Alberto
Cristina Fernández, Alberto Fernández y Sergio Massa, en el cierre de campaña del Frente de Todos, en Rosario. Foto: Twitter

El resultado del domingo 11 de agosto sorprendió a más de uno. Si bien de antemano se sabía que corría con ventaja Alberto Fernández, precandidato del Frente de Todos, nadie esperaba un triunfo tan holgado. De repetirse en octubre los resultados de las PASO, el candidato K se ubicaría en el top five de los presidenciales más votados desde la vuelta de la democracia, solo superado por Cristina Fernández (2011), Raúl Alfonsín (1983) y Carlos Menem (1995).

El caudal de votos en las primarias ubica a Alberto Fernández como el líder indiscutido del PJ. Antes de consagrarse como candidato del espacio, trabajó arduamente en la unión del partido, encolumnó a la mayor cantidad de gobernadores y rescató a figuras como Sergio Massa. Pero la clave detrás de este entramado es el rol de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Es la pregunta del millón. En otras palabras: ¿Alberto Fernández tiene autoridad propia o es el títere de Cristina?

Desde sus orígenes, el liderazgo del Justicialismo giró en torno a la figura de un líder o caudillo. El primero fue el general Juan Domingo Perón, que conformó su movimiento con base en tres partidos: el Partido Laborista, liderado por la rama sindical que comandaban Cipriano Reyes, del Sindicato Autónomo de la Industria de la Carne, y Luis Gay, de la Federación de Obreros y Empleados Telefónicos; la UCR Junta Renovadora, al mando de Hortensio Quijano y Armando Antile; y el Partido Independiente, del almirante Alberto Teisaire.

La convivencia duró poco. Tras asumir el gobierno, Perón y los líderes de estos partidos comenzaron a tener roces. Y cayeron en desgracia. Reyes fue acusado de ser el autor intelectual de un intento de atentado contra la vida de Perón y Evita. Otros importantes dirigentes también sufrieron el destierro por cuestionar el accionar o simplemente hacer sombra al líder justicialista.

¿Títere de CFK?

Si el Frente de Todos ganara la presidencia, Alberto tendría varias opciones. Por tener la lapicera del mando, él poseería las cartas para repartirlas a su antojo. Una de las primeras señales del nuevo equilibrio de fuerzas sería la designación del presidente de la Cámara de Diputados. Si quedara en manos de un alfil de La Cámpora, el kirchnerismo duro tendría el control de ambas Cámaras. El Senado estaría a cargo de la vicepresidenta, es decir, Cristina Fernández. Otro foco de atención serían los tribunales, por la posibilidad de la liberación de los funcionarios acusados de corrupción. Esto alimentaría la sensación de estar frente a un show de títeres, o un cogobierno.

El otro escenario posible sería que Alberto Fernández colocara a alguien de su riñón en la Cámara Baja, para balancear el poder. Esto reforzaría la opción que plantea el ex jefe de Gabinete cuando dice que va a gobernar “con los 24 gobernadores”. En este caso, no sería difícil de imaginar que generara un vínculo directo con los intendentes y buscara saltear a Axel Kicillof, en caso de que fuera ungido como gobernador de la provincia de Buenos Aires y no se alineara con el presidente. Sería una repetición de lo que vivió Daniel Scioli durante sus dos mandatos como gobernador.

La tercera opción: la unidad nacional

Alberto tiene, sin embargo, una tercera opción. Una oportunidad de oro de terminar con la grieta que separa a los argentinos desde hace años. Es la alternativa de formar un gobierno de unidad nacional. Es decir, convocar a todos los sectores políticos, sindicales, empresariales y sociales para que converjan hacia un mismo rumbo.

Si se consagrara presidente, Fernández tendría en sus manos el poder para concretar esta acción. Y podría seguir el ejemplo de Sarmiento, que dejó bien claro el rol del vicepresidente cuando dijo: “Usted no se meta en mi gobierno y limítese a tocar la campanilla en las sesiones del Senado”. El destinatario era su vice, Adolfo Alsina.