Las sanciones pasaron a ser una medida habitual que las grandes potencias (en especial los EEUU) aplican a aquellos países que buscan castigar. Solos o junto a sus aliados, aplican sanciones que en principio buscan torcer la voluntad del país objetivo. Es una medida que no cuesta vidas propias y que parece prometer los objetivos trazados.
¿Es esto así? Bueno, no tanto. En primer lugar la experiencia enseña que las sanciones (llámense bloqueos, embargos o de otra forma) ofrece al régimen objeto de las mismas un gran chivo expiatorio frente a sus poblaciones locales. El deterioro en las condiciones de vida que sufre la gente se adjudica a una acción de un enemigo desde el exterior generando más empatía con el conflicto bélico. Estas medidas generan que el régimen sancionado pueda justificar su accionar e instaurar períodos de excepción en los que aumenta el poder represivo sobre su población.
Asimismo, los líderes de los países sancionados siempre escapan al alcance de las sanciones. Ellos siempre tienen los medios para sostener sus niveles de vida, a costa de su pueblo. Existen infinidad de canales informales e ilegales para seguir accediendo a bienes y servicios pese a las sanciones. Hay algo que Occidente no puede terminar de comprender: los líderes de regímenes autocráticos no dudan en seguir sus políticas pese al costo en calidad de vida (y hasta en vidas propiamente dichas) de sus poblaciones.
Los más de 60 años de sanciones estadounidenses a Cuba nos enseña que estas no funcionan para lograr cambios sustanciales y que son más bien contraproducentes. Podemos citar también los más recientes casos de Irán y Corea del Norte. Sí sirven principalmente para consumo doméstico del país sancionador, demostrando que se preocupan por la situación en otros países y que actúan en consecuencia, sin comprometer vidas propias en una acción armada.
¿Qué sucede con las sanciones actuales a Rusia?
Si la idea es que Rusia abandone su invasión a Ucrania vía sanciones esto es de imposible consecución. Por supuesto que se genera un gran daño económico a Moscú, pero al mismo tiempo se lo aleja de Occidente. Un caso simbólico es de la cadena norteamericana McDonald’s que anunció el martes su decisión de cerrar temporalmente sus 850 restaurantes en Rusia y suspender todas sus operaciones en el país, algo que también hicieron muchas firmas internacionales como Starbucks. Sin embargo, estas medidas, como la suspensión de las tarjetas de crédito internacionales, genera descontento en la población que es aprovechada por el Kremlim como propaganda contra Occidente. Al fin de cuentas lo que puede terminar favoreciendo es que Rusia se radicalice y se quemen internamente los pocos puentes (y elementos de presión) que se puedan tener sobre ella.
Si el objetivo es reducir la economía rusa empobreciéndola, de manera de hacer mucho más difícil cualquier política exterior activa y aventura militar, el panorama es muy distinto. La fuente de divisas más grande de Rusia es la venta de energía a la Unión Europea. Dañar o reducir dichas exportaciones, que fueron las bases sobre las que Putin fortaleció a Rusia sí supondrían un cambio radical. Sin embargo, lograr ello al corto plazo es totalmente imposible ya que los europeos dependen enormemente del petróleo y el gas rusos. Bruselas anunció que buscará importar 2/3 menos de energía rusa, pero esto solo podrá lograrse a mediano y largo plazo.
Mientras tanto, que los moscovitas no puedan comer en McDonald’s o los habitantes de Siberia tomar Coca-Cola muy difícilmente hará que los tanques rusos se retiren de Ucrania.