discurso
El presidente Arturo Frondizi y el gobernador Raúl Uranga, el 3 de febrero de 1962. / AGN

Nuevamente debo dirigirme al pueblo de la República para ratificar conceptos fundamentales de la política exterior del país.

Estos conceptos son conocidos por el pueblo. Más aún, el pueblo está plenamente identificado con ellos, porque no han sido improvisados ni inventados ahora. Se han venido gestando a lo largo de toda nuestra historia, desde los días liminares de Mayo y aun desde antes, cuando los vecinos de Buenos Aires expulsaron al invasor en las jornadas de la Reconquista de 1806. Esta historia la aprendimos en la escuela, en la universidad, en los institutos militares. Sus héroes no durmieron en lecho de rosas. Combatieron y murieron por la libertad de su patria, por el derecho del pueblo a darse el régimen de gobierno que estimaba más conveniente para desarrollar su personalidad en el mundo de esa época. Proclamaron y defendieron ese derecho contra toda pretensión extraña de tutelar a la joven república, nacida entre las violentas sacudidas de la guerra contra la metrópoli y de las luchas intestinas. Así, desafiamos el bloqueo de Buenos Aires por las grandes potencias rectoras de Europa, fustigamos a compatriotas sinceros que querían remediar la anarquía interna con la implantación de una monarquía presidida por un extranjero y preferimos el desorden de la libertad al orden impuesto desde afuera.

En las escuelas de la República, en nuestros hogares criollos, padres y maestros nos enseñaron a reverenciar a los héroes que conquistaron en el campo de batalla y en las empresas revolucionarias la autodeterminación del pueblo argentino.

Este derecho revolucionario de independencia y soberanía, frente al derecho divino que invocaban las grandes monarquías coloniales, es el fundamento de la vida autónoma de la comunidad americana, a lo largo y a lo ancho del continente de Washington, de Bolívar y de San Martín. La comunidad americana articuló este derecho esencial en sucesivos tratados v constituciones, en toda la larga y fecunda trayectoria del derecho internacional americano. La esencia de este derecho americano, y su objetivo práctico más evidente, ha sido la preservación de la autodeterminación nacional, de la independencia y soberanía de nuestros pueblos frente a las potencias europeas que nos habían colonizado y frente a toda nueva tentativa de dominación exterior. En síntesis, el derecho que resguarda la libertad del débil frente al poderoso. Tanto los estados de la federación norteamericana como las nuevas repúblicas de la América hispana consideraron indispensable consagrar y preservar el derecho de autodeterminación y de no intervención como el pilar indispensable de la unidad del hemisferio y de la libertad de sus integrantes.

El derecho internacional americano elaborado en torno a la autodeterminación, no es una formulación abstracta que puede dejarse de lado por razones contingentes o de urgencia. No es un medio, sino un fin. Es la razón misma de la independencia nacional, su cualidad esencial e inseparable, en la cual descansa íntegramente la noción de la soberanía. El Estado que abandona la norma jurídica internacional, que renuncia parcial o totalmente, aunque sea en forma transitoria, a la vigencia absoluta del derecho, se expone para siempre a la claudicación de su propia soberanía. Los estados que no tienen suficientes cañones para oponerse a la superioridad material de las grandes potencias, no tienen otra arma que la fuerza ética del derecho para reclamar la solidaridad internacional. Los estados que se avienen a soslayar o vulnerar el derecho en nombre de necesidades políticas circunstanciales -por urgentes y justificadas que éstas sean- se desprenden para siempre del arma única que poseen para resguardar su propia integridad. Sientan un precedente funesto que justifica cualquier arbitrariedad ulterior fundada en parecidas razones de conveniencia política. En otras palabras, implantan la discrecionalidad de la fuerza en lugar de la verdad permanente de la ley.

No creo necesario insistir en estas verdades elementales para clarificar la conciencia de nuestro pueblo. Los argentinos llevamos en la sangre la noción de la libertad y la noción del respeto a la norma jurídica, tanto en el orden interno como en el orden internacional. La Nación Argentina no se apartó jamás de la norma jurídica, ni siquiera cuando sus armas victoriosas pudieron imponer al vencido la ley del más fuerte.

Frente a la intriga y la violencia del comunismo internacional que amenaza nuestra propia existencia en América, no se puede emplear cualquier expediente, como el de violar la ley internacional que es la única coraza que nos protege. Censuran a los gobiernos de las seis naciones americanas que en la reciente conferencia de Punta del Este se negaron a olvidar los preceptos categóricos de los estatutos legales de la Organización de Estados Americanos y los principios básicos de la autodeterminación y la no intervención.

La conducta internacional de cualquier país, grande o pequeño, es un atributo esencial de su soberanía e involucra consecuencias tan graves que no puede ser analizada sino en profundidad.

La delegación argentina a la Reunión de Punta del Este no improvisó su gestión ni actuó a la zaga de los acontecimientos. Fue intérprete de una doctrina argentina y americana que ha sido elaborada a lo largo de muchos años y basada en arduas experiencias. Encaró su intervención ajustándose estrictamente a las instrucciones que le diera por escrito el presidente de la Nación al señor ministro de Relaciones Exteriores en una carta que dice así:

«A pesar de que no he recibido aún el proyecto de discurso que V.E. deberá pronunciar en la Reunión de Punta del Este, deseo adelantarle que el mismo debe responder a las ideas políticas fundamentales acerca de las cuales conversamos momentos antes de su partida al Uruguay y, sobre todo, ajustarse a los proyectos de resolucion que obran en su poder, todo lo cual constituve el preciso e inalterable cuerpo de instrucciones con que cuenta la delegación argentina.

Como se lo dije verbalmente y se lo reitero ahora por escrito, deberemos ser absolutamente claros y precisos.  A pesar de la guerra fría y los intereses egoístas que se esconden detrás ele ella, a pesar de las reiteradas tentativas de penetración que realiza el comunismo internacional, nos cabe a nosotros, los argentinos dejar claramente establecido que lo que se está discutiendo en América no es la suerte de un caudillo extremista que se expresa a favor de un orden político que nada tiene que ver con la realidad de nuestros pueblos, sino el futuro de un grupo de naciones subdesarrolladas que han decidido libremente acceder a niveles más altos de desenvolvimiento económico y social. Si esa soberana decisión no es respetada; si se la pretende ocultar o distorsionar con el juego ideológico de los extremismos, entonces sí  que el mal será difícil de conjurar: un continente entero se convulsionará política y socialmente.

La Argentina está absolutamente segura que ése es el único enfoque válido del problema y al que deberá volverse irremediablemente si se comete ahora algún error. Nosotros lo sabemos por experiencia propia, por la experiencia entrañable de nuestro pueblo al que no confundieron ni las provocaciones de la extrema izquierda, ni las aventuras de la extrema derecha. Un pueblo que siendo nacional y cristiano, sufrió y sufre las privaciones de un riguroso programa de estabilización y desarrollo. Mirando indiferente las promesas de las izquierdas, sabiendo que se defiende su soberanía nacional y afirmando reiteradamente la continuidad de un desarrollo económico con legalidad democrática y con paz social.

A este pueblo argentino, que forma parte del pueblo latinoamericano, nos debemos ahora y siempre. Por ello queremos salvar la unidad del sistema interamericano y por ello nos abstendremos de votar sanciones que pueden vulnerar el principio de no intervención y que irritarán más las condiciones políticas actuales y que se prestarán a la continuación más agresiva de las actividades de los extremistas de izquierda y de derecha.”

La Argentina, en la emergencia, apreció el caso cubano como deben apreciarse todos los hechos que ponen en juego el mecanismo jurídico de la comunidad internacional, es decir, como un hecho que exigía por un lado el condigno tratamiento del hecho en sí, y por otro lado. el fortalecimiento de la ley internacional y de la solidaridad americana como ulterioridad permanente y constructiva.

El derecho no se satisface con la mera aplicación de sus normas al caso sometido a juicio. Es menester que la sentencia sea apta para la ocasión pero al mismo tiempo es menester también que sea apta para confirmar v reforzar la virtud permanente de la norma aplicada.

Estábamos dispuestos, y así lo demostrarnos en el debate y en votación, a repudiar la intervención ilegítima del comunismo en América y a declarar, como hicimos, que el gobierno de Cuba, en cuanto subordina su comportamiento en las relaciones hemisféricas al bloque de las naciones comunistas adopta una posición incompatible con el sistema americano que justifica, en los hechos, su exclusión de los órganos del mismo, aunque el pueblo de Cuba y Cuba como nación, que es lo permanente, no puede ni debe ser confundido con un gobierno, que es lo transitorio. Pero la reunión de cancilleres, convocada como órgano de consulta, no está facultada para excluir al gobierno de un estado miembro, conforme a los estatutos y tratados en virgo. Las delegaciones de seis estados (Brasil México, Chile, Ecuador, Bolivia y Argentina) fundaron su abstención en esta vital consideración de orden jurídico. Quiero señalar que es esto un punto de derecho absolutamente claro, tanto más sólido en cuanto el derecho internacional que resuelve cuestiones vinculadas a la soberanía de los estados sólo admite interpretaciones restrictivas.

Estas razones jurídicas no son meramente formales. Toda la tradición jurídica de la humanidad civilizada descansa sobre el principio de que no hay pena sin ley y de que nadie puede ser juzgado sino conforme a una ley anterior al hecho del proceso. Apartarse de este concepto fundamental es incurrir en la más flagrante arbitrariedad. Renunciar a este principio equivale, en las relaciones humanas, a adoptar la ley de la selva. Y equivale, en las relaciones internacionales, a una claudicación de la soberanía. Equivale a poner la integridad de las naciones a merced de las decisiones políticas y de las conveniencias circunstanciales de otra nación o de un grupo de naciones.

El gobierno argentino actuó en Punta del Este con la más estricta fidelidad a los principios que rigen su conducta en el orden nacional. Cuando el orden interno estuvo amenazado por la subversión, el sabotaje, el terrorismo y el atentado contra las personas y los bienes, nos negarnos sistemáticamente a contestar la violencia, el crimen con el crimen. Pusimos en movimiento el mecanismo legal ordinario y los procedimientos de excepción que prevé la Constitución Nacional. Cuando consideramos que había lagunas o deficiencias en las leyes vigentes, proyectamos nuevas leyes y las sometimos al Congreso.

Procedimos de igual manera en el arreglo de antiguas controversias del Estado argentino con ciudadanos y empresas del exterior y del país. Aplicamos la ley y respetamos los compromisos contraídos, incluso cuando su aplicación contrariaba los intereses del fisco. Así reconquistamos el respeto del mundo para nuestra nación.

Erigimos el reinado incondicional de la ley, aun en los casos en que nos enfrentamos a la conspiración antinacional, a la intriga internacional del comunismo y de los monopolios y a la criminal actividad de peligrosos inadaptados sociales y políticos.

Hemos sostenido la intangible vigencia del derecho americano en Punta del Este. Con ello no quisimos aprobar la conducta del gobierno cubano, que hemos calificado dura y categóricamente, y que representa de manera exacta la antípoda del proceso democrático y cristiano que estamos consolidando los argentinos. Pero sí quisimos defender a toda América del peligroso precedente de vulnerar, aun en un caso aislado, los principios permanentes del derecho internacional que la Argentina ha contribuido tan grandemente a elaborar. Consideramos que los principios de intervención y de autodeterminación de los pueblos son los únicos capaces de resguardar la soberanía de los estados, especialmente de las naciones pequeñas del hemisferio. La historia demostrará que las naciones que se negaron a infringir esos principios salvaron la inviolabilidad de América frente a cualquier eventualidad futura de agresión franca o encubierta. Y cuando se aplaquen las pasiones v la impaciencia de estos días, los mismos que no escucharon  la serena advertencia que esa actitud significaba, reconocerán que ella respondió a los más altos y permanentes intereses de la libertad y de la soberanía de las naciones americanas.

Repito, con absoluta convicción, que la conducta internacional del gobierno corresponde exactamente a su gestión en el orden interno. Presido un gobierno que hace respetar el orden, que protege la propiedad y estimula la iniciativa privada, que garantiza las libertades democráticas y acata la voluntad popular, que preserva la concepción cristiana de los derechos humanos y no tolera disminución alguna de la soberanía nacional. En la defensa total de estos principios he comprometido mi honor y mi vida. El honor y la vida de un gobernante que no presidirá jamás un gobierno títere.

Este gobierno aspira a una sola recompensa: el respeto de su pueblo. Y aspira a ser digno de los sacrificios que está realizando ese pueblo para conquistar su efectiva independencia y asegurar bienestar moral y material a todos los habitantes del país. No seríamos dignos de ese pueblo si negociáramos o declináramos su soberanía.

El pueblo argentino está ganando las sucesivas batallas de su liberación. Los frutos visibles de su esfuerzo, unidos al claro instinto nacional que lo distingue, lo determinan a apoyar con creciente firmeza, demostrada en las cifras de los últimos comicios la obra del gobierno y su insobornable conducta internacional. En la medida en que el pueblo triunfa, los políticos que no confían en él, se ofuscan y se lanzan desesperadamente a provocar la quiebra de una legalidad democrática en la que están definitivamente derrotados. Cualquier pretexto les resulta útil para propiciar el derrocamiento del gobierno constitucional. Yo asumo la responsabilidad de denunciar ante el pueblo a estos políticos que se presentan corno apóstoles de la democracia en el ámbito mundial, pero que están empeñados en acabar con la democracia en su propia patria. Agitan el fantasma de la supuesta claudicación del gobierno ante el comunismo, con el único y oculto propósito de implantar una dictadura en el país. Allá ellos en sus planes liberticidas. Pero como argentino, tengo la obligación de señalar esta confabulación que tiene por objeto crear el clima del miedo y de la tiranía. Lo que no se atreven él plantear en el cauce limpio y abierto del comicio lo destilan en la trastienda antidemocrática de la conspiración. Es que saben que si consultan al pueblo, el pueblo repudiará a los políticos frustrados a los aventureros resentidos que conspiran contra los más altos dignos intereses e ideales de su patria. Están conspirando contra la legalidad constitucional precisamente cuando esa legalidad se afianza en la República y se hace respetar en el mundo. Están dispuestos a arrojar a la nación al caos precisamente cuando la nación está dando el salto definitivo hacia su grandeza. Las futuras generaciones marcarán el fuego el nombre de estos políticos enemigos de la unión y la grandeza de su propio país.

Pero no nos equivoquemos tampoco a estos agentes del caos. No se mueven solamente en la defensa de sus posiciones políticas amenazadas o de sus ambiciones personales. Responden a un cuadro más amplio y siniestro: a la conspiración mundial de los elementos reaccionarios que se oponen a la liberación y el desarrollo de nuestros pueblos porque prefieren mantenerlos en su condición colonial. Prueba de que esta conspiración responde a un comando unificado es que repiten sus argumentos en distintas latitudes: ciertos órganos de opinión argentinos acusan a nuestro gobierno de ser instrumento de la diplomacia brasileña; algunos diarios del Brasil acusan a su gobierno de marchar a la zaga de la diplomacia argentina. En los propios Estados Unidos cierta prensa, acusa de apaciguamiento al presidente Kennedy y también lo acusa de contemplar demasiado la posición de Argentina, Brasil y México. En todas partes, la misma dialéctica confusionista, la misma ofuscación, las mismas calumnias.

No es el pueblo norteamericano el motor de esta cons­piración internacional contra el desarrollo y la soberanía de América latina. Los arquitectos de esta conspiración  mundial son ciertos intereses agresivos, los mismos que combatieron a Franklin Roosevelt hasta su muerte, los mismos que se burlan de la concepción idealista y auténticamente democrática del joven presidente de los Estados Unidos; los monopolios que el ex presidente Eisenhower en su mensaje de despedida de enero del año pasado denunciaba como amenazas a la libertad y al proceso democrático del pueblo norteamericano. Estos sectores reaccionarios conspiran para minar la confianza de los norteamericanos en sus instituciones y en su gobierno, y conspiran con sus agentes directos e indirectos en los países de América latina, para alentar la insurrección contra los gobiernos nacionales que luchan por la dignidad y la independencia de sus pueblos.

Comprendo los móviles de esos grupos de la reacción internacional, y el pueblo argentino también los comprende, y sabe que aquellos que se presten a secundarlos creyendo servir a la causa de la libertad en el mundo se equivocan profundamente porque en realidad sirven a la destrucción de la libertad de su patria.

Estos políticos equivocados son en nuestro país una minoría y están ofuscados. Pero si debo enfrentarme a una situación en que peligre la dignidad de la República, moriré en la defensa de esa dignidad.

Que no quepa duda alguna de esta determinación. No soy solamente el presidente constitucional de los argentinos. Soy un hombre del pueblo que tiene el orgullo de pertenecer a él, de pertenecer a un pueblo que no quiere ser traicionado ni entregado.

El pueblo argentino, guiado por Dios, proseguirá su marcha ineluctable hacia su felicidad y su grandeza. En esta marcha lo acompañaré siempre, sin miedo ni jactancia, sin renuncias ni impaciencias. De él he recibido siempre inspiración y fe.

Con el pueblo me siento amparado y seguro porque el pueblo argentino no renuncia ni retrocede jamás.