*) Por Hugo Carassai.
El Gobierno del Presidente Macri lleva menos de un año de gestión y desde el 10 de diciembre 2015 en el país se ha producido un cambio. Para unos es notorio porque tienen buenas expectativas. Para otros no porque recuerdan que estaban en el país de las maravillas, pese a que llevábamos cinco años de recesión con inflación, déficit creciente, disminución de los saldos comerciales, carencia de competitividad, un dólar ficticio con varias cotizaciones, pugna en la carrera precios-salarios, pobreza creciente, falta de empleo productivo, aislamiento del mundo – salvo relaciones con Venezuela, Cuba y algunos países no relevantes. Un discurso, o relato, que fue calando profundamente, al menos en un tercio de la población. Dentro de ese estado de cosas, lo más delicado era la distorsión absoluta y total de los precios relativos.
A diez meses del nuevo Gobierno, si quisiéramos hacer una síntesis deberíamos asumir que nadie quiere pagar la fiesta. Todos reclaman y ponen condiciones: hay paros, siguen los piquetes, los gremialistas amenazan con una huelga general, piden reapertura de paritarias – y cada cual toma los índices de inflación que le parece, para vincular las puntas del reclamo-, hubo paro de docentes y la Argentina, o los argentinos, seguimos en las disputas de corto plazo, que hasta ahora nos han dado pésimos resultados, pues avanzamos aceleradamente en el subdesarrollo.
Ya nadie duda, que la pasada fue una década desaprovechada, pues había términos de intercambio favorables (viento a favor), tasas de interés bajas, y una deuda que no se pagaba y por ende no tenía en ese momento costo de intereses. Hoy podemos observar que se está regularizando el INDEC, y que como consecuencia de ello tenemos confirmado el peor dato: el avance de la pobreza, en un país que tiene exceso de producción de alimentos, o debería tenerlo.
Nadie valora actualmente que tenemos un único dólar, que no hay “cepo” a las transacciones cambiarias y que así, el comercio exterior se puede desenvolver mejor, o normalmente. Tampoco se valora que con maestría y excelentes condiciones el país, pagó a los holdouts – con quita – y obtuvo financiamiento a largo plazo; negociación que la administración anterior no tuvo capacidad de hacer, pero sí pudo pagar al Club de París sin discutir un céntimo.
Sí hay quejas de que este dólar no es competitivo.Pero no se atreven a pedir la devaluación. Saben que en la Argentina ésta se traslada a precios, y volvemos a tener el mismo problema. Se salió bien del cepo, pero todos los que pudieron (supermercados, hipermercados, comerciantes, revendedores, y también productores) remarcaron, y eso generó la inflación que después hubo que asumir.
Con las tarifas, que todos sabemos que están atrasadas, se ha montado un show, desde la oposición hasta funcionarios del Gobierno que se fue: el argumento de la falta de las audiencias. Hasta la Corte lo señaló, pero lo que la Argentina necesita son soluciones racionales y no vericuetos constantes que no resuelven el problema, que es la crisis energética.
Las preguntas de fondo que tenemos que hacernos son otras: ¿por qué no somos competitivos? Podemos observar en el exterior precios inferiores o similares a los nuestros, hasta en artículos y productos en los que debiéramos tener ventajas competitivas. Tenemos, entre otras cargas, una presión fiscal exagerada, más recargada sobre los que pagan, y que a la vez determina así una marginalidad creciente, que tiene un sesgo: competencia desleal, y otra grieta entre los que están en el sistema (salarios legales) y los que están al margen (en negro).
Lo cierto es que todavía el crédito es caro para las PyMEs y que los bancos, únicos ganadores de la década pasada, siguen con buenas utilidades porque prestan poco, no corren riesgos y tienen una masa de ingresos que cubre los costos (tarjetas, comisiones, y punitorios de éstas,como principales condimentos).
Las diferencias entre unos y otros sigue y a veces es difícil encontrar puntos de equilibrio: ya nadie desconoce – ni la misma Justicia – que ésta estuvo cooptada y que se deben pagar los impuestos. Pero los mismos beneficiarios que no los pagan – los jueces – reaccionan negativamente.
Los que reclaman por los despidos estatales no están de acuerdo en dar pruebas de capacidad o productividad, y menos aún de cumplir horarios. Si creció tanto la planta de estatales, ¿porque los servicios son peores,y cada vez hay más colas de los que trabajan para poder cumplir un trámite? ¿Por qué no se puede hablar de resultados con los docentes, o de horas-clase efectivas, o de las licencias que duplican costos?
En resumen, hay un cambio en el país en el buen sentido. Se han tomado decisiones, y en cuanto a los errores se han producido rectificaciones. La Argentina está entrando en la normalidad. Pero falta mucho. Hay que bajar el gasto improductivo. Hay que mejorar el tipo de cambio, pero reduciendo costos, porque las desventajas competitivas son las que horadan la utilidad. Hay que reinvertir, y el aliciente debe venir por una economía donde se premie el esfuerzo y, sobre todo, la conducta de pagar los impuestos, a la que en general los argentinos no son adictos, empezando por los que no tributan.
Todos tenemos que cumplir inexorablemente en términos perentorios con los requerimientos de los Organismos de Fiscalización (AFIP, IGJ, ARBA, etc.), pero los funcionarios salientes y los jueces – en gran medida – se niegan a exteriorizar sus declaraciones de bienes. En la época de Internet, todo esto debería ser muy sencillo. Después se quejan cuando la información de la prensa no es la correcta. ¡Qué mejor, entonces, que darla antes!
El país, los argentinos, necesitamos un baño de transparencia. Ello significa trabajar, pagar impuestos, y hacer un esfuerzo diario de ser auténticos, si es que adherimos a la Nación, a la República, no sólo a la democracia. En esencia, a algo que es de mayor valor: La Patria.
Solamente entre todos se puede arreglar el desbarajuste que quedó tras doce años de un desgobierno, que tuvo la mala idea de hacer creer a los ingenuos – y a otros también – que todo era diferente. Que todo es gratis. Que el Estado puede. No hay beneficio sin esfuerzos. No debería haber paga sin trabajo. No se puede premiar la especulación, que es fagocitada por la inflación, que a veces a algunos los hace ricos, pero que en realidad lo que deja es el tendal de pobres, aunque muchos de ellos, por un momento, tienen una ilusión, ya que los ceros se multiplican y los porcentajes aumentan, pero no llegan a ningún lado, porque se pierden en el laberinto del peor de todos los males: una moneda que no tiene valor, que se deprecia constantemente.
En los últimos días se ha puesto en marcha un ambicioso plan de obras públicas e infraestructura: ello es necesario para mejorar las condiciones en que vive la población y para bajar costos (especialmente en fletes). Hay nuevos mecanismos de contralor de las licitaciones: hagamos de fiscales. Exijamos resultados, y que las prioridades se respeten. Pero esto se hará con deuda pública, pues el déficit no se ha podido reducir, y a que muchos se oponen a que se restrinjan prestaciones, subsidios, o dotaciones de empleos públicos innecesarios. Habrá que hacer cirugía fina. Es decir, tratar de que toda erogación del Estado tenga una contraprestación.
Hay que resolver el galimatías de los subsidios cruzados. Ello requiere tiempo, esfuerzo, convivencia, y conductas proactivas. No podemos seguir con la mayoría de los precios distorsionados.
En el interior ya se nota, desde algunos, meses la reactivación, producto del campo. Este dio respuestas, porque al darle un marco de mayor certeza. La reacción vino en forma inmediata. Las medidas fueron acertadas. Pero no alcanzan, las economías regionales siguen con problemas.
No pasa lo mismo en otras actividades porque el mercado externo demora en recuperarse y el mercadeo interno viene de cinco años de caída. Al sincerarse el INDEC muestra que el crecimiento no era el que se decía. La recuperación de la actividad llegará, pero hay que seguir bajando la tasa de inflación -que se ha morigerado- y no sirve la puja precios-salarios, porque siempre pierde el más débil, el que no tiene salarios de convenio y los desempleados.
Las inversiones vendrán, pero las más importantes deben ser las propias: la reinversión en cada actividad. Y para ello hace falta que las reglas de juego estén claras, que la presión fiscal disminuya, que haya menos evasión, más competencia leal y, por sobre todas las cosas, que el empresario pueda planificar, pensar en su desarrollo, para lo que reiteramos es crucial seguir bajando la inflación.
¡Argentinos: animémonos! ¡Se puede!
Vale aclarar que tenemos una pléyade de creyentes de que el Estado puede todo: pagar altos sueldos, dar empleo sin tareas, generar beneficios, atender jubilaciones. No asumen que esa suma de mal gasto horada la recaudación que debiera destinarse a otros fines, como la educación, la infraestructura, los hospitales, etcétera.
El defecto esencial de la Argentina como país, es que se gasta mal. Cuando se exprime a los privados tomándole parte importante de su renta, si se gasta mal el daño es doble. Así las cosas, el que está y debe mantenerse hace todos los ajustes, y el que puede se retira o envía sus recursos al exterior, por algo ahora hay que hacer un blanqueo para tratar de cortar esta situación anómala.
Es cierto que el nuevo Gobierno ha cometido errores, y que ha intentado corregirlos: también es cierto que algunas decisiones son criticables, como la estructura de más Ministerios, porque generan más costos en funcionarios.
La realidad, es que entre otras cosas, la Argentina se volvió a insertar en el mundo, que estamos reordenando las relaciones económicas, comerciales y financieras, y empezando a tener acceso al crédito, con menores costos: no lo deseable, pero sí mucho menos que lo que se llegó a pagar hasta hace un año.
Todavía no llueven inversiones. Es una de las críticas. Pero éstas no vienen a un país donde los paros, los piquetes, las huelgas y las amenazas están a cada hora del día, al menos en la metrópoli de Buenos Aires, que es su vidriera.