La exclusión de las mujeres de la sociedad política existe desde la constitución de las democracias modernas. Se produjo a la luz del pensamiento ilustrado que hizo eclosión en la Revolución Francesa, donde se pregonaba por el principio de la igualdad, al mismo tiempo que se constituía una sociedad que daba el privilegio del ejercicio del poder a los hombres como si fuera un mandato de la naturaleza.
Esto fue advertido por los primeros movimientos sociales prefeministas. Y quedó registrado en la que se considera la obra fundacional del feminismo: Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, publicado en 1792. También en Memorial de agravios, donde Celia Amorós recopila los primeros escritos que denunciaban la situación de las mujeres. En los libros de quejas de 1789 también quedaron plasmados los testimonios de las mujeres excluidas de la Asamblea Nacional Francesa que proclamó los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Ellas abogaban ya entonces por el derecho a la educación de las mujeres, al trabajo, a los derechos matrimoniales, los derechos respecto a los hijos y el derecho al voto. Medio siglo después,en 1848, en Nueva York, un grupo de mujeres y hombres firmó la llamada Declaración de Sentimientos, que tenía como objetivo la organización de las luchas para conquistar los derechos arrebatados a la mujer; entre ellos: el voto.
La primera ola del feminismo nació en torno a la lucha por el derecho al sufragio. El primer Estado que aprobó la ley de voto femenino fue Reino Unido, en 1917, tras 2.588 presentaciones. Desde entonces, la norma se replicó en el resto del mundo. En Argentina fue aprobada recién en 1947: se habían presentado antes 25 proyectos en el Congreso.
Desde ese momento, se reconoce a las mujeres argentinas el derecho al sufragio activo y pasivo, y también a ser elegidas para cargos públicos. Pero aparecieron diferencias entre lo que reconocía la ley y la posibilidad de ejercer en forma efectiva esos derechos. Ante la baja participación y representación de las mujeres en la política, se tomaron medidas para fomentar una ciudadanía diferenciada. La ley 24.012 de 1991 estableció que al menos el 30% de las personas que conformaran las listas de candidatos al Congreso debían ser mujeres. La llamada «ley de cupo” fue un avance importante y se tradujo en una mayor presencia femenina en el Congreso de la Nación. El aumento se notó rápido en la Cámara de Diputados, donde se instrumentó la norma por primera vez en las elecciones de 1993. Las diputadas pasaron de representar un 5% en 1992 a un 14% en 1994; el 38% del cuerpo está hoy compuesto por mujeres. En el Senado se implementó en 2001 y la representación pasó del 3% en 2000 a cerca del 40% en 2014.
Pero lo que en un inicio fue un impulso, con el tiempo mostró sus límites. En la práctica, el 30% se convirtió en un techo de participación femenina, más que en un cupo mínimo. En 2017 se aprobó la ley 27.412, de «paridad de género en ámbitos de representación política». La nueva norma dejó sin efecto el cupo femenino y estableció que las listas de candidatos al Congreso de la Nación y el Parlamento del Mercosur deben estar conformadas ubicando de manera intercalada mujeres y varones desde la primera candidatura titular hasta la última suplente.
La ley también obliga a los partidos políticos a adaptar sus cartas orgánicas para que respeten la paridad de género, sin necesidad de cumplimiento estricto del principio de alternancia. Esto significa que tanto las listas de elecciones de autoridades partidarias como los organismos de conducción deben respetar la paridad. Su incumplimiento es causal de caducidad del partido, previa intimación a las autoridades para ajustarse a la ley.
La base legal de estas leyes es el artículo 37 de la Constitución Nacional, que establece que «la igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres para el acceso a cargos y partidarios se garantizará por acciones positivas en la regulación de los partidos políticos y en el régimen electoral». También se fundamentan en el inciso 23 del artículo 75, que ordena al Congreso Nacional legislar en este sentido. Además, se sustentan en la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (CEDAW), que tiene jerarquía constitucional.
El camino de la democracia partidaria: combatiendo la violencia pública
Las leyes de cupo y paridad pueden ayudar a incrementar la participación de las mujeres en el ámbito político, pero no son suficientes. Se deben realizar mayores esfuerzos para alcanzar una democracia paritaria. La democracia paritaria es un modelo de democracia integral que convoca a un nuevo contrato social basado en el reequilibrio entre los géneros, con responsabilidades compartidas entre la familia, el Estado, la sociedad y las empresas.
La participación política de las mujeres está muy alejada del objetivo de la paridad efectiva, ya que persisten factores estructurales que la impiden o limitan . En la toma de decisiones sobre el futuro de las sociedades, las mujeres tienen un menor protagonismo que los hombres.
Nos será muy difícil alcanzar este modelo de democracia si se sigue naturalizando, aceptando y no combatiendo la violencia política hacia las mujeres (2). Este tipo de violencia se ve, por ejemplo, cuando se producen agresiones físicas a las mujeres por participar en política, que pueden incluso llegar a la muerte. O cuando se acosa sexualmente o se realizan proposiciones indeseadas que influyen en las aspiraciones políticas de las mujeres, o que condicionan el ambiente donde desarrolla su actividad pública. O cuando se la amenaza o intimida en cualquier forma a ella o a su familia con el fin de disuadirla de participar o forzar su renuncia a un cargo en ejercicio o una postulación. O cuando se restringe o anula el derecho al voto libre o secreto de las mujeres. O cuando se difama, calumnia, injuria o denigra a las mujeres en ejercicio de funciones públicas con base en estereotipos de género y con el objetivo de menoscabar su imagen pública. En todos estos casos, el origen de la violencia es el hecho de ser mujer y participar en política, como lo subraya el apartado IV, la Ley Modelo Interamericana sobre Violencia Política contra las Mujeres.
En la región, el único país que adoptó medidas específicas contra la violencia y acoso de género por razón política es Bolivia, a través de la ley 243 del año 2012. Se la reconoce como una norma pionera en el mundo y fue impulsada por la Asociación de Concejalas Boliviana.
En Argentina, este tipo de violencia está contemplada en la ley 26.485 de 2009. La norma tiene por objetivo la protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollan sus relaciones interpersonales. En su artículo 6, reconoce la violencia institucional como aquella realizada por profesionales, personal y agentes pertenecientes a cualquier órgano, ente o institución pública, que tenga como fin retardar, obstaculizar o impedir que las mujeres tengan acceso a las políticas públicas y ejerzan los derechos previstos en esta ley. Quedan comprendidas, además, las que se ejercen en los partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, deportivas y de la sociedad civil. Para brindar una protección adecuada es necesario tener una ley específica que diferencie la violencia institucional en general de la violencia política contra las mujeres.
La mayor visibilidad de violencia política está vinculada con el aumento de la participación política de las mujeres. A mayor participación, mayor violencia y discriminación. Está situación aparece ligada al logro de la paridad y al acceso de mujeres a ámbitos que tradicionalmente fueron masculinos. Son una respuesta a un tipo de adoctrinamiento patriarcal propio de nuestra cultura. Al existir en la sociedad una tolerancia hacia la violencia contra las mujeres, en este caso política, se obstaculiza la elaboración y aplicación de políticas para erradicar el problema.
El compromiso de los partidos con el feminismo es una política de desarrollo
Avanzar hacia una democracia paritaria supone un paso más al simple incremento en el número de legisladoras. Se necesita un compromiso interpartidario e intersectorial para trasnformarlo en una política inclusiva y de desarrollo. Los partidos políticos son instituciones fundamentales del sistema democrático y tienen la competencia exclusiva para definir las candidaturas para los cargos públicos electivos. Por eso son instrumentos necesarios para integrar a más mujeres a las esferas de la decisión. Y por eso es necesario su compromiso con el feminismo.
Es muy claro el mensaje que emitió la Corte Suprema en el caso «Partido Obrero» de 1962: «De lo que los partidos sean depende en gran medida lo que ha de ser, en los hechos, la democracia del país en que actúan». En esa línea, es clave, si aspiramos a ser una sociedad equitativa, que los partidos asuman su responsabilidad con al igualdad de género. Es un punto de partida que se incorpore la paridad en sus cartas orgánicas y en sus órganos internos, tal como lo requiere la ley 27.412. Pero se debe continuar con una verdadera transformación, hacia un modelo paritario en las relaciones y dinámica del poder de los partidos y organizaciones políticas. Y también adoptar medidas para prevenir, sancionar y erradicar el acoso político contra las mujeres que acceden a puestos de decisión por vía electoral o por designación, tal como se especificó en el Consenso de Quito, a fin de, terminar con la lógica patriarcal que tiende a obstaculizar y restringir el acceso de las mujeres a los cargos de representación ciudadana. Los partidos deben visibilizar y desnaturalizar las expresiones de violencia de género asociadas a la dinámica política, desarrollando actividades de capacitación con perspectiva de género a sus afiliados. En este sentido están avanzando muchos partidos interesados en las satisfacer las necesidades sociales actuales.
Los partidos políticos son instrumentos determinantes de un sistema democrático para promover transformaciones en la sociedad, por lo que deben enfocar su actividad pública en el sentido de buscar una igualdad sustancial de géneros, a fin de alcanzar un mayor grado de justicia social. Para tener una democracia paritaria se necesita un cambio cultural en la lógica machista de hacer política y no puede lograrse sin que los partidos se comprometan en enfocar su actividad con perspectiva de género. La política argentina necesita un compromiso partidario feminista y desarrollista.