Prólogo; por Rogelio Frigerio.
[En este libro] analizo las complejas interrelaciones de la economía contemporánea como un hecho objetivo, históricamente necesario, cuyo sentido y dirección son irreversibles y cuya única dosis de aleatoriedad consiste en la elección de los medios para que se desarrolle pacíficamente (sin destruir bienes materiales ni sacrificar bienes inalienables de la condición humana) y para que se cumpla aceleradamente, al mismo ritmo con que el ingenio del hombre transforma hoy lis procesos productivos, incorpora técnicas revolucionarias y trasciende la envoltura terrestre para emprender la con- quista del espacio.
Este hecho nuevo, radicalmente nuevo, de los cambios tecnológicos profundos y sucesivos torna dramático el reclamo de los pueblos, que no pueden aceptar que el progreso científico —patrimonio de todo el género humanos se reparta con creciente desigualdad, y que sus beneficios espirituales y materiales se concentren cada vez más en las grandes potencias industriales, mientras dos tercios de los habitantes de la tierra deben resignarse al estancamiento material y cultural y a la frustración de sendos destinos nacionales.
La ineptitud, aunque sea transitoria, para corregir esta injusticia no puede desembocar sino en el enfrentamiento y la violencia, a menos que se dejen de lado las concepciones rutinarias y los intereses de grupo y se emprenda —hoy, no mañana— una gran empresa universal de envergadura e imaginación para extirpar de raíz el subdesarrollo.
Este desafío histórico se presenta a nuestra generación en el cuadro mundial de la rivalidad entre Oriente y Occidente. El trazo característico de esta rivalidad es que la paridad y la potencia aniquiladora de las arpas atómicas proscribe la guerra mundial como instrumento para dirimirla. El desarme y la paz son la única alternativa, y ya no dudan de esto sino unos pocos estrategos de la guerra fría, vinculados a una estrecha concepción y el la de la estabilidad económica subordinada a la industria armamentista; criterio estático que no comparten los dirigentes responsables de las grandes naciones, enfrentados a la comprobación de que dicha inyección bélica, por masiva que sea, no basta para mantener en sus países la plena producción y el pleno empleo.
Si el mundo no ha de permanecer dividido y enfrentado en una carrera armamentista estéril, y si la oposición entre los dos sistemas políticos y espirituales no puede resolverse por la destrucción que sería recíproca, la noción del mundo como unidad y la noción del progreso como aspiración y meta de toda la humanidad crean condiciones absolutamente inéditas para el porvenir inmediato del mundo-uno.
A la luz de estas nuevas condiciones, hay que revisar nuestros juicios y conceptos sobre las relaciones internacionales y económicas, las rivalidades comerciales, el equilibrio de poderes, la relación entre países industriales y países rezagados y la propia lucha de clases. A esta nueva realidad, lógicamente, debemos aplicar métodos de análisis y de ejecución diversos de los que tuvieron vigencia apenas unas décadas atrás.
En el campo puramente económico, resulta también anacrónico emplear conceptos y técnicas clásicos en fenómenos de tan remota semejanza con procesos anteriores, como son los del crecimiento económico en nuestra época, tanto en lo que se refiere a los países subdesarrollados corno a los propios países industriales.
En este mundo, uno e indivisible, no es distinta ni independiente la suerte de las regiones adelantadas de la suerte de las regiones que no lo son. Después de un periodo de crecimiento económico vertical en las primeras, y de aletargamiento en estas últimas, ambas categorías de países están obligadas a crecer indefinidamente, a integrarse en un mercado mundial donde la multiplicación de la capacidad productiva, determinada por los avances tecnológicos, exige un incremento paralelo de la demanda, o sea, la elevación correlativa, uniforme y universal del nivel de vida.
La competencia entre regímenes sociales y políticos se establecerá en el campo económico, en relación a la mayor capacidad de producir más a menor costo, y de crear en la periferia una mayor demanda solvente. Esto significa que ambos sistemas rivales están obligados a crecer vertical y horizontalmente, utilizando la totalidad de su capacidad productiva y proyectando y ensanchando sus mercados en escala mundial. Por eso, la cooperación internacional orientada al desarrollo de las regiones periféricas es objetivamente necesaria para los dos grupos de países —desarrollados y subdesarrollados- en la medida en que el desarme y la convivencia competitiva se resuelvan en el crecimiento vertiginoso de la producción para el consumo de paz. Las naciones capitalistas y ‘socialistas están así igualmente impelidas a cooperar. Para prosperar en la competencia económica es necesario que ayuden a prosperar a todo el mundo subdesarrollado. Los países subdesarrollados, apresados por las tensiones sociales y los términos del intercambio, obligados a crecer, aceptarán la ayuda de quienes más pronto se la presten, en mayor cuantía y con más amplia visión del carácter, la urgencia y la magnitud de la inversión.
Dentro de los países subdesarrollados el proceso de crecimiento a ritmo rápido —único capaz de evitar inminentes enfrentamientos internos y de elevar los niveles de consumo simultáneamente con la capacidad de incrementar la producción— exige, a su vez, que el proceso de independencia, como meta de la nación en su conjunto, sea admitido como resultado de la intervención de sectores y clases sociales, en tomo del objetivo común del desarrollo y de la liberación respecto de los factores externos. Y exige, además, que este impulso de independencia nacional no se vea perturbado por la interferencia de ideologías estimuladas por los intereses vinculados a las estructuras económicas tradicionales, que tienen la función política de oponerse a toda cooperación exterior. En efecto, estas ideologías sedicientemente nacionalistas encubren frecuentemente la intención solapada de los intereses —locales y foráneos— que se nutren de la condición primaria y colonial de las economías nacionales de esos países , y que instigan a los «nacionalistas» a combatir la incorporación del capital exterior y la asistencia técnica internacional, a pesar de la notoria insuficiencia del ahorro y las técnicas locales para producir una real modificación de la estructura económica. Insisto en que el fenómeno histórico de la definitiva liberación de los pueblos rezagados es inexorable y que el mundo —a pesar de la apariencia caótica que presenta en la superficie— se encamina hacia una era de convivencia constructiva y de emulación no violenta, que se proyectará principalmente en la gran empresa común de cooperar en el desarrollo de las regiones sumergidas.
El conjunto de ideas que aquí se exponen es casi exclusivamente económico y técnico. Sin embargo, como queda dicho, no excluyo —antes bien— de la audiencia a los dirigentes políticos y sociales. Ellos están, hasta cierto punto, obligados por su actividad a manejar estos conceptos de la economía política. Utilizo el vocablo exclusivamente en la inteligencia de que dichas ideas económicas son perfectamente congruentes con las diversas y opuestas posiciones filosóficas, políticas y religiosas, ya que hacen al plano material de la existencia de los individuos y de la sociedad, común pero indiferente y ajeno, si se quiere, a esas disciplinas y creencias. Ninguna de estas es incompatible con el proceso inevitable que aquí describo. Todas coinciden, por el contrario, en la aspiración de liberar al género humano de la miseria y la violencia, ayudar a las naciones a lograr la plenitud de su vida independiente, elevar el nivel de vida material y cultural de los pueblos y fortalecer la paz del mundo.
Esta aspiración universal es tan cierta que la autoridad ecuménica de la catolicidad, colocada por encima de las fricciones temporales, la ha recogido en la reciente y ya famosa encíclica papal Mater et Magistra, compendio de los altos conceptos de justicia distributiva y elevación material y moral de la criatura humana, que siempre han inspirado la doctrina social de la Iglesia.
A su vez, el presidente Kennedy emerge cada día de la montaña de dificultades que acumulan sobre él los círculos que se oponen a sus propósitos de progreso y de paz. A través de la Alianza para el Progreso, trata de promover el desarrollo de base de América Latina, lo cual determina, precisamente, la oposición de aquellos intereses norteamericanos coaligados con las oligarquías locales de los países subdesarrollados. Son tales intereses los que se empeñan en sustituir aquella finalidad por el suministro de una ayuda social que en la práctica no solo se ha mostrado incapaz de resolver los problemas de fondo que aquejan a dichos países, sino que, además, opera en sentido contrario, pues, al agredir con dádivas la dignidad nacional, suscita un sentimiento de rechazo contra el país que suministra la ayuda. El meridiano de la integración continental y de la solidaridad esencial hemisférica pasa por la independencia económica de cada uno de los países constitutivos. Y esto únicamente puede lograrse si se pone en marcha el dispositivo de la Alianza —de acuerdo con el concepto de la cooperación económica para el desarrollo y no de la llamada ayuda social—, movilizando recursos adecuados y a ritmos de celeridad insospechados por la burocracia y la rutina.
Crecimiento económico acelerado en el contenido y democracia en la forma son los extremos del fenómeno que se presenta a las generaciones responsables: Ambos términos garantizan el desenvolvimiento de la humanidad hacia nuevas y más perfectas estructuras sociales, en cuya perspectiva tienen garantizados sus respectivos intereses los sectores sociales que pugnan por ascender y aquellos otros» que no admiten ser desposeídos.
Creo firmemente que en nuestra era y en las condiciones actuales del mundo ningún conflicto ideológico, por profundo que sea, es capaz de frustrar la victoria de los pueblos sobre la miseria. Tengo la esperanza de contribuir con esta obra a señalar algunas ideas y métodos idóneos para lograr esa victoria.
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