población de cada país y de todos los países sumados, el aumento de la capacidad de consumo de las poblaciones resulta una exigencia de la mecánica misma del proceso productivo.

Estoy firmemente convencido de que éste es el único camino que  permitirá a nuestros pueblos liberarse de la injusticia, la miseria y la frustración. Al tiempo que afirmamos  las bases espirituales de nuestro peculiar modo de vida occidental americano y, en nuestro caso, católico, debemos colocar los fundamentos materiales que hagan imposible toda infiltración ideológica que, aun siendo incompatible con nuestra idiosincrasia, podría avanzar, embargo, a favor de la miseria que padecen nuestros pueblos.

En consecuencia, no se puede pensar en un desarrollo agrario que no se sostenga y relaciones con la provisión abun­dante de energía, la producción de acero, de fertilizantes y plaguicidas, y la construcción de vías de intercomunicación.

Los países que concentran unilateralmente su actividad económica en la agricultura están condenados a la pobreza, el estancamiento y el retroceso, a menos que reciban de los países desarrollados un apoyo tan intenso y constante en materia de subsidios como el que estos otorgan a su propia agricultura, en cuyo caso se engendraría un peligroso fac­tor de lesión al orgullo nacional de los pueblos circunstan­cialmente favorecidos, y un grave perjuicio al de otros países también productores de materias primas.

La elevada tecnificación agraria asegura la producción de mayores cantidades de materias primas y alimentos no sólo para sus poblaciones en aumento sino también para su colocación en el mercado mundial. En los actuales momen­tos, no cabe esperar que los saldos exportables de esas ma­terias deriven en la restricción de los mercados internacio­nales o de salarios más bajos que los hagan posibles. La mayor productividad por la aplicación adecuada de la téc­nica es la que debe proporcionar esos saldos.

Anhelo para esta asamblea los beneficios de una vital coincidencia de quienes participan en ella y tienen con­ciencia de la impostergable necesidad de los países latino­americanos de superar el subdesarrollo y le auguro el me­jor de los éxitos para que los pueblos del continente, enca­bezados por todos los sectores del trabajo, reafirmen su con­fianza en la OIT, expresión superior de la cooperación internacional en el mundo actual.

A todos sus miembros, a la totalidad de las delegaciones que nos honran con su presencia, les deseo una estada feliz, una grata permanencia en nuestro país, que les abre los brazos fraternal y jubilosamente, identificándolos como los representantes legítimos de todos los sectores de la producción en esta parte del mundo.

Al declarar inaugurada la VII Conferencia de los Estados de América miembros de la Organización Internacional del Trabajo, uno mis votos a los de todo el pueblo argentino por el éxito de su trascendental labor.