Discurso pronunciado por televisión, el 15 de febrero de 1962.

Muchas veces he recurrido a estos grandes instrumentos de información pública que son la radio y la televisión, para dar cuenta al pueblo de la marcha del gobierno y para concitar la colaboración popular en una obra que no podría tener éxito sin la adhesión, la confianza de todos los ar­gentinos. He cumplido así uno de los deberes fundamentales del mandatario en una democracia, es decir el deber de rendir cuentas a su mandante, qué es el pueblo.

Sin embargo, creo que algo falta en esta clase de comunicación oficial del presidente de la República al país. Por fuerza, esa comunicación debe ser impersonal y debe refe­rirse objetivamente a los hechos que documentan la acción de gobierno. Le falta el tono y el sentido familiar con que los ciudadanos comunes comentan y discuten lo que ocurre en su patria. En estos diálogos cotidianos en el hogar, en la oficina y en la calle, el pueblo discurre con ideas e imágenes que no figuran en la literatura oficial. No se habla de doctrinas económicas o políticas, ni se analizan estadísticas o informes técnicos. Se usan conceptos simples y categóricos para juzgar al gobierno y para juzgar a la oposición. Se invoca la experiencia de todos los días, más que las previsiones teóricas. Se habla de lo que se ve, de lo que se palpa, más que de lo que se promete o se proyecta. En una palabra; el pueblo quiere saber si es cierto que el gobierno está «entregando» el país al imperialismo. Si es cierto que el Presidente dice una cosa y hace otra. Si la oposición es constructiva o negativa. El pueblo quiere sa­ber si el país avanza o retrocede; si hay o no hay trabajo para todos; si el sueldo alcanza o no alcanza para vivir, si hay o no hay libertad. Si vivimos en un país soberano o en una colonia. El pueblo quiere saber si realmente se cumplen los planes económicos y si estos son para beneficiar a una minoría o para asegurar el bienestar de todo el pueblo.

El presidente de la República no puede conversar de estas cosas con cada ciudadano, con cada trabajador, con cada ama de casa. Pero el Presidente de la República es también un ciudadano, un hombre común, un argentino más. Y en esta condición simplemente humana querría dialogar con sus ideales, mano a mano. No puede hacerlo físicamente con los veinte millones de argentinos. Por eso me decido a interrumpir brevemente la amable velada en el hogar, en torno del receptor; para conversar como ciudadano, como argentino, como hombre; con todos los que me disculpen la suspensión del concierto; el radioteatro o la canción que escuchaban.

No les voy a hablar de grandes problemas. Simplemente y en una serie de charlas como ésta, que se difundirán, periódicamente, voy a mezclarme en el diálogo que tiene entablado el pueblo desde que asumimos el gobierno.  Voy a recoger las inquietudes de ese diálogo, voy a tratar de explicar sencillamente el porqué de las cosas que esta­mos haciendo juntos, el pueblo y el gobierno. Voy a tratar de desvanecer las dudas de algunos y recoger los ataques otros, con un solo propósito: con el propósito de que el pueblo tenga fe en el esfuerzo que está realizando, tenga la certeza de que su sacrificio no es en vano y de que los argentinos, todos los argentinos, estamos construyendo una nación. Una nación fundada en la libertad y en la dignidad del hombre. La libertad no termina en el dere­cho fundamental de opinar, de votar y de elegir sin trabas a los gobernantes. La dignidad del hombre no es sola­mente una cuestión de conciencia individual. Una nación asegura la libertad y la dignidad de sus habitantes cuando crea las condiciones morales y materiales que la liberan de intereses contrarios a su genuina independencia. Cuan­do crea condiciones morales y materiales que aseguran a todos sus habitantes ocupación plena, salarios dignos, educación, cultura y todos los beneficios de la fabulosa civilización moderna. Esta nación tiene que desarrollar sus recursos, edificar su industria; sanear sus finanzas, fortalecer sus instituciones democráticas y asegurar la paz social.

Por eso, como candidato a la Presidencia, concreté mi programa en esas tres ideas básicas: legalidad, desarrollo, paz social. Estamos por cumplir el cuarto año de gobierno. En estos cuatro años no hemos hecho otra cosa que luchar por afianzar la legalidad, por sentar las bases del desarrollo económico y por crear las condiciones de la paz social. En esta tarea hemos soportado las acusaciones más temerarias. Se nos ha acusado de entreguismo cuando invitamos al capital extranjero para que nos ayudara a desarrollar nuestros propios recursos naturales, en lugar de seguir atados al suministro por vía de la importación de todo lo que teníamos inexplotado en nuestro propio suelo. Se nos ha acusado de violar la legalidad cuando nos vimos forzados a implantar el estado de sitio para defender las instituciones de la República contra conspiradores crónicos, saboteadores y terroristas. Se nos ha acusado de perturbar la paz social y de dictar una ley de asociaciones profesionales calificada de totalitaria, cuando levantamos las intervenciones a los sindicatos, cuando restauramos la democracia gremial y cuando devolvimos la C.G.T. a los trabajadores, sin condiciones y sin la menor injerencia del Estado en la conducción del movimiento obrero.

Se nos ha acusado de dualidad y de maquiavelismo porque se dice que hacemos como gobernantes lo contrario de lo que prometimos como candidatos. Lo cierto es que prom­etimos gobernar con todos los argentinos y se creyó que esto era una falsa promesa para obtener los votos independientes y que, una vez en el gobierno, daríamos el monopolio de la función pública a nuestros correligionarios de la UCRI. Porque cumplimos lo prometido y llamamos a altos cargos en el gabinete y a funciones electivas a hombres de otros partidos e independientes, se dice que hacemos maquiavelismo.

Prometimos desarrollar los ingentes recursos naturales de la Nación para dar bases firmes al agro y a la industria.

Pero se creyó que mantendríamos en el gobierno el esquema anticuado de la economía tradicional de un país que exportaba carne y cereal e importaba combustibles y mi­nerales que teníamos abundantemente en nuestro subsuelo. Porque cumplimos nuera promesa y hemos dejado de comprar petróleo en el exterior y fabricamos tractores, cam­iones y autos en el país se dice que somos «entreguistas» vendidos al imperialismo extranjero.

Prometimos asegurar libertad de enseñanza para que la iniciativa privada se uniera a la acción estatal en la formación masiva de los técnicos y hombres de ciencia que necesita un país en desarrollo. Se dijo que esto era anzuelo para pescar los votos de los católicos y de los empresarios y que una vez en el gobierno mantendríamos el viejo esquema del monopolio estatal de la enseñanza. Porque cumplimos lo prometido y se abren amplias perspectivas al concurso privado en la instrucción del pueblo, dicen que estamos entregados a la Iglesia y a los empresar­ios.

Prometimos levantar las interdicciones y proscripciones que pesaban sobre los ciudadanos y los trabajadores. Se dijo que ésta era una promesa demagógica. Pero dictamos una amplia ley de amnistía y estamos normalizando la vida democrática y otorgando personería legal a todos los par­tidos y gremios que se ajustan a las leyes y se apartan de las prácticas superadas del caudillismo totalitario. Porque cumplimos lo prometido se dice que buscamos pactos y arreglos turbios con los proscriptos del pasado, sin advertir que lo que estamos haciendo es continuar el proceso de reconstrucción democrática para que cuantos acaten la ley puedan participar en la vida política y social argentina.

En síntesis, se nos ataca no porque estemos faltando a nuestra palabra, sino porque la estamos cumpliendo. Si la hubiéramos traicionado tendríamos el aplauso de nues­tros actuales críticos. Porque muchos de estos críticos conciben la legalidad como vehículo mutilado para que go­bierne una minoría que cree tener el monopolio de la democracia. Porque muchos de estos críticos no quieren el desarrollo nacional y quieren en cambio que el país siga dependiendo de los monopolios que nos vendían petróleo extranjero y acero extranjero, y máquinas extranjeras y vehículos extranjeros.

Porque muchos de estos críticos no quieren la paz social fundada en el libre ejercicio de los derechos sindicales y en la activa colaboración de las fuerzas del capital y del trabajo, puesto que prefieren un movimiento obrero digi­tado y sometido por el gobierno y prefieren una clase pa­tronal enfrentada a los trabajadores y hostil a sus legítimas reivindicaciones.

Porque muchos de estos críticos no quieren, en suma, una Argentina soberana y libre, respetada en el concierto internacional, y fiel a su tradición y a sus principios, sino un satélite que marche a la zaga de las políticas dictadas desde afuera.

discurso

Esta es la mentalidad que alienta a los que me acusan de duplicidad, de maquiavelismo y de entrega. Ellos saben muy bien que, con estas acusaciones, con­funden a mucha gente honesta y patriota que ama a su país y daría su sangre para defenderlo de cualquier imperia­lismo. Por eso, como ciudadano, como un argentino más, me propongo terciar en el debate y demostrar que la entrega y la duplicidad son rasgos inequívocos de los que envenenan o pretenden envenenar la mente del pueblo para impedirle que prosiga su lucha por una auténtica liberación nacional, por una democracia sin hijos y entena­dos, por una cooperación fecunda de todos los argentinos, por encima de banderías y sectores, para sacar a la nación del atraso y el estancamiento.

Cuando iniciamos la batalla del petróleo comenzó la campaña que nos acusa de “entreguistas». Voy a referirme especialmente a este tema del petróleo, porque es un ejemplo de todo lo que vino después.

Se dijo que la política petrolera del Presidente era todo lo contrario de lo que había sostenido el ciudadano Frondizi en su libro «Petróleo y Política». Me complace recoger este cargo.  No vacilo en reconocer que la doctrina de dicho libro no corresponde enteramente a la política practicada por mi gobierno En el libro sostuve la necesidad de alcanzar ­el autoabastecimiento del petróleo a través del monopolio estatal.  Era una tesis ideal y sincera. Cuando llegué al gobierno me enfrenté a una realidad que no correspondía a esa postura teórica, por dos razones: primera, porque el Estado no tenía los recursos necesarios para explotar por sí solo nuestro petróleo; y, segundo, porque la inmediata y urgente necesidad de sustituir nuestras importaciones de combustible no dejaba margen de tiempo para esperar que el gobierno reuniera los recursos financieros y técnicos que demandaba una explotación masiva que produjera el autoabastecimiento en dos años. La opción para el ciudadano que ocupaba la presidencia era muy simple: o se aferraba a su postulación teórica de años anteriores y el petróleo seguía durmiendo bajo tierra, o se extraía el petróleo con el auxilio de capital externo para aliviar nuestra balanza de pagos v alimentar adecuadamente a nuestras industrias. En una palabra: o se salvaba el prestigio intelectual del autor de «Petróleo y Política» o se salvaba el país. No vacilé en poner al país por encima del amor propio del escritor. Creo que cualquier argentino en mi lugar hubiera procedido en igual forma, salvo que hubiera sido un político que prefiere cuidar su suerte electoral antes que el bienestar y el progreso de su pueblo. Mantuve el ob­jetivo fundamental que era el autoabastecimiento, pero rectifiqué los medios para llegar a él. No me arrepiento pues de haberme rectificado en los medios para lograrlo. Al con­trario, me siento plenamente satisfecho de haber tenido el valor de hacerlo y de firmar convenios que han significado el autoabastecimiento del petróleo en menos de tres años. Así en 1958 la producción fue de 5.600.000 metros cúbicos y en 1961 de 13.400.000 metros cúbicos.

El pueblo argentino no entregó su petróleo al extranjero. La Ley Nacional de Hidrocarburos, que sancionó el Congreso en 1958 por iniciativa del Presidente de la Nación, reserva para la Nación argentina la propiedad exclu­siva de sus recursos energéticos, o sea el petróleo, la hidroelectricidad, el carbón, etc. Pero recurrimos al capital extranjero para concertar contratos de extracción de petróleo que los contratistas entregan a Y.P.F. El petróleo sigue siendo nuestro, y además no lo tenemos escondido a centenares de metros debajo del suelo, sino que lo tenemos en las destilerías y en los oleoductos que alimentan a nues­tro campo y a nuestra industria. Extraer este petróleo argentino con capitales nacionales y extranjeros nos cuesta más barato que el que importábamos del exterior y más barato que el que sacaba Y.P.F. con sus propios recursos. Además, extraer nuestro propio petróleo significa que ahorramos más de 200 millones de dólares anuales que girá­bamos al exterior para pagar el petróleo que importábamos, y podemos dedicar esos millones de dólares a comprar bie­nes que el país no produce. Significa trabajo para obreros y técnicos argentinos. Significa el ingreso al país de capi­tales y maquinarias que no teníamos. Significa que, en caso de guerra mundial, no dependeremos de la importac­ión que suele interrumpirse o encarecerse en una confla­gración internacional. Significa, en suma, que consumimos nuestro petróleo y que empezamos a exportarlo. Sig­nifica que exportamos nafta y gas a otros países y que a cambio de esa nafta y ese gas, podemos comprar en el exterior otros productos que no existen en el país. Es decir, que tenemos más riqueza, más trabajo para nuestros traba­jadores y sobre todo más soberanía efectiva.

Los que nos acusan de «entreguistas» dicen que no hay mérito alguno en pagar los contratistas extranjeros por petróleo que es nuestro. Se les debe contestar que nada es nuestro si está enterrado bajo el suelo. Es nuestro cuando sale a la superficie. Los peces del mar no son nuestros hasta que no los pescamos. El pez comienza a riqueza cuando se convierte en pescado. El petróleo comienza a ser riqueza cuando surge del pozo, lo trans­portamos, lo destilamos y lo quemamos en las fábricas o cocinas de nuestros hogares.

Hoy tenemos petróleo y gas para mover nuestros tractores y nuestras máquinas y vendemos gas en garrafas al ama de casa de Jujuy y de Córdoba y de todas las ciudades y los campos de la República.

No hay, pues, tal entrega de la soberanía nacional. Al contrario, fortalecemos nuestra soberanía cuando dejamos de estar librados a la provisión de petróleo extranjero y no corremos el riesgo de paralizar nuestro agro, nuestra industria y nuestro transporte si sobreviene una crisis bé­lica internacional, como la pasada crisis del Canal de Suez, que elevó enormemente el precio del petróleo.

He de hablar de muchos otros temas en estas conversa­ciones que seguiré manteniendo con ustedes periódica­mente. Entretanto, quiero que piensen en el. enorme esfuerzo que han debido hacer ustedes mismos para sacar al país de la bancarrota en que lo encontramos el 1° de mayo de 1958. Debíamos más de mil millones de dólares al exte­rior, no teníamos cómo pagarlos, los planteles de nuestra ganadería estaban reducidos al mínimo, la industria y los transportes paralizados por falta de material de reposición, no teníamos posibilidad de recurrir al crédito exterior, la familia argentina dividida por el rencor político, el movi­miento obrero disperso e intervenido y los empresarios descapitalizados.

Era más fácil hacer demagogia, repartir lo que no te­níamos, seguir endeudando a la Nación, y decir, como aquel monarca absolutista: «después de mí, el diluvio». Entonces nadie nos hubiera acusado de entreguismo y du­plicidad, porque los gobiernos que no hacen nada no pro­vocan resistencias ni merecen que se los critique.

Resolvimos hacer, porque el pueblo nos eligió para eje­cutar un programa que expusimos claramente y sin rodeos. No aceptamos la provocación de los políticos golpistas y de los dirigentes sindicales convertidos en agentes del motín, y aplicamos la ley para defender el orden, sin excedernos en la ejecución de esas medidas de seguridad y sin interrumpir el proceso democrático, que se expresa en eleccio­nes absolutamente libres y correctas.

Fuimos acusados de maquiavelismo y entreguismo por los extremistas de todas las tendencias, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, que coinciden como siempre cuando el pueblo gobierna y cuando el gobierno defiende los intereses del pueblo.

Pero el pueblo no se deja confundir. Prefiere un go­bierno que haga obra positiva aunque tenga que desafiar los prejuicios, los lemas grados de todo extremismo y la concepción interesada del los políticos que quieren una democracia cortada a su meda.

Para este pueblo que tiene confianza en sí mismo y que comienza a palpar los frutos de su esfuerzo, he hablado hoy y lo volveré a hacer próximamente.

Arturo Frondizi