“Volveremos a ser potencia” promete el presidente electo Javier Milei en su primer discurso tras ganar el ballotage. Se refiere a que, allá lejos, en los albores del siglo XX, en pleno modelo agroexportador y bajo el orden conservador liberal de la generación del 80, “de ser un país de barbaros se logró pasar a ser la primer potencia mundial”. Las claves, argumenta fueron “un gobierno limitado, que cumple a rajatabla sus compromisos, respeto a la propiedad privada y el comercio libre”. Enfatizó además el contraste de que hoy pasamos “de ser el país más rico del mundo, al 130”” dando a entender que al dejar atrás ese modelo “de libertad” comenzó nuestra decadencia. Veamos realmente que tan potencia era Argentina a fines del siglo XIX.
“Riche comme un argentin”
Aquello de ser el “país más rico del mundo” Javier Milei lo fundamenta en un estudio internacional que estimó el valor de las distintas economías a lo largo de la historia llamado Proyecto Maddison. Ese análisis señalaba, en su versión de 2018, que la Argentina tenía en 1895 el producto por habitante más alto del mundo y que hasta 1929 estuvo entre los 10 países más ricos del planeta. Aunque la estimación fue actualizada en 2020, y del reajuste resultó que en 1895 Argentina estaba en el séptimo puesto de producto por habitante más alto del mundo, el dato sigue siendo sumamente destacable, más aún en el fuerte contraste con nuestra realidad actual. Se trata de un periodo donde se registran cifras espectaculares en materia de comercio exterior, de inversiones (especialmente en construcciones) y de crecimiento poblacional.
Y es que, desde cierta perspectiva, Argentina en su primer Centenario parecía el país del futuro. Incluso hoy podemos lo ver en remembranza en la propia arquitectura porteña con sus palacetes y edificios públicos que le dio una reputación arquitectónica de ser la “París de América Latina” y tiene una de sus joyas máximas en el Teatro Colón (1908). Además, contaba con la primera red de subterráneos de América Latina (1913). Cuando la famosa tienda Harrods decidió montar su primera sucursal fuera del Reino Unido en 1914, eligió Buenos Aires como destino. En el mismo sentido, en su mensaje al Congreso, en 1910, el presidente José Figueroa Alcorta decía del país: “labra con vigor extraordinario y con resultados equivalentes el vasto campo de su poder económico”, y no se equivocaba al señalar que “su índice de prosperidad se halla a la altura relativa del mayor coeficiente entre las naciones”.
Antes de avanzar señalemos que la denominación “generación del 80” no implica un bloque dominante monolítico en lo proyectual y parte de su gravitación en el tiempo se debe, justamente, a la diversidad de opciones y los debates que se realizaron en su seno. Citaremos a Figueroa Alcorta como un mandatario que expresaba la más visión más autocomplaciente de esa dirigencia que se asimilaría lo más posible a los intereses de la potencia dominante a nivel mundial, pero no sería justo olvidar que hubo otros, como Roque Sáenz Peña o el propio Hipólito Yrigoyen (a quien es pertinente incluir como parte de esas contradicciones que se esforzaron por ampliar la representación política de una representación que a su vez mutaba y se diversificaba con la asimilación de los inmigrantes a la sociedad nacional)
La estrategia de esa élite gobernante era clara y se trataba de aprovechar las ventajas competitivas del campo argentino exportando sus amplios excedentes para un país de solo 4.000.000 de habitantes en 1895. Estas exportaciones de granos, lanas y carnes eran muy redituables con un comprador seguro y rico como el Reino Unido, siendo nuestro país el mayor exportador de trigo y carnes del mundo en aquellos tiempos. Todo en el marco de un régimen liberal que priorizaba el capital extranjero al estatal (esta dicotomía se plantearía en términos ideológicos más adelante), así como era conservador y autoritario desde lo político, a cargo de esa elite ilustrada.
El modelo había despegado a medida que fueron cesando las guerras civiles, se integrara a Buenos Aires como provincia y se declarara Capital a la ciudad-puerto y se fueran poniendo en valor las tierras conquistadas en la campaña del desierto. Para potenciar esa expansión, el país necesitaba atraer inversiones, población y desplegar la infraestructura (ferrocarril, puertos) clave para dicho esquema. La paz interior y la vigencia de la Constitución liberal de 1953 otorgaron las condiciones institucionales que pronto harán de la Argentina el primer destino de las inversiones británicas, las que en 1889, según Ferns, representaban entre el 40 y el 50 % de las inversiones realizadas por Gran Bretaña en el exterior.
Los capitales extranjeros se asentaron con fuerza en sectores clave de la economía, desplegándolos, pero también generando monopolios extranjeros. Ejemplos rotundos son los extensos y radiales ferrocarriles (más de 50.000 km de vías y sus miles de estaciones), los barcos mercantes en los cuales viajaba todo el comercio exterior, la red eléctrica de Buenos Aires, los tranvías urbanos, los frigoríficos y la industria del tanino que estaba en manos de la empresa inglesa La Forestal, la cual llegó a ser la nº 1 del mundo en su rubro.
Durante esos 50 años que van entre 1880 y 1090 la Argentina pudo erradicar gran parte del analfabetismo, multiplicar el empleo privado y erigir una incipiente administración de servicios estatales, modernizar su infraestructura de transporte y en algunos rubros lograr que el obrero urbano pudiera tendencialmente obtener salarios similares a los de Europa. Además, atrajo cientos de miles de inmigrantes de las zonas más desfavorecidas del Viejo Continente que contribuyeron a forjar su identidad a la joven nación siendo el segundo destino preferido luego de Estados Unidos.
Su logró más valioso y duradero en lo cultural fue la ley 1420 (1884) de educación primaria común, gratuita y obligatoria que tendría impacto notable en las nuevas generaciones de inmigrantes distinguiéndolo del resto de los países de América latina. Todo ello, aún con sus desniveles, se asentaba en las exportaciones del campo argentino que en trigo y carne vacuna lideraban el comercio mundial. Es la época en que los franceses decían “Riche comme un argentin” al referirse a personas con dinero al punto que era frecuente en el imaginario que quien se casaba con un/a argentino/a se volvía rico por el resto de su vida.
Pero por supuesto no se referían al común de nuestros connacionales, y mucho menos a los inmigrantes, sino a la elite terrateniente. “Cuando la Argentina despliega un proceso de expansión capitalista, a partir de 1880, los terratenientes argentinos eran una de las clases más ricas del mundo. Para ellos era importante la constitución de una nobleza criolla, basada en aquellas familias que tenían antecedentes en los tiempos de la independencia, como los Anchorena o los Alvear”, cuenta a LA NACION Revista nuestro apreciado Eduardo Lazzari. Son los mismos que viajaban a Europa por meses “con la vaca atada” para tener leche fresca. Claro que, además de la vaca, con ellos viajaban criados, personal de servicio, animales domésticos y, por supuesto, todo lo necesario para pasar largas temporadas en el viejo Continente.
Sin embargo, este modelo fastuoso, de riqueza interminable y progreso continuo, que se refleja en estadísticas de antaño o aún hoy en las fechadas parisinas de algunas calles de Buenos Aires, tenía, desde otra perspectiva, sombras sumamente inquietantes que no solo propiciaran su ruidosa caída, sino que demostraran que ese modelo era más un obstáculo para el desarrollo que una senda que nos conducía al mismo.
El economista Alejandro Bunge, quien marcó rumbos muy claros en el estudio de las condiciones productivas de la Argentina sostenía que ya en 1908 el país estaba, desde el punto de vista de su desarrollo, en una situación estática. Las señales estaban, pero fue necesario la ruptura del orden mundial en los 30 para que las debilidades estructurales del modelo agroimportador quedaran crudamente a la vista.
A diferencia del resto de América, donde la explotación de las tierras fue en general el latifundio adaptando incluso antiguas formas indígenas de servidumbre, en nuestra región pampeana (marginal en imperio colonial español en América), el despegue de la producción que nos instalaría en el mundo fue concentrado y capitalista desde las vaquerías, productoras de cueros y tasajo para la exportación, desde donde se evoluciona hasta la propiedad moderna del siglo XIX, con ferrocarriles y alambrados.
La contracara de aquella élite terrateniente era el trabajador rural enmarcado muy rústicamente en el trabajo asalariado (el estatuto del peón rural será realidad recién en 1944), aunque en mejor condición que las sujeciones semifeudales que predominaban en el norte, tanto en el litoral como lo que hoy llamamos NOA. El drama de Martín Fierro, del criollo es el del desposeído de lo que pudo ser (en el ideal europeizante) su propio terruño, un granjero tipo europeo idealizado pero que sin embargo también coexistió en las colonias de inmigrantes que surgieron en la pampa gringa (sur de Santa Fe y Entre Ríos). Raúl Scalabrini Ortiz escribirá: “El extranjero se reservó el mando directo de las vías de comunicación y transporte y cedió a la oligarquía la tenencia de la tierra. El hombre argentino fue un paria en su propia tierra. La tragedia de Martín Fierro es la tragedia del pueblo durante más de seis decenios. El dominio de la tierra se obtenía, no en la lucha mano a mano con los elementos, ni el combate con los infieles, sino en la tibia penumbra de las antesalas oficiales y en las amables tertulias de las mansiones señoriales de Buenos Aires. Estas normas para obtener la propiedad de la tierra fueron impuestas por el Presidente Sarmiento, quien estableció que “el título de propiedad debe sustituir a la simple ocupación”. […] El título de propiedad limpió de la tierra a los criollos con la misma técnica despiadada con que fue extirpado el indio.[6]”. De hecho muchos de los negociados especulativos que preponderaron en aquellos años tenían que ver con la compra y venta de tierras, más prestamos sobre las mismas, obtenidas por los militares en la campaña del desierto.
Recordando aquel discurso orgulloso de Figueroa Alcorta con respecto al centenario, Rogelio Frigerio en su análisis del periodo reconoce que “estábamos en la época del máximo esplendor del crecimiento cuantitativo de la Argentina”, pero a la vez advertía que se había llegado al “máximo de las posibilidades del esquema implantado en el siglo pasado , sentenciando que “Si Figueroa Alcorta hubiese distinguido cantidad de calidad, no habría hablado en los términos en que lo hizo en su mensaje del año del Centenario”.
Estados Unidos y el ejemplo que Argentina no fue
Ser potencia implica tener una estructura productiva amplia y diversificada capaz de sostener la generación de riqueza en el tiempo y de promover la creación de bienes culturales y sociales que la eleven y enriquezcan. También implica tener autonomía frente a las verdaderas potencias y romper nuevas versiones de los viejos esquemas de dominación colonial.
Argentina y Estados Unidos se encontraban a mediados del siglo XIX frente a ese panorama pero a diferencia de los Estados Unidos de Norteamérica, cuya dirigencia eligió (Guerra de Secesión mediante) el arduo camino del esfuerzo diferenciador cualitativo que es el desarrollo industrial en sus etapas iniciales, (que instala luego la era de los grandes gigantes de la industria) nuestra élite gobernante optó por el camino fácil de adaptar su interés al de la potencia imperante, el Reino Unido. Uno de sus más valiosos exponentes de la generación del 80, Carlos Pellegrini, exponiendo la conciencia del asunto que ya existía en 1875, en pleno debate entre proteccionismo y librecambio que “los que han defendido ciegamente teorías sostenidas en otras partes no se han apercibido que apoyaban intereses contrarios a los propios. Cuando esta cuestión se debatía en el Parlamento inglés, uno de los más ilustrados defensores del librecambio decía que él quería, sosteniendo su doctrina, ‘hacer de Inglaterra la fábrica del mundo y de la América la granja de Inglaterra’; y decía una gran verdad, que en parte se ha realizado, porque en efecto nosotros somos y seremos por mucho tiempo, si no ponemos remedio al mal, la granja de las grandes naciones manufactureras”. Y es que efectivamente esa élite nacional se enorgullecía de ser la granja de Inglaterra (en gran parte porque ellos eran los beneficiados locales de dicho esquema). El punto es que ningún país puede ser potencia bajo un esquema de dependencia en el que la acumulación no tenga centro de gravedad en el propio territorio y beneficie a la gente que vive y trabaja en él.
Así como era un acierto aprovechar nuestras ventajas comparativas en el agro y asociarnos con la potencia económica, era un gran desacierto la total dependencia que implicaba dicho modelo al mutilar las enormes posibilidades de acompañar aquel modelo agroimportador con un paralelo despliegue industrial que, por su parte, el Reino Unido tenía muy en claro que debía desalentarse. Esto implicó que la élite gobernante se desligara de la responsabilidad de diversificar la estructura productiva. Esto no sólo hubiese evitado los riesgos de una total dependencia del sistema mundial, sino que hubiera implicado generar ya de base las condiciones materiales para el desarrollo sostenido de una gran Nación. Intereses pecuniarios inmediatos, con excepciones brillantes como la que representaron visionarios como Ernesto Torquinst (quien impulsaba empresas agropecuarias, industriales y financieras), junto a una ceguera ideológica que impedía ver la verdadera implicancia del asunto en próceres como el propio Roca o el mismo Sarmiento. Basta citar un párrafo del mensaje del presidente Roca al Congreso en 1899: “El país debe esforzarse en mejorar en cantidad, calidad y precio la producción que tiene fácil acceso a los mercados extranjeros, absteniéndose de proteger industrias efímeras de irremediable inferioridad, con menoscabo de nuestras grandes y verdaderas industrias -la ganadería y la agricultura-, tan susceptibles todavía de adquirir un inmenso desenvolvimiento”.
Como fiel ejemplo de la élite gobernante, según el análisis crítico de Frigerio, Roca fue un hombre de pensamiento nacional, sin embargo, no comprendió cabalmente cuan amplia debía ser la base económica de la Nación, aun teniendo el ejemplo norteamericano a la vista, pues esto ocurre en el periodo inmediatamente posterior que Estados Unidos había aprovechado sus ventajas competitivas del agro sureño para industrializar y llevar su matriz productiva a un punto cualitativamente superior. Como dijimos, lo hizo con la convicción de sumarse a la revolución industrial vigente, aun teniendo menores capacidades desarrolladas que la potencia dominante, el Reino Unido.
Viene aquí a cuento la anécdota de la visita del presidente Ulysses Grant a Manchester, la ciudad-taller donde los ingleses librecambistas le achacan que promueva con proteccionismo la industria textil en los Estados Unidos en perjuicio de los establecimientos más avanzados. Grant replicó contundente: “Señores, durante siglos, Inglaterra ha usado el proteccionismo, lo ha llevado hasta sus extremos y le ha dado resultado satisfactorios. No hay duda de que a ese sistema debe su actual poderío. Después de esos dos siglos Inglaterra ha creído conveniente adoptar el libre cambio, por considerar que ya la protección no le puede dar nada. Pues bien, señores, mi conocimiento de mi patria me hace creer que dentro de doscientos años, cuando Norteamérica haya obtenido del régimen protector todo cuanto éste pueda darle, adoptará definitivamente el libre cambio”.
Curioso fue que el propio Sarmiento, quien fuera embajador ante la gran potencia del norte, desde donde se inspiró e implementó luego muchas ideas, no pudo asumir que la clave pasaba por diversificar la economía hacia un modelo industrial. De hecho la Argentina Potencia del Centenario no poseía industrias claves, y por ende dependía de importar esos bienes, ya fuera acero, hierro, carbón o petróleo, algo que recién se pudo superar en 1961, durante el gobierno de Frondizi, ahorrando millones de dólares de importaciones y nutriendo a las industrias nacionales de insumos estratégicos.
Aquí se advierte como ocurrió el error histórico y, aun cuando la relevancia entre un país desarrollado o incluso potencia con otros cuyos indicadores de PBI per cápita pueden ser altos, y no se entiende si no se compara adecuadamente. Hacia el 1910, la Argentina se encontraba en un lugar marginado en una etapa de gran innovación global en diversos campos de la ciencia y la industria. En la que era, a entender del presidente Milei la primera potencia mundial, no se desarrollaban avances tecnológicos en las diversas direcciones posibles ni había una camada de científicos y técnicos aplicados a la industria, con notables y escasísimas excepciones, sino que se los traía de Europa y Estados Unidos que, obviamente, no compartían sus últimas novedades.
Por otro lado, los capitales extranjeros, si bien fluían en abundancia y se asentaban con fuerza en sectores muy rentables de la economía, también generaban monopolios, el enemigo acérrimo de cualquier esquema liberal, algo que el neoliberalismo en boga suele omitir.
El desprecio que las clases dirigentes argentinas sintieron por la industrialización se hace evidente en una industria como la frigorífica que no podía ser calificada de “artificial”, que era sumamente posible en la cadena de valor y redituable siendo por lejos la principal industria de exportación. Pero solo el 12% de los frigoríficos eran de capital nacional. “¿Para qué?, si con el campo sobra” era la creencia imperante. Pronto no iba a alcanzar, durante la Primera Guerra Mundial, donde el PBI cayó 20 puntos.
Incluso un eje fundamental para la integración regional de un país tan extenso como es el diseño y control del ferrocarril estaba delegado al interés británico, que no dudó en utilizar las tarifas como herramienta de consolidación del esquema agroimportador castigando las producciones del interior. Así fue que se configuro el país abanico con su centro en la ciudad de Buenos Aires, de espaldas al resto del país y mirando allende los mares donde estaban los intereses del modelo económico. Su esplendor, su fausto no reflejaba al resto de una nación que, por el contrario, con gran dignidad y orgullo de sus raíces coloniales poco tenía en común. Algo que incluso hoy 100 años después sigue siendo evidente.
Dependencia económica y cultural
De alguna manera el modelo propuesto por esta élite tenía una naturaleza simplista y cómoda: a cambio de sus carnes y granos a la Argentina le prestaban dinero, le construían los ferrocarriles, le producían la carne y hasta le proveían de electricidad (todas las empresas eran extranjeras). Nuestra dirigencia no priorizaba nada de eso, delegaba y, sobre todo, omitía su propio proyecto de desarrollo.
Si bien atraer capitales es relevante y condición clave para el despegue del desarrollo (siempre que existan prioridades nacionales), los países desarrollados son los que más acumulación obtienen y el capital así obtenido les permite fortalezas para ganar en la relación de intercambio y en las negociaciones financieras. Otorgan préstamos y exportan bienes elaborados. Mientras aquellas potencias del siglo XIX invertían en nuestro país, la Argentina no solo tenía una muy baja tasa de inversión local, sino que obviamente tampoco invertía en otros países. Es evidente que no nos encontrábamos de ninguna manera en el grupo de países desarrollados. Sin embargo el diagnostico era aún peor.
La gran visión que tuvo aquella generación de integrar este país al mundo como proveedor de materias primas no dio paso a una etapa superior de usar esos ingresos en inversiones estratégicas para transformar la matriz productiva ni valorizar las potencialidades del conjunto del territorio.
Vale enfatizar nuevamente que frente a esta situación hubo valiosas voces, como la ya aclamada de Pellegrini, que exhortaron cambiar el rumbo de un barco que no solo iba a naufragar, sino que ni siquiera se controlaba su timón. Frigerio lo analiza claramente: “Este grupo de hombres, con las armas teóricas de las que disponía y frente a la marea librecambista, propuso la industrialización aun cuando no avanzara en definiciones más complejas sobre la estructura productiva, sobre el papel de la industria pesada, etc. Se les opuso siempre el argumento de la antieconomicidad de la instalación de la industria. Es más barato importar las manufacturas que fabricarlas, se les decía. No se comprendía que ése es el precio que deben pagar los países que desean acceder a un nivel superior de independencia económica, con un aparato productivo plenamente integrado. Lo pagó en su hora Estados Unidos y luego Canadá que integraron sus economías al amparo de la protección industrial. El precio que la Argentina se negó a enfrentar entonces lo ha pagado con creces más tarde en sus crisis que tienen como común denominador la insuficiencia de la estructura productiva”.
Pero como si estos argumentos fueran insuficientes para considerar a la Argentina no ya la primera potencia mundial sino un país que estaba en camino de serlo realmente, en la nota complementaria veremos como en aquellos años la crisis, la especulación, la deuda y la inflación eran no solo manera corriente sino ejes de un modelo del cual hay mucho que aprender y rescatar pero de ninguna manera idealizar.
A la luz de estas cuestiones podemos inferir que aquellos datos reflejados en el proyecto Maddison eran al menos insuficientes para tener una visión completa y sistémica de aquella Argentina. Se trata de indicadores limitados e inexactos para ponderar la relevancia y poderío de las naciones, e incluso de su propia riqueza ya que no se contempla la calidad ni la naturaleza y destino de las mismas dándose la paradoja de una argentina supuestamente rica que no tenía capitales propios para invertir.
Una evaluación crítica de sus virtudes y defectos nos brinda hoy pistas para no volver a equivocarnos, cuando aparece como excluyente, de nuevo, el destino “exportador de materias primas” de la Argentina, con el que se pretende modelar su estructura productiva y restringir su amplitud sociocultural. Hay que exportar sí, pero no debemos olvidarnos de desarrollar e integrar también nuestra propia dinámica económica social como hacen los pueblos que pretenden, ya no solo ser potencias, sino ser una sociedad de bienestar amplio y equitativo. Todo esto sin olvidar el rol del Estado que, como demostró el caso de Estados Unidos, sin cercenar orientó y forjó la estructura productiva, no dejándola nunca a que esta se forje «espontáneamente» al arbitrio de la oferta y la demanda, sino al de los intereses nacionales.
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