salud
Un médico realiza un hisopado para detectar la presencia de coronavirus. / argentina.gob.ar

La necesidad de cambios profundos en la sociedad argentina no escapa a nadie, pero los distintos gobiernos y expresiones políticas comparten la impotencia para efectuarlos. Se limitan, en el mejor de los casos, a administrar el presente estado de cosas, en lugar de gestionar su transformación hacia el futuro.

Efectivamente, evitar que el dólar se dispare y contener el desborde social son objetivos de máxima. En cambio, transformar el aparato productivo, crear puestos de trabajo, revolucionar la educación y la formación profesional, modernizar el sistema de administración pública, transparentar el sistema judicial y reformar el marasmo del sistema de salud, son poco más que buenos deseos, y no agendas de trabajo político. Ni siquiera fueron eslóganes de campaña electoral. Todo se reduce a «escuchar a la gente», «volver a ser felices» o vociferar sustantivos abstractos.

Cuando hubo propuestas de reforma (sanitaria, judicial) terminaron cajoneadas antes de empezar frente al veto cruzado y la falta de acuerdos. Tenemos una sociedad civil intensa y demandante pero anestesiada o domesticada frente a los grandes condicionamientos; corporaciones reticentes al cambio que buscan acomodarse frente a la adversidad más que adaptarse creativamente involucrándose con transformaciones conjuntas de fondo. Por último, una pobreza estructural sedimentada en décadas, que deja en el archivo histórico a la sociedad de estándares más parecidos a países desarrollados que a los vecinos latinoamericanos.

¿Cómo romper con este estancamiento? El cambio social requiere del encuentro de la ciudadanía con una dirigencia que la escuche, pero que no la obedezca ciegamente. Que la lidere pero que no la arree. Que no le diga lo que quiere escuchar, sino que la convenza de hacer lo que necesita ser hecho. Que en definitiva interprete las necesidades y que no se haga eco de sus demandas.

Reconocer y detallar la necesidad, las falencias, negligencias y errores, debe ser el puntapié inicial para trazar un plan de recomposición. En medicina, necesitamos un plan de formación y capacitación a lo largo y ancho del país, que surja del trabajo combinado del Consejo Federal de Salud y del Consejo Federal de Educación, con énfasis en la Secretaría de Políticas Universitarias, y la colaboración de los colegios y sindicatos médicos.

Necesitamos transformar las estructuras de formación, atención y gestión sanitaria para readecuar sus contenidos. Necesitamos una Universidad que retome las banderas de su centenaria Reforma, pero que readecúe valores y prácticas a las realidades de este siglo.
Que su autonomía no signifique aislarse de las realidades profesionales, económicas y políticas, ni condicionar su misión de conservación y generación de saberes, ideas y valores; sino un fortalecimiento académico no servil a ninguna corporación ni dirigencia, pero en diálogo con ellas al servicio de la sociedad, y en consonancia con un proyecto nacional.

Debemos retornar a un pensamiento crítico como sustento de una planificación estratégica acorde a fines concretos en confluencia con un pensamiento operacional administrado con honestidad y responsabilidad. Para alcanzar así un nuevo paradigma sanitario que conjugue la diversidad coordinando un sistema de salud dinámico en correspondencia con las pautas científico técnicas y a una población en constante evolución.

Tal sería un aporte a la democracia del siglo XXI: construir gobernabilidad al fortalecer instituciones que se legitiman brindando soluciones a problemas acuciantes y permanentes.