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Marcha del 21A frente al Congreso de la Nación

*) Por Juan Pablo Carrique.

La clase dirigente en su conjunto se enfrenta a un desafío: dar respuesta a la crisis económica y luchar contra la corrupción. Si no lo logra, abonará el terreno para el desencanto  y el regreso de discursos antidemocráticoscambioMarcha del 21A frente al Congreso de la Nación

La disparada del dólar del 22 de agosto agudizó la crisis económica que atraviesa el país. La situación se tornó muy delicada y agregó agitación a un convulsionado mapa político. El día anterior se habían manifestado miles de personas en todo el país en contra de la corrupción. La crisis y la corrupción marcan la agenda de los desafíos a los que se enfrenta no solo el gobierno, sino el sistema político en general. Existe un riesgo real de que vuelva a emerger el descontento y, en el extremo, la antipolítica. La dirigencia del país debe sentarse a pensar cómo va a responder ante las demandas la sociedad que ya no tolera la corrupción ni puede soportar una nueva frustración colectiva. El gobierno había planteado en mayo la necesidad de convocar a un acuerdo nacional; es hora de concretarlo. La coyuntura actual es una gran oportunidad, pero si la discusión se agota en la negociación del presupuesto 2019, será una oportunidad perdida.

La primera bomba estalló con el escándalo de los cuadernos. Las declaraciones de los arrepentidos que pagaron coimas durante el gobierno kirchnerista riegan de desconfianza a todo un sistema político al que, en términos de credibilidad, no le sobra nada. Una mancha que se extiende también hacia el empresariado. Todo el arco político debe condenar enérgicamente los hechos de corrupción  y comprometerse a que esa condena se traduzca a la legislación. La ley de extinción de dominio, el endurecimiento de las penas previstas por el código penal y la ley de ética pública pueden ser herramientas útiles para recuperar la confianza de los ciudadanos. Fortalecer el control del financiamiento de los partidos políticos y las campañas electorales es otro punto central para sanear política. La sociedad reclama a los partidos esos compromisos.

El gradualismo, la estrategia económica que había planteado el gobierno para corregir de a poco los desequilibrios que había heredado del kirchnerismo, voló por el aire tras el cambio del contexto internacional. La devaluación, que ya supera el 100% anual, el alza de la inflación y la dura recesión que sufrirá el país este año hacen inevitable una revisión del programa económico. El gobierno ya ha tomado medidas para corregir la situación y también ha pedido a las provincias un esfuerzo para que contribuyan a la reducción del déficit fiscal. Pero con eso no alcanza. La propuesta de un acuerdo nacional para el desarrollo es más necesaria que nunca: dotaría al gobierno del respaldo político que necesita para afrontar la crisis y daría previsibilidad sobre el futuro de la economía.

El clima de división que existe en la sociedad no parece el propicio para alcanzar un pacto de esa naturaleza. La llamada grieta surca la geografía política argentina y no tiene visos de que vaya a atenuarse. Por el contrario, la proximidad de la contienda electoral hace prever un recrudecimiento.

La necesidad de consensuar los esfuerzos para lograr el equilibrio fiscal es la ocasión ideal para sentar en la misma mesa a empresarios, sindicatos, la iglesia, los partidos políticos y los gobiernos nacional, provinciales y municipales para suscribir un Gran Acuerdo Nacional para el Desarrollo. El consenso debería incluir:

  1. Una política que priorice el reencuentro de los argentinos, para integrar y superar las divisiones antes de que la campaña electoral las acentué.
  2. Un compromiso formal de todas las fuerzas políticas para mejorar la calidad institucional, perfeccionar el sistema democrático y transparentar el financiamiento de la política.
  3. Un programa de desarrollo de mediano y largo plazo con objetivos y prioridades que apunten a la expansión productiva, la integración de las economías provinciales y la inserción de Argentina en la economía global.

Los desafíos a los que se enfrenta el país no son problemas aislados o que afecten a dirigentes puntuales y puede tornarse en una crítica generalizada hacia el sistema político. Una sana indignación de la sociedad puede ser el combustible del cambio para reconducir la marcha de la política, pero un elevado nivel de desconfianza nunca conduce a buen puerto. Sobran ejemplos en el mundo, recientes y pasados. Es responsabilidad de la clase dirigente dar una respuesta a las demandas de la sociedad, oxigenar la política y aprovechar la crisis para reafimar la democracia.


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