*) Por Tomas Abraham.
La educación se ha convertido en una excusa para llevar a cabo una predicación. Educar es un tema pastoral tanto para laicos como para religiosos. Todos están de acuerdo en la “importancia” de la educación. Los funcionarios del Gobierno dicen que invierten el seis por ciento del PBI en el sector y que construyeron setecientas escuelas. Sin embargo, los informes que se puede leer sobre el estado de la cuestión son negativos, por no decir desastrosos.
Pero más allá de los números, quisiera referirme a la ideología dominante que nutre tanto las políticas educativas que ya se han concretado como las que se promete realizar de aquí en más.
Por lo tanto, no me referiré a la lucha de muchos docentes por mejorar la calidad educativa, de la que sabemos poco porque no tienen voz ni presencia en los medios de comunicación.
El eje del pensamiento educativo prevaleciente, que no sólo se limita a las ideas que al respecto tiene el Gobierno sino que abarca a una buena parte del espectro cultural y político, es el de inclusión-selección. Por eso se llega a la conclusión de que si la deserción en la escuela secundaria llega al cuarenta por ciento es porque no se han encontrado aún los medios para aplicar políticas más inclusivas. Si se compara esta escuela con la de hace décadas, se dice que aquélla era para pocos y ésta quiere ser para todos.
Sin embargo, es absurdo discutir si queremos o no queremos una educación para todos. Con ese nivel de retórica y de moralina no llegamos a ninguna parte. Aun el más malthusiano de los hombres jamás confesará que quiere una educación de elite para pocos y que el resto de los mortales se las arregle como pueda. Todos queremos todo pero primero hay que hacer algo.
La escuela media pública no sólo no es inclusiva sino que es expulsiva. Quienes tienen poder adquisitivo huyen a la enseñanza privada, que no siempre garantiza la buscada excelencia, y los que no lo hacen desertan. Las cifras son elocuentes.
Pero tampoco tiene sentido meter una queja más en el país del lamento ni creer que sólo se trata de retener menores en el aula. Educar no es compadecer. ¡Pobrecitos los chicos!, se conduelen los pedagogos. ¡Pobrecitos los pobres!, comunican los científicos sociales. ¡Qué injusta es la falta de justicia!, dicen los políticos. Los chicos no son pobrecitos como quieren nuestros progresistas, que deberían saber que la dignidad de los maestros depende también de una preparación exigente y no sólo de la conmiseración por sus queridas víctimas. Los chicos tampoco son probables asesinos cuando así conviene formatearlos para las entregas periódicas de dosis de venganza. Son seres humanos de corta edad que deben estudiar. Sí, estudiar. Lo que quiere decir aprender.
Y para aprender hay que estudiar. Y estudiar duele. Y no será la primera vez que ciertos dolores son muy lindos, dan grandes recompensas, son esfuerzos alegres. El querer elaborar políticas educativas indoloras porque la vida ya es muy dura, insípidas porque el día a día ya tiene un sabor amargo, toda esta vía de autocompasión y miserabilismo, la energía volcada para aplanar lo que sobresalga, excluir al diferente, ¡sí, al diferente!, no al que no es igual por su sexualidad, su color de piel o su género, la moda ya los protege, sino al que quiere estudiar, quien desea aprender, los docentes que aún se entusiasman con enseñar, los que son curiosos y se quieren enterar de lo que pasa más allá de sus narices, quienes quieren progresar –palabra expulsada de lo políticamente correcto–, todos estos diferentes también tienen el derecho de tener su lugar en el mundo.
¡Qué feo es ser resultadista!, exclaman los democráticos que anuncian que todos merecen diez por venir a la escuela, y el que quiera destacarse debe recordar que si no hay diez para todos antes que nada se debe ser solidario y sacarse un seis para que todos tengan algunos puntos.
A nadie le dará ganas de estudiar con esta protección que hace de los docentes enfermeros y de los alumnos enfermos. Una persona pobre no está enferma. Tiene capacidades para desarrollar, ganas de hacer, es curiosa, inquieta, hablo de niños, adolescentes y adultos. Todo lo que necesitan es aprender y que nadie les refuerce la idea de que de todos modos no tienen futuro. La crisis actual tiene que ver con la idea de que nada en el futuro será distinto al presente. El nada vale la pena es un mensaje transgeneracional.
¿Por qué no se difunden en los medios de comunicación los trabajos que hacen numerosos docentes que luchan contra todo tipo de adversidades para que los alumnos no abandonen la escuela y sólo se comunican los pedidos de las gremiales de más presupuesto, más salario y más recursos edilicios bajo amenaza de paro?
Existen las llamadas nuevas tecnologías. Son maravillosas. No hace falta que acuda nuevamente el severo preceptor para que nos amoneste con su puntero y nos diga que Google no alcanza. Nada alcanza y menos cuando no se nos ocurre nada. Ya sabemos que cursar once materias por año y recitar: Sócrates, Everest, Paso de los Patos, cotiledóneas, isobaras, Hipólito Yrigoyen y sulfuro de banana no es lo mejor. Pero ninguna innovación servirá para nada con esta ideología que sólo protege el estancamiento y la impotencia.
No se trata de justificar las dificultades con la situación social que viven vastos sectores de la población. Se trata de hacer cosas en donde se puede. Indudablemente, un chico que viene de un hogar que no es hogar, sin familia integrada, madres golpeadas, barrio de paco, enfermedades sin atender, no tiene un problema educativo sino vital, pero el setenta por ciento de la población sí tiene un problema educativo y no sólo lo tienen los menores.
Tampoco es un argumento decir que en todo el mundo pasa lo mismo porque en ningún lado pasa lo mismo. Pueden existir situaciones que parecen semejantes pero el grado de desatención, estancamiento o atraso varía, y mucho. Este asunto no se soluciona con más sermones de ciudadanía, espíritu de grupo y consignas de neomarxismos baratos vendidos en posgrados no tan baratos o folletos del marketing gerencial para una entelequia global. La formación docente ha insumido recursos fiscales o del exterior con programas envasados que la mayoría de las veces sirven para un fin de semana con todo pago y un poco de cultura general.
Una golondrina no hace verano, dijo el poeta. Siempre se puede citar casos de maestros abnegados y de otros que por su esfuerzo solitario requieren asistencia para lograr sus objetivos. Y también se puede publicar una estadística de un ausentismo fuera de todo control que desvía fondos que muchos necesitan.
A la inteligencia hay que generarla. Estudiar es pensar. Pensar es aprender a enfrentar obstáculos. Estudiar implica una exigencia que no es natural, se adquiere. Es una cuestión de hábito. Necesita disciplina, paciencia y concentración. No se reduce a un deseo de creatividad, de practicar artes múltiples, jugar a volar como angelitos y otras reliquias de una puericultura lírica que no son más que síntomas de la derrota educativa. Estudiar es un trabajo. Enseñar también.
Tomas Abraham
Filósofo
Fuente: Perfil.com
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