*)Por Felix Luna.

Artículo publicado en el diario la Nación al cumplirse el 50º aniversario del célebre discurso de Radio Belgrano con el título de «A 50 años de un discurso histórico».


Hace medio siglo, el 27 de julio de 1955, a las 21.30, Radio Belgrano irradió por primera vez en diez años una voz opositora. Quien hablaba era el presidente del comité nacional de la Unión Cívica Radical, doctor Arturo Frondizi. Fue un discurso de gran significación histórica por su contenido y repercusión, y sacudió tanto a la opinión pública como al gobierno de Perón.

La manera como Perón demolió su propio poder es un proceso digno de análisis. A fines de 1954 la hegemonía del líder justicialista era incontrastable. Contaba con un masivo apoyo popular, el respaldo del movimiento obrero organizado, el sostén de las Fuerzas Armadas. El aparato de información y propaganda que había montado era perfecto: sólo un par de diarios nacionales podía considerarse independiente y todas las radios del país formaban parte de una cadena abrumadora.

El deporte, la educación, los industriales, los distintos cuerpos sociales se alineaban en esa «comunidad organizada» con la que Perón había soñado desde sus comienzos políticos.

La oposición, asfixiada y sensible a las hostilidades que recibía, con escasísima representación parlamentaria en virtud de una mañosa ley electoral y sin acceso a ningún medio de difusión, se encontraba inerme. A fines de 1954, Perón podía mirar con satisfacción la realidad que había prolijamente repujado. La economía, aunque ahora crecía con la pujanza de los años de posguerra, todavía no presentaba motivos de alarma y Perón propiciaba una concesión a la Standard Oil sobre la mitad del territorio de Santa Cruz a fin de paliar la escasez de combustible líquido.

Fue precisamente en ese momento de triunfo total, en noviembre de 1954, cuando Perón lanzó un inesperado ataque contra la Iglesia Católica. Después del primer desconcierto, quedó claro que el líder justicialista había entregado a sus opositores una formidable trinchera de combate. La Iglesia, un cuerpo tan jerárquico, tan organizado y por momentos tan eficaz operativamente como el Ejército, animado además por la fuerza de su fe, se había convertido en el catalizador de todo el arco opositor, desde los partidos políticos hasta el estudiantado, desde la clase media y los pequeños productores rurales hasta los intelectuales.

En el contexto de este enfrentamiento, el 16 de junio se había perpetrado un brutal ataque aéreo contra la Casa Rosada y una sublevación de marinos y aeronáuticos que estuvo mal planeada y fue mal ejecutada. Se frustró rápidamente, pero los centenares de muertos de la Plaza de Mayo impusieron en la ciudad una atmósfera luctuosa. Esa misma noche, grupos que actuaron con total impunidad atacaron e incendiaron la Curia y las iglesias de San Francisco, Santo Domingo, San Ignacio, la Merced y otras menos céntricas. ¡Dios mío, qué enferma estaría mi patria para llegar a estos extremos de violencia!

Por qué Perón, en la cumbre de su poder, inició esta lucha demencial, nadie lo sabrá. Tampoco sabrá nadie por qué Perón, después de las llamaradas del 16 de junio, en vez de aprovechar su triunfo optó por ofrecer inesperadamente un ramo de olivo a sus enemigos y al país entero.

UNA PACIFICACIÓN IMPOSIBLE

En efecto, el 5 y el 15 de julio, en sendos discursos, Perón habló de pacificación.

Reconoció que durante su gobierno se habían restringido «algunas libertades», anunció que dejaba de ser el jefe de una revolución «para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios». Absolvió a los partidos opositores de toda participación en el golpe aeronaval. Al mismo tiempo cesó en los diarios oficialistas la campaña anticlerical, muchos presos políticos fueron liberados y se desprendió de sus colaboradores más detestados, Raúl Apold (secretario de Prensa), Angel Borlenghi (ministro del Interior), Armando Méndez de San Martín (ministro de Educación) y el consejo superior del partido peronista presidido por el almirante Alberto Tesaire.

Parecía que soplaba sobre el país un vientito fresco de conciliación porque, ¡oh, milagro!, trascendió que algunos dirigentes podrían hablar por radio, un hecho absolutamente insólito en el régimen peronista. El primero que usaría el micrófono sería, como era lógico, el presidente de la principal fuerza opositora, la Unión Cívica Radical.

Arturo Frondizi pasaba por su mejor momento. A los 47 años, estaba en la plenitud de sus facultades. Había sido un brillante diputado, el más importante del legendario «Bloque de los 44», y desde el año anterior presidía el Comité Nacional de su partido, no sin la resistencia de algunos correligionarios que lo acusaban de frío, maquiavelista y cripto-marxista, pero reconocían su inteligencia y capacidad política. Para quienes lo frecuentaban, Frondizi era un paradigma raramente visto en el escenario de la política argentina: un intelectual con aire de académico, pero, a la vez, un dirigente que disponía de toda la información posible y conocía a fondo los entresijos de la política partidaria y nacional.

La posibilidad de dirigirse al país entero por la radio, ese instrumento que Perón usaba admirablemente, fue cazada al vuelo por Frondizi. Días antes había dado indicaciones a su cercano colaborador Nicolás Babini para redactar un borrador cuyo texto hizo pasar, en el mayor de los secretos, a algunos de sus íntimos; entre ellos, Héctor Noblía y Julio Oyhanarte: este último fue quien agregó al borrador esa frase que restallaría como un latigazo cuando, refiriéndose a la proyectada concesión a la Standard Oil, la definió como «una ancha franja colonial cuya sola presencia sería como la marca física del vasallaje».

El 26 de julio se rindió homenaje a Evita en el tercer aniversario de su fallecimiento. Fue un recuerdo muy sobrio: ningún acto multitudinario, sólo una ofrenda floral depositada por su viudo en el hall de la CGT. La módica recordación fue indudablemente superada por la noticia que trajeron los diarios de esa fecha: al día siguiente hablaría Frondizi por Radio Belgrano.

Sería el primer hecho concreto de la proclamada pacificación. Pero la tragedia era que nadie creía en ella. Para Perón era sólo un intervalo para reacomodar sus fuerzas antes de asestar el golpe definitivo a sus enemigos. Para la oposición, que no creía en nada de lo que dijera el líder justicialista, la pacificación era sólo una oportunidad que habría de aprovechar para demostrar al país que estaba viva. No tenían motivos para guardarle la menor piedad puesto que no habían recibido de Perón más que hostilidades y persecuciones…

Ese día, poco antes de las 21.30, Frondizi, acompañado por unos pocos amigos, llegó al estudio de Radio Belgrano, que en ese entonces se encontraba en Ayacucho y Posadas.

En Buenos Aires se notaba una disminución del tránsito y había poca gente en la calle, como suele ocurrir cuando se va a transmitir un gran partido. Pero el fenómeno también sucedía en el resto del país. En Posadas, por ejemplo, la paralización de las actividades fue total. Es que la «Red Azul y Blanca de Emisoras Argentinas» llegaba a los puntos más remotos del país.

Hubo un momento de tensión minutos antes de que el orador comenzara, porque apareció en el estudio un coronel del SIDE (el aborrecido Servicio de Informaciones del Estado) anunciando que se encargaría de fiscalizar que lo que se dijera se correspondía con el texto escrito del discurso. En realidad, las palabras de Frondizi se grabarían y luego se retransmitirían con diez segundos de retraso.

Señalemos que, posteriormente, Alfredo Palacios habría de rechazar esta novedosa forma de censura y, en consecuencia, no pudo irradiar su mensaje. El dirigente radical, en cambio, hizo caso omiso de la interferencia porque era demasiado apetecible la oportunidad para perderla por una formalidad molesta pero irrelevante.

Y Frondizi habló. Los que lo escucharon aquella noche seguramente no habrán olvidado la voz abaritonada del dirigente radical, su impecable dicción, el fraseo redondo y neto de sus períodos. De por sí, el mensaje de Frondizi marcaba una diferencia abismal con el rutinario discurso del oficialismo, de vuelo bajo, escaso en ideas y monótono en la reiteración de consignas cada vez más vacías de contenido.

Pero no fue solamente una pieza oratoria excepcional por su forma. El mensaje planteaba serenamente las condiciones que requería una auténtica pacificación, negaba cualquier sospecha de odio o revancha, pedía una amnistía amplia y la derogación del «estado de guerra interno». Rechazaba la concesión de la Standard Oil y esbozaba líneas de política económica, social e internacional. Todo esto, sin agravios ni acusaciones, en un tono levantado, superior. En la errática locura de esos meses, el discurso de Frondizi aportaba un elemento de racionalidad, de cordura política.

Duró sólo media hora. Cuando Frondizi salió del estudio, hubo pañuelos saludando, desde los balcones, una multitud se había congregado a lo largo de la calle Posadas y bocinas triunfales sonaban en todo el país.

Fue el discurso de un estadista exponiendo su plan de gobierno. Esa noche quedaron en claro varias cosas. La primera, implícita: la pacificación era imposible mientras estuviera Perón. Otra: un gran partido estaba aguaitando el relevo, como un cazador que ha olido sangre y tiene a la presa en su mira. Una gran alternativa se abría ahora. Pocas veces el verbo tuvo una repercusión tan honda en la vida argentina.

Lo que vino después es sabido. La farsa de la renuncia de Perón el 31 de agosto siguiente, su desmelenado discurso de «cuando caiga uno de los nuestros caerán cinco de ellos», el ofrecimiento de armar la CGT que en la imaginación colectiva remitió a las milicias obreras de la Guerra Civil española.

Antes que pasaran dos meses del discurso de Frondizi, Perón se asilaba en la embajada del Paraguay y otro ciclo se abría en la Argentina.

Fuente: La Nación