El 24 de octubre de 1929, al mediodía, una bomba de tiempo estalló en Nueva York. Los activos que circulaban en la Bolsa de Valores se desplomaron abruptamente y, de un minuto a otro, estallaron por los aires las promesas de prosperidad de los “optimistas y desenfrenados años locos” de la década de 1920. Al caer la noche de ese fatídico día para el orden capitalista mundial, al menos once financistas se habían suicidado, algunos arrojándose desde lo alto de los monumentales edificios neoyorquinos.
En los años 20, Estados Unidos se había sobrepuesto de forma asombrosa a la grave crisis de la primera posguerra. Fueron tres los presidentes republicanos (Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover) que condujeron esta recuperación. Pero lo hicieron de tal forma que, en beneficio de los hombres de negocios, hipotecaron el futuro de millones de norteamericanos. Uno de aquellos hombres de negocio fue el joven Arthur Robertson, con cuyas palabras recordamos el llamado “jueves negro”. Robertson fue uno de los pocos empresarios que se enriqueció, apostando a las alzas y bajas del mercado, a expensas de la ruina y miseria de sus compatriotas.
Entre 1925 y 1929, en Estados Unidos, los precios de las acciones se habían más que duplicado y a pocos meses del derrumbe, todavía los índices del mercado de acciones alcanzaban cifras récord. A mediados de septiembre, los indicios de una recesión económica mundial y algunas pocas advertencias por la sobrevaluación de los activos financieros habían dado la hora para el retiro de los grandes jugadores. Pronto, hacia finales de octubre, comenzó la fiebre vendedora y el valor de las acciones se esfumó. La quiebra fue inevitable.
Las consecuencias sociales de la crisis fueron dramáticas: tres años más tarde, la producción industrial norteamericana había descendido en un 50%, las empresas no podía renovar sus viejas máquinas, el sistema bancario se derrumbó con la quiebra de más de 10.000 bancos, la desocupación pasó de 4 millones en 1929 a 13 millones en 1930 representando el 25% de la masa laboral. A partir de allí, el capitalismo mundial debió reestructurarse con la creciente intervención de los estados en la organización de las economías, constituyendo sistemas económicos “mixtos”, siendo el principal promotor de dicha orientación el economista británico John Maynard Keynes. En Estados Unidos, quien llevó a la práctica dicho programa fue el presidente que, en 1933, rompió con la continuidad republicana: el demócrata Franklin Delano Roosevelt, que encararía en el país un programa de reconstrucción económica llamado New Deal (“Nuevo Trato” o “Nuevo reparto de cartas”). Gobernaría hasta su muerte, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, en abril de 1945.
Fuente: Studs Terkel, Hard Times: An Oral History of the Great Depression, New York, Pantheon Books, 1970, p. 65, citado en Studs Terkel, “Testimonios de vida durante la Gran Depresión”, en De Sur a Norte. Perspectivas sudamericanas sobre Estados Unidos, Fundación Centro de Estudios Americanos R. Argentina Vol. 4, Nº 6, pp. 105 a 127.
Ganadores y perdedores tras la caída de Wall Street de 1929
El testimonio de Arthur Robertson
Publicista, ingeniero y empresario industrial. Fue un hombre de negocios, típico self made man, que se hizo millonario a los 24 años, durante la Gran Depresión
“La verdad es que en 1929 vivíamos una especie de casino donde se jugaba con los dados cargados. Unos pocos especuladores se aprovechaban de la enorme cantidad de inexpertos. Se pagaban precios altísimos por cosas que, en realidad, valían mucho menos. En 1921, había habido una recesión, de la que salimos aproximadamente en 1924. Después vino el repunte, la explosión, con apuestas que no tenían límites: una actividad financiera tan descontrolada que, en comparación, Ponzi [financista de Boston durante la década del 30. Tras el derrumbe de su “imperio”, que dejó a mucha gente en la ruina, condenado a prisión.] parecía un aficionado. Yo vi cómo chicos lustrabotas compraban acciones que valían 50.000 dólares, pagando adelantos de 500 pesos. En fin, todo se compraba con esperanza en el futuro.
Hoy día, para invertir 100 dólares en acciones, uno tiene que poner 80, y el agente de bolsa los 20 restantes. En aquella época, uno tenía que poner 8 o 10. Eso fue una de las causas principales del colapso. Como la gente no tenía el respaldo necesario para cubrir los 90 –o lo que fuere- restantes, el más leve sacudón hacía estragos. (…)
Había una compañía tabacalera que cotizaba a 115 dólares por acción. Cuando el mercado se derrumbó, me llamó el presidente de la empresa para preguntarme si le podía prestar 200 millones de dólares. Le dije que no, porque en ese momento tenía que salvaguardar mis propios intereses, y los de mis mejores amigos. Cuando las acciones de esa compañía cayeron de 115 a 2 dólares, el hombre se tiró por la ventana de su oficina de Wall Street.
Otro caso fue el presidente de una empresa que movía 17 millones de dólares en efectivo. Era uno de los empresarios más importantes de su sector, y además había piloteado con éxito tres o cuatro situaciones. Cuando las acciones de su empresa comenzaron a caer, intentó protegerlas. Después de la segunda caída, quedó en la ruina. Debía a tres bancos distintos un millón de dólares a cada uno.
Los bancos estaban en la misma situación que él; la diferencia es que, gracias a la ayuda del gobierno, pudieron salvarse. De buenas a primeras, se volvieron más papistas que el Papa, y se quedaron con el control de las empresas que les debían dinero. Despidieron al plantel técnico, que en cada caso había contribuido al crecimiento de la compañía, y contrataron a su propio personal. Una de estas empresas la compré yo. Me la vendieron para no seguir teniendo pérdidas. (…) Estaban perdiendo tanto dinero que querían sacársela de encima. Hace poco, vendí la mía por 2 millones de dólares. Cuando la compre en 1933, valía 33.000.
Al comienzo de los años treinta, me había ganado la fama de buitre, porque compraba empresas quebradas que habían pasado a manos de los bancos. Ese fue uno de los momentos de mayor prosperidad que tuve. Toda esa época se caracterizó por hombres que llegaron a ser legendarios; hablar de un millón de dólares era como hablar de monedas. Se juntaban tres o cuatro de esos empresarios, hacían subir el precio de las acciones hasta niveles ridículos y las vendían a los desprevenidos. Apenas trascendía si alguien como Durant o Jesse Livermore había comprado acciones, todo el mundo hacía lo mismo, porque sabía que iban a subir. El único problema era salir a tiempo antes que las dejaran caer. (…)
En aquella época, todo el mundo creía que la fiesta iba a durar eternamente.
29 de octubre de 1929: un descontrol. Calculo que llegue a recibir unos 20 llamados de amigos desesperados. En ningún caso tenía sentido prestarles plata para que se la dieran al agente de bolsa en cuestión. Mañana iba a estar mejor que ayer. De más está decir que la ola de suicidios que hubo me afectó profundamente. Gente que yo conocía… a uno se le partía el alma. Un día los precios estaban en 100, al otro día 20 y después en 15.
En Wall Street, las personas caminaban como sonámbulos. Parecía La muerte se toma vacaciones. Eran días muy negros. Gente que ayer había visto paseando en Cadillac, hoy apenas si tenía dinero para un taxi.
Un amigo me dijo: «Si las cosas siguen así, vamos a tener que salir todos a pedir limosna». Yo le respondí: «El problema es a quién».
Hubo muchos agentes de bolsa que, lejos de perder dinero, hicieron fortunas con las comisiones mientras sus clientes se quedaban sin nada. Los únicos a los que les fue muy mal fueron los que se arriesgaron a hacer sus propias apuestas, o a los que no lograron hacer defender a sus clientes las acciones en baja.
Los bancos solían cobrar 18% de interés por dinero a la vista, dinero que por otra parte se usaba para comprar acciones que a lo sumo podrían reportar dividendos de un uno o dos por ciento. Pensaban que el precio iba a seguir subiendo. Todo el mundo apostaba a eso. Yo llegué a cobrar 22% por los préstamos que les hacía a los agentes de bolsa. ¡Veintidós por ciento de interés sólo por prestar dinero!
Yo tenía un gran amigo, John Hertz, que en una época llegó a tener el 90% del capital accionario de la Yellow Cab, además de ser el dueño de Checker Cab y la empresa de ómnibus Surface Line, de Chicago. Se decía que su patrimonio oscilaba entre los 400 y 500 millones de dólares. Un día me invitó a dar un paseo en yate, en el que conocí a dos empresarios tan importantes que me hicieron sentir una fuerte mezcla de respeto y admiración: estoy hablando de Durant y Jesse Livermore.
El tema de conversación fueron las participaciones accionarias que tenían. Livermore me dijo: “Tengo, según creo, el control accionario de IBM y Philip Morris”. Le pregunté: “¿Qué necesidad tiene de preocuparse por otra cosa?”. Me contestó: “Lo mío no son las empresas”. Entonces le pregunté: “¿Es común que gente de su posición tenga, por ejemplo, 10 millones de dólares en un lugar donde nadie pueda tocarlos?” Me miró y me respondió: “Dígame, joven, ¿de qué sirve tener 10 millones si uno no lo va a usar para hacer una fortuna?”.
En 1934, mi contador me pregunto si tenía la intención de ayudar económicamente a Livermore, que ya había pasado por dos quiebras seguidas. Estaba en la ruina, y quería volver a operar en el mercado. De hecho, siempre volvía y saldaba todas sus deudas con intereses incluidos. Accedí a darle una mano y desembolsé 400.000 dólares. En 1939, ya habíamos hecho suficiente dinero como para que cada uno de los dos se quedará con una ganancia de 1.300.000 dólares, neta de impuestos. En esa época, Jesse estaba pisando los setenta, y ya había atravesado dos procesos de quiebra. “¿No cree que sería aconsejable vender las acciones?”, le pregunté. Por aquel entonces, se podía vivir como un rey con 50.000 dólares al año. Me contestó que jamás podría vivir con ingresos tan insignificantes.
Así que yo, por mi parte, vendí todas mis acciones, me llevé mis ganancias y me distancié de Jesse, quien seguía insistiendo con que iba a hacer el negocio del siglo. (…) Cuando llegue a la Argentina, me enteré de que Alemania había invadido Polonia. El pobre Jesse me llamó por teléfono: “Art, necesito tu ayuda urgente”. Como estábamos muy lejos el uno del otro, no moví ni un dedo, porque sabía que era dinero perdido. Al cabo de unos meses, ya de vuelta en Nueva York, recibí a Jesse en mi oficina. El pobre había perdido absolutamente todo lo que tenía. Me pidió que le hiciera un préstamo de 5000 dólares, a lo que, desde luego, no me pude negar. A los tres días, fue a desayunar al Sherry-Netherlands, y se pegó un tiro en el baño. Le encontraron un pagaré por 5000 dólares a nombre mío. Y pensar que fue él quien dijo: “¿De qué vale tener 10 millones si uno no lo va a usar para hacer fortuna?” Jesse era, sin dudas, una de las mentes más brillantes que había en el mundo de los negocios. Sabía exactamente qué cereal se cosechaba en cada área cultivable. El problema es que siempre se dejaba llevar por el optimismo.
¿Se dio cuenta en 1929 de que se avecinaba la crisis?
Yo la vi venir en mayo y, gracias a eso, me ahorré una gran cantidad de dinero. Ese mismo mes, vendí buena parte de mis acciones. La situación era para alarmarse. Pero, claro está, como no vendí todas mis acciones, acabé perdiendo una cuantiosa suma.
En 1927, cuando leí que Lindbergh tenía pensado hacer su histórico vuelo, compre acciones de la Wright Aeronautic. Según había escuchado, el avión que iba a pilotear lo había fabricado esa empresa. En aquel entonces, yo vivía en Milkwaukee, y mi trabajo quedaba a unas 15 cuadras de casa. Al salir para la oficina, llamé a mi agente bursátil. Cuando llegué, ya había ganado 65 puntos. La sensación de que todo iba tan rápido era aterradora. Los precios de lo que se comparaba parecían no tener techo.
En realidad, todo depende de que haya una confianza generalizada, como sucede en el caso de los billetes falsos. Hasta que se descubre que son falsos, cumplen perfectamente su propósito.
En 1932, fui a Nueva York para inaugurar una oficina en el edificio Flatiron. Macfadden, el fanático de la comida naturista, había abierto restaurantes muy económicos. Un muchacho negro a quien yo apreciaba y con el cual tenía asuntos que arreglar, aceptó la tarea de poner en fila a 75 personas que no tenían que comer. Todos los días a las seis yo salía de mi oficina, hacía entrar a los 75 en el restaurante de Macfadden, y les daba de comer a 7 centavos por cabeza. Era increíble ver las colas que se formaban, algo sólo comparable con lo que ocurrió en Alemania en 1922. Daba la sensación de que no habría mañana.
Publicado originalmente en el Historiador.com.ar