PASO
El presidente Mauricio Macri y el senador Miguel Ángel Pichetto, en la conferencia de prensa del lunes posterior a las PASO

El peronismo resurgió y demostró en las PASO del domingo todo su potencial electoral. No es una novedad: en las cinco elecciones entre 2011 y 2019 sacó entre el 41% y el 60% de los votos. Lo que diferenció cada resultado fue si los diferentes sectores del peronismo iban juntos en un mismo frente o separados. El desprendimiento de Sergio Massa determinó las tres derrotas de 2013, 2015 y 2017. La reunificación de este año volvió a llevarlos a la victoria. Y fue aplastante.

Por su parte, Cambiemos mantuvo su base de votantes de 2015, 2017 y 2019. En las dos PASO presidenciales sumó 30% y 32%, mientras que en 2017 había tenido un desempeño superior y alcanzado el 41%. El triunfo en el balotaje de 2015 se dio en un contexto marcado por 12 años de desgaste del gobierno kirchnerista, con cuatro años de estancamiento económico, y una agenda marcada por la corrupción, el cepo cambiario y una creciente preocupación por el narcotráfico. El candidato del oficialismo era incluso resistido dentro de sus propias filas y Aníbal Fernández tenía una elevada imagen negativa. A pesar de todo, el kirchnerismo perdió la segunda vuelta por apenas menos de tres puntos.

Todos unidos triunfaremos

El resultado lleva a una conclusión: el peronismo solo pierde si va dividido y los no peronistas se juntan en un solo frente. El error de diagnóstico sobre la realidad social y cultural del país le costó muy caro a la gestión de Mauricio Macri. La sociedad en su mayoría no había «cambiado» como sugería la comunicación oficial. En la realidad, nunca se conformó una mayoría electoral pragmática que vota pensando en los valores institucionales y las políticas de largo plazo.  Aún en 2019, Argentina sigue siendo un país con una pobreza estructural del 30%, con dificultades para insertarse en el mundo y generar riqueza, y con un importante componente de la clase media que se encuentra altamente ideologizada y por momentos pareciera rechazar algunos principios básicos del capitalismo de occidente. En ese contexto, la base y el aparato político del peronismo sigue intacta.

El punto débil de la gestión cambiemita fue la pésima lectura de la realidad del país y sus tensiones de poder.  Y esto se trasladó a la política económica. En un principio, se intentó con un gradualismo que conservó muchos de los vicios de la gestión anterior y no logró resolver ninguno de los problemas de fondo. El optimismo de los mercados y el impulso generado por importantes inversiones en algunos sectores le dieron algo de aire al Gobierno. Para fines de 2017, y haciendo otra equivocada lectura de los resultados de las elecciones de medio término, se pusieron en agenda legislativa algunas cuestiones estructurales. La sociedad no estaba lista y la fallida sesión por la reforma jubilatoria en diciembre de 2017, con escenas de violencia extrema en las calles, enterró el capital político del oficialismo y zanjó para siempre el debate sobre las reformas impositivas, previsionales y laborales. En 2018, el modelo gradualista terminó de explotar con una corrida cambiaria, el acuerdo con el FMI y un recorte muy fuerte del gasto público. El error en la lectura de la realidad, el fomento de la grieta y el fracaso económico fueron las bases de la reunificación del peronismo.

La complicada realidad Argentina, junto con los errores políticos, comunicacionales y económicos de la gestión, no permitieron crear un contexto para llevar a cabo las reformas estructurales que el país necesita. Los cambios en la legislación laboral, la reducción de los costos impositivos, la reducción de la pobreza estructural y la promoción de un modelo productivo de generación de valor quedarán pendientes y fuera de la agenda ante una realidad abrumadora y un corto plazo muy complicado desde lo económico y social.

En el reverso de la moneda, los puntos positivos de esta última gestión fueron las inversiones logradas en sectores clave como la energía y el transporte, la eliminación del cepo cambiario y un incipiente proceso de normalización institucional.

La clave es la productividad

Más allá de algunos períodos marcados por un tipo de cambio elevado y un contexto más favorable, Argentina tiene un problema estructural de falta de competitividad y bajos niveles de productividad. El país que recibió Mauricio Macri estaba fuertemente descapitalizado, con déficits enormes de infraestructura, deudas sociales de larga data y un sistema educativo que requiere un replanteo integral para actualizarse a los desafíos del mundo actual.

El modelo kirchnerista se había topado con sus propios límites causados por los bajos niveles de inversión y la insuficiente generación de trabajo productivo y divisas. Para enfrentar el estancamiento, aumentó el gasto público, que financió con emisión monetaria, y provocó inflación. Frente a la apreciación de la moneda, impuso el cepo cambiario y cerró las importaciones. Frente a una realidad insostenible, apretó empresarios y falsificó estadísticas.

El macrismo optó por recurrir a la deuda externa para resolver estos problemas, pero sin afrontar las cuestiones de fondo. La estrategia gradualista apostaba por la inversión y comenzar a bajar la presión impositiva para generar incentivos a la productividad. En un país en recesión, con inflación y problemas estructurales en su matriz productiva, no había tanto margen. El ajuste finalmente llegó, pero de forma abrupta y forzado por el mercado.

En los próximos meses habrá mucha incertidumbre y grandes desafíos por delante. En el corto plazo, la emergencia social, la reactivación económica, la inflación y la el proceso eleccionario son cuestiones urgentes. El próximo Gobierno deberá encararlos con grandeza para conservar y sostener las políticas acertadas del Gobierno anterior e intentar romper con los ciclos políticos y económicos de populismo y ajuste que cada vez empobrecen más al país.