Semblanza de Rogelio Frigerio a 100 años de su nacimiento

Su certeza de que la Argentina tenía un porvenir de nación plena fue realmente inconmovible, a despecho de todos los síntomas y de la comprobada baja calidad de la dirigencia, a la que reprochaba su rutina intelectual y su conformismo.

Los cien años transcurridos desde que vino al mundo Rogelio Julio Frigerio han sido los de mayores y más acelerados cambios que ha vivido la humanidad y solo serán superados por los acontecimientos que vendrán. Verdad de Perogrullo, se dirá, pero que sirve para encabezar con aire historicista una reflexión sobre su legado teórico, cuya ponderación recién empieza, y sobre todo es necesaria para enmarcar lo que a todas luces es un esfuerzo para capturar el capital simbólico que el desarrollismo parece haber alcanzado hoy en la Argentina.

Frigerio insistía en que los desafíos del presente debían analizarse en el contexto de la cadena sin fin de sucesos que las sociedades y las culturas desenvuelven a lo largo de “proceso histórico-concreto”, en cuyo seno se registran los esfuerzos (los trabajos y las luchas) para construir formas de convivencia cada vez más solidarias y ricas en sus expresiones artísticas e intelectuales.

Rescataba las características nacionales como resultado de ese proceso, señalando que si lo que singularizaba a la edad media fue el aislamiento, sin duda lo que venía en este siglo XXI (él era sobre todo un hombre del XX, aunque con una mirada visionaria) sería el mundo-uno, donde todos los miembros de la especie se reconocieran plenamente como iguales en cuanto derechos y obligaciones, con toda la diversidad que las respectivas culturas hubiesen logrado amasar como expresión de su genio y creatividad. Así, la cultura nacional está constituida por el conjunto de acciones que cada pueblo ha desenvuelto en las modificaciones de su ambiente, tanto con sus obras materiales como las expresiones espirituales, artísticas y científicas, y continúa haciéndolo.

Entendía a la etapa nacional como una transición que, mientras estuviese vigente, debía realizarse como contenedora de las múltiples acciones humanas, moldeándolas en su interacción con el medio de un modo singular, específico de cada pueblo aunque se compartan conocimientos y valores universales. Y definió al Estado Nacional (bien diferente del Estado-Nación que generaron siglos atrás las monarquías europeas) como la “expresión jurídico-política” de esa singularidad histórica.

Asumía que existía una cultura latinoamericana, propia del continente, para añadir de inmediato que ella albergaba las particularidades que cada país y las regiones habían forjado a lo largo de su historia, recogiendo de modo específico el sustrato precolombino (lo cual ya establecía una primera y gran diferenciación interna) y transformado no sin sacrificio en expresiones únicas de los pueblos a lo largo de cinco siglos desde la llegada de los primeros navegantes ibéricos, a través de la lenta ocupación del territorio y explotación de sus recursos y pasando, como fase decisiva, por las gestas independentistas que construyeron los estados nacionales que hoy todavía identifican esta parte del mundo.

Para Frigerio la nación debía terminar de configurarse, tanto en el aspecto material como en el institucional y cultural, para fundirse en el todo aportando su identidad y enriqueciendo el conjunto. “Los pueblos se construyen a sí mismos –decía– en el duro lecho de la historia”, y la frase tenía inequívocas resonancias filosóficas.

Así como en público no hacía alarde de su recurso metodológico al materialismo histórico, lo aplicaba con todo rigor a la hora de analizar los desafíos de la política y la economía. Sólo al final de su vida, cuando ya contemplaba su propia trayectoria con menos pasión inmediata, admitió en un reportaje académico su deuda intelectual con el pensamiento dialéctico, aunque esa filiación era desde siempre rastreable en sus escritos. A los jóvenes que se sumaban a la militancia en el marco de la organización que lideraba, les recomendaba imperativamente la lectura iniciática del Anti-Dühring, el manual en el que Engels sintetizó didácticamente el marxismo.

La influencia gramsciana

Hay algo de apresuramiento en negar la influencia de Gramsci sobre Frigerio. Y sin embargo son más las inducciones que así lo indican que los elementos en sentido contrario. Es materia de investigación para el futuro, mediante una exégesis detallada. Tanto su gran aporte, pensar los desafíos de la política y la economía en clave nacional y teniendo en cuenta a la cultura, como su propuesta política de construir una representación frentista que expresara una dinámica alianza de clases, que no era una “conciliación” ni “armonía”, para hacer el desarrollo (“a marchas forzadas”), llevan a pensar en el vínculo y la deuda con las reflexiones del pensador italiano. Su concepción de la cultura también, pero allí recoge ostensiblemente la tradición de la antropología y la etnología, integrándola en una matriz donde el desenvolvimiento de la base material, en cada país y en cada situación histórica, está muy fuertemente marcada por las ideas dominantes, por los valores, las costumbres y hasta por el paisaje.

En la década del treinta, cuando Frigerio militó en Insurrexit, (una organización estudiantil que el Partido Comunista trataba de controlar), la represión contra la izquierda era feroz, y entonces se hacía necesario –si se quería progresar en las profesiones y los negocios, salvo para algunos artistas protegidos– evitar cualquier vinculación grosera con el marxismo. De aquella situación provenía cierta paranoia y vocación por esa mal disimulada clandestinidad, bien distinta en sus consecuencias, por cierto, de la que practicó la lucha armada de los setenta, en el marco de una represión ilegal configurando terrorismo de estado.

De su paso por aquellas lides juveniles le quedaron a Frigerio los estigmas del anatema, aunque ironizaba sobre la audacia de reclamar, al promediar los ’30, la disolución del PC por incumplimiento de su cometido transformador. Fue denunciado mil veces por el PCA como un cerdo burgués, un traidor, con tan poca imaginación como rutina. Ello no impidió que algunas amistades sobrevivieran a los distanciamientos políticos. Con Héctor Agosti, por ejemplo, la cultivó hasta el fin de sus días, y con toda seguridad allí andaba el lingüista sardo de por medio.

Un testimonio personal: cuando supe que Agosti era un discreto colaborador de Clarín, Frigerio me ofreció conocerlo en persona. Un almuerzo en Veracruz, sobre la calle Uruguay, me permitió presenciar en directo la camaradería estrecha entre aquellos viejos cómplices.

A Héctor P. Agosti se le adjudica haber sido uno de los introductores de Gramsci en la Argentina, pero sólo José Aricó se animó inicialmente a vincular esa influencia con el desarrollismo al señalar en su libro Marx y América Latina que la revista Qué, dirigida por Frigerio, había sido un ensayo orgánico de aplicación al periodismo y a la política de la obra del pensador italiano.  Más tarde, casi finalizando el siglo XX, Carlos Altamirano presentó un enfoque más aproximativo de las particularidades del desarrollismo argentino al escribir, entre otros aportes, la biografía de Arturo Frondizi para el Fondo de Cultura Económica (en la colección Los nombres del poder, cuyo director era Luis Alberto Romero y el editor Alejandro Katz).

Hasta entonces, los estudios académicos habían soslayado y menospreciado, muchas veces explícitamente, al pensamiento desarrollista. No se le concedía entidad como una corriente de ideas originales o se lo diluía en una versión presuntamente más amplia, casi como un subproducto, de la doctrina cepaliana que tuvo no poco impacto sobre las escuelas económicas y sociológicas locales por el ir y venir de profesionales argentinos. El “efecto Altamirano” obró como un deshielo, y por ahora es el autor más citado cuando se trata de abordar el estudio de esta vertiente política y teórica en los centros de investigación universitarios. La mejor astilla es la del mismo palo.

Tarde o temprano ese silencio y tenaz prejuicio, que duró cuatro décadas, será revisado y saldrán a la luz las motivaciones que inspiraron tal cerrazón. Confiemos en nuestros historiadores de las ideas. A cuenta de esa búsqueda, identificándolos como obstáculos, pueden anotarse los rencores del radicalismo, que no perdonó a Frondizi su profunda, instantánea y duradera alianza con Frigerio (que entre otras cosas llevó al trajinado entendimiento con el peronismo), además de la rusticidad y mecanicismo de una izquierda conservadora para quien resultaba inconcebible que aparecieran análisis y propuestas de inspiración marxista que no estuviesen regidas por las “verdades preconcebidas”. La fugaz y ridícula acusación a Frigerio de “marxista de derecha” no prendió.

La cuestión agraria

La cuestión agraria fue el test que puso al desnudo el anacronismo analítico de la izquierda. Se repetía que el principal obstáculo para avanzar hacia el socialismo era la persistencia de las formas feudales personificadas en la gran propiedad rural, el latifundio con baja productividad, por lo que sin una reforma agraria “inmediata y profunda” no habría cambios sustanciales en la estructura social. Resabios de esta miope visión persisten hasta hoy, porque la ideología cristaliza infundadas certezas y la razón viene en auxilio del prejuicio para apuntalarlo, y no al revés, como sería esperable en la ya afianzada tradición iluminista.

Frigerio enfrentó esa visión retardataria sosteniendo que el problema del campo era un desafío típicamente capitalista y que las empresas rurales debían invertir para mejorar su productividad, puesto que ése era el verdadero desafío en términos macroeconómicos, y la política económica debía favorecerlo. Su tesis deslumbró a Juan José Real, un prestigioso dirigente comunista que había sido expulsado por propiciar una mejor comprensión del fenómeno peronista, quien se sumó entonces –aunque permaneció fuera de la mirada pública– al equipo desarrollista. Recientemente el historiador Aníbal Jáuregui, estudioso de la trayectoria de “Máximo” Real, lo definió con un simpático título como “un comunista en la corte del rey Arturo”.

Años después, en Síntesis de la historia crítica de la economía argentina, (Hachette, Bs. As., 1979), siguiendo a Emilio Coni, Frigerio presenta a la vaquería del siglo XVII, antecesora de la estancia, como un emprendimiento que empleaba trabajo libre asalariado, con propiedad privada de los medios de producción y regulación estatal a través del permiso concedido por el Cabildo. Con el añadido que los cueros obtenidos en esa suerte de cacería sangrienta tenían como destino el mercado, tanto local como mundial, o sea que reunía todos los ingredientes, aunque con recursos tecnológicos elementales, de una organización económica capitalista. Tanto la primitiva estancia, de la primera mitad del siglo XIX, como la moderna, con el alambrado y el ciclo lanar que siguen a Caseros, son para Frigerio típicas empresas capitalistas. El rastro feudal, si existía, debía buscarse en el sistema de propiedad que pervivía en las regiones más alejadas del centro dinámico, situado en el puerto de Buenos Aires y su área de influencia, cuya dirigencia, consciente de sus intereses, condujo a la Revolución de Mayo.

El capital extranjero

Idéntica miopía tuvo –y tiene aún– cierta izquierda criolla con su rechazo a la inversión de capitales extranjeros, algo que ya en pleno siglo XXI y con el fenomenal despliegue de China en primer plano, pone al descubierto su “indigencia teórica”, sobre la cual alertaba Frigerio. Esta limitación deviene de su precariedad analítica y consecuentemente la cuasi nula percepción del despliegue del capitalismo en su fase avanzada (incluso en su etapa “senil”, según Samir Amin), algo imperdonable en quienes se presumen marxistas. En la concepción de Frigerio, las inversiones extranjeras en sectores claves de la economía que contribuyeran a integrar la estructura productiva servían para impulsar el salto hacia el desarrollo en un país como el nuestro. Aquellas que replicaban lo ya existente no cumplían ese papel.

Frigerio explicó tempranamente que la acumulación necesaria para atravesar el umbral de la autodeterminación (en el grado relativo, pero real, que admite el moderno sistema mundial) no surgía naturalmente en países sometidos a una pérdida del intercambio que ocurría de modo sistemático e incluso más allá de las oscilaciones circunstanciales de los precios de las materias primas. Tenía que ver con la composición orgánica del capital y sus diferencias de densidad influyendo sobre las transacciones comerciales, e incluso sobre las financieras, y requería por lo tanto una estrategia afinada para dar ese salto cualitativo, donde la cuestión de ritmo era asimismo fundamental.

Estrategia que difería explícitamente (pese a las semejanzas en el énfasis sobre los sectores básicos) del modelo estalinista soviético, que perseguía la industrialización forzada llevada a cabo en la URSS en base a una superexplotación del trabajo del pueblo al que, contradictoriamente, proclamaba liberar bajo la coartada de la dictadura del proletariado.

El recurso al capital externo, para Frigerio, incluye el acceso a la última tecnología disponible, apuntando a situarse en el más alto estándar de productividad que fuese posible. A diferencia del estalinismo, este modelo es compatible con un sistema democrático, y requiere una conducción del Estado incorrupta y técnicamente sólida.

Evidentemente en la convocatoria desarrollista a la inversión externa hay una inspiración, aunque remota en el tiempo y por las enormes diferencias estructurales, con las concesiones que se realizaron en la URSS, en el marco de la todavía bastante mal estudiada NEP (Nueva Política Económica) impulsada por Lenin en 1921. El líder soviético discrepó en ese momento con Trotski sobre la centralización de la economía e impulsó una apertura a la iniciativa privada que se registró sobre todo en el sector agrario con resultados importantes en el aumento de la producción de alimentos, lo que venía a resolver un déficit monumental.

Se convocó también en el marco de la NEP al capital extranjero, mediante condiciones enormemente ventajosas, para elevar la productividad y participar del proceso de industrialización, que durante los primeros pasos de la Revolución, en la fase llamada del “comunismo de guerra”, había retrocedido muchísimo. A esa convocatoria respondieron empresarios alemanes, norteamericanos, italianos, suecos y otros, invirtiendo sumas considerables en la Unión Soviética.

Sobre esta cuestión, Juan José Real escribió un ensayo introductorio y recopiló los escritos de Lenin, trabajo que forma parte destacada en la bibliografía desarrollista: Lenin y las concesiones al capital extranjero, Ed. Jorge Álvarez, Bs. As., 1968.

Hoy todo esto parece un debate entre extraterrestres, pero entonces despertó posiciones muy duras y polémicas interminables.

La convergencia con Frondizi

Asistimos ahora, en cambio, a una verdadera “recuperación” más que de los aspectos centrales del pensamiento y la propuesta, al menos de las principales figuras del desarrollismo. El deshielo respecto de Frondizi había empezado con el cambio de siglo y ahora le toca a Frigerio, aprovechando las efemérides. La alianza que vinculó a ambos estadistas durante más de cuatro décadas constituye un fenómeno inusual en la historia argentina, marcada por los caudillismos personalistas y excluyentes donde nadie puede crecer a la sombra de un jefe que todo lo sabe y concentra el poder sin compartirlo.

Esa coincidencia entre ambos cofundadores todavía no ha sido exprimida en sus fundamentos y en general las explicaciones que se brindan son mezquinas o superficiales. Hubo algo más que conveniencias políticas mutuas. Los unió un diagnóstico y una estrategia política de largo aliento.

Sin embargo, el renovado interés por el desarrollismo es todavía más bien módico. Piénsese que estamos atravesando una época oscura en materia de elaboración teórica en la Argentina, juicio tal vez demasiado general, en el que el autor de esta nota desearía estar equivocado. La lucha política no recurre ahora a fundamentos filosóficos para dirimir los objetivos últimos de la praxis. La generalmente aceptada extinción de los “grandes relatos” reemplaza la confrontación de ideas por las operaciones de propaganda y prensa. Los epistemólogos que no descienden a la arena de la publicidad no tienen trabajo en la actividad política.

Frigerio fue al encuentro de Frondizi, según los datos históricos, pero éste lo acogió instantáneamente como su aliado íntimo, lo cual habla de una preparación mutua para ese encuentro de inteligencias y voluntades como hay pocos ejemplos a los cuales referirse. Horacio García Bossio nos recuerda que hay dos casos en la historia argentina donde alguien allegado al primer mandatario influye poderosamente sobre él, según lo describió en su momento José Luis de Imaz: el caso de Eva Perón y de Rogelio Frigerio, por cierto, bien distintos entre sí. Lo que en Eva fue pasión y amor por los desposeídos, impulsada por una vocación reparadora irreductible, en Frigerio fue diagnóstico y programa de cambios estructurales, con gestión y voluntad indeclinables.

Volviendo un instante a Gramsci, con una variación, podría decirse que en Frigerio, el “optimismo de la voluntad” arrastró consigo al de la inteligencia. Su certeza de que la Argentina tenía un porvenir de nación plena fue realmente inconmovible, a despecho de todos los síntomas y de la comprobada baja calidad de la dirigencia, a la que reprochaba su rutina intelectual y su conformismo. Y a juzgar por los resultados, no tuvo razón en esto pues, con las excepciones que puedan registrarse, el oportunismo y la irresponsabilidad han sido característicos de la clase dirigente argentina, llevando a la crisis de principios de siglo.

La decisión de Frondizi de apoyarse en Frigerio desde el mismo momento en que se conocieron es ciertamente asombrosa. Era un dirigente con notable experiencia parlamentaria y muy gravitante en la actividad partidaria. No tenía ingenuidad alguna en la política y sabía cómo conducir a sus seguidores, atrayendo a cualquiera que se acercara, con su magnética personalidad.

¿Cómo logró Frigerio impactarlo y convertirse en su consejero más íntimo primero y luego en su ejecutor más confiable? La explicación tiene que estar en la personalidad y la trayectoria de ambos. Frondizi tenía hechas lecturas sólidas, tanto de filosofía como de teoría política. Era un admirador del socialdemócrata inglés Harold Laski, aquél que calificó tempranamente al primer grupo nazi que rodeaba a Hitler al comienzo de su ascenso, como un “hato de forajidos”. Sus hermanos Risieri y Silvio, con quienes interactuaba, son la prueba palpable del nivel y calidad de la reflexión a que estaba acostumbrado Arturo desde el mismo núcleo familiar del que provenía, donde se movía cómodo.

Es plausible la hipótesis de que su trayectoria lo preparaba para el encuentro con Frigerio, si bien todo indica que fue éste quien buscó al prestigioso dirigente radical para proponerle, en un viraje único de la historia, fundar una nueva visión y una nueva forma de hacer política, donde las ideas y el programa orientaban las acciones tácticas.

Frigerio, a su vez, había de algún modo agotado su preparación de cenáculo. Durante años había animado equipos de reflexión y trabajo analítico sobre la realidad argentina y estaba preparado para dar un paso hacia la política de primer plano, en el que se movía Frondizi con experiencia, antecedentes y naturalidad. Era el hombre del destino y Frigerio le ofreció todo su potencial sin cortapisa alguna.

Con el trajinado relato a que obligan los años, Frigerio explicaba que cuando se conocieron Frondizi le preguntó cuánto tiempo disponía para dedicarle al trabajo político, dada su condición de exitoso ejecutivo empresario. La respuesta fue que le dedicaría medio día mientras continuaba atendiendo sus negocios el resto del tiempo. Y luego agregaba: “poco después, la dedicación era total”. La pasión y las circunstancias se combinaban felizmente.

Lograron una eficaz complementación. Frondizi, con la precandidatura presidencial era el máximo representante de una amplia coalición tácita que no se limitaba a la gran porción del radicalismo que estaba dispuesto a seguirlo, y que desde luego constituía el grupo mayoritario sobre el cual se tejía el nuevo partido que debería gestarse. Fue algo más que una pragmática distribución de tareas. Frigerio coordinaba el equipo de elaboración política y cultivaba los lazos con los restantes sectores que estaban convocados a sumarse, entre ellos sindicalistas, cuadros políticos peronistas que tenían una visión no sectaria de su propio movimiento y muchas figuras individuales o grupos que veían en esta integración una nueva fase de la historia argentina.

La primera usina

No es fácil montar un verdadero equipo. De hecho, vulgarmente se le llama así a gente que trabaja en conjunto, pero es algo cualitativamente distinto cuando se trata de transformar un país. Frigerio logró articular a personalidades no sólo muy valiosas sino que estuvieron de acuerdo en aportar desde su visión y experiencia a una nueva matriz de análisis que a la vez inspiraba las acciones políticas del gobierno frondicista. Eso fue revolucionario y no hay otros ejemplos en la historia nacional. La generación del 37 fue la inspiradora cultural del antirrosismo, y la del 80, que el grupo desarrollista consideraba de gravitación decisiva en la construcción de la Argentina moderna, compartió un espíritu de época y luego asimiló una influencia clarísima del positivismo francés y el pragmatismo inglés, como rigurosamente los describió José Luis Romero en su estudio de las ideas políticas. No fue el caso de la usina integracionista, y de allí su originalidad. Aportemos algunas referencias sobre algunos de sus miembros.

Isidro Odena, correntino de origen liberal y que había evolucionado hacia una posición socialdemócrata y se encontraba en el exilio trabajando para la radiodifusión de las Naciones Unidas. Regresó al país y visitó a Frondizi para ponerse a órdenes del nuevo proyecto. Recibió la recomendación de sumarse al equipo de Frigerio, con quien entabló una amistad profunda. Marcos Merchensky, periodista que con el grupo autodenominado Acción Socialista (del que participaba también Dardo Cúneo) había roto con el viejo partido de Juan B. Justo y Alfredo Palacios por su visión reaccionaria del peronismo, se integró a la reaparecida Qué, cuya primera redacción en los cuarenta, bajo la dirección de Baltazar Jaramillo, había integrado fugazmente.

Ramón Prieto, que era delegado de Perón junto con John William Cooke, fue un interlocutor lúcido en toda la fase preparatoria del pacto y su principal gestor práctico, convertido de hecho luego en nexo con dirigentes y organizaciones de base con quienes había trabajado estrechamente desde la Secretaría de Prensa y Difusión en los años anteriores a la Revolución Libertadora. Otros amigos de Frigerio, como Bernardo Sofovich, Eduardo Aragón, Arturo Sábato o Narciso Machinandiarena eran personalidades con funciones variables que incluían contactos diplomáticos, búsqueda de recursos económicos o llevaban a cabo misiones delicadas que requerían alta discreción. Arnaldo Musich, detenido junto con Merchensky por orden del ministro del Interior de Guido, en 1962, estaba en el grupo originario, pero tras el derrocamiento del gobierno se alejó de la política práctica e integró el núcleo directivo del grupo Techint.

Carlos Hojvat, médico homeópta que formaba parte de los equipos previos de investigación socioeconómica y había sido socio de Frigerio en un instituto de salud, se alejó en esos años, probablemente por una disputa por el liderazgo, que consideraba le pertenecía. Se lo cita con frecuencia como un adelantado, por la publicación de “Geografía Económico Social Argentina. ¿Somos una Nación?” (El Ateneo, Bs. As., 1950), pero también se ha explicado que editó con su nombre el trabajo colectivo de todo el equipo, lo cual lo aisló. Otro facultativo de ese grupo, Jacobo Gringauz, permaneció vinculado y luego fue el médico personal de Frondizi, durante la Presidencia.

Todo indica que en el Centro de Investigaciones Nacionales, (antecesor del Centro de Estudios Nacionales) que tenía sede en la Av. Luis María Campos, funcionaba sólo una parte del equipo, que no se confundía exactamente con la redacción de Qué, donde en cambio colaboraban Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz, entre otros. (Sobre ambos íconos del “pensamiento nacional” hay diversos intentos de desenganche que los sustraiga del equipo que integraron, materia digna de análisis específico).  Eduardo Calamaro con el buen desempeño de sus funciones de corrector de estilo inspiró un nuevo verbo: calamarizar, que era la última fase antes de publicar un documento o una nota. Y asimismo había más miembros en las sombras, como Real, de cuya pertenencia al grupo áulico Marcos Merchensky se anotició recién en 1963, en una reunión de la cúpula frigerista en Montevideo en el exilio, tras el derrocamiento de Frondizi. Frigerio, que apreciaba mucho a ese gran periodista que había dirigido El Nacional, decía con afecto que se debía evitar herir los prejuicios anticomunistas de no pocos amigos socialistas…

La incorporación de Carlos Florit, joven abogado que había sido discípulo del padre Julio Meinvielle, (fundador de los scouts católicos y luego inspirador de grupos de la derecha integrista), muestra la amplitud con que se reclutaba a los miembros del equipo, a quienes se les exigía compromiso con el proyecto antes que presentar un carnet de identidad ideológica. Florit estuvo a cargo del ministerio de Relaciones Exteriores en la primera etapa del gobierno de Frondizi. Asimismo muy jóvenes, Oscar Camilión y Horacio Rodríguez Larreta se sumaron en puestos relevantes de la Cancillería, donde Ernesto Sábato, amigo de Frigerio desde Insurrexit, tenía la responsabilidad de administrar las relaciones culturales. Albino Gómez también se sumó a las tareas en ese sector y cumplió funciones de redactor asimismo en Olivos, cerca del Presidente.

La heterogeneidad de los orígenes de los integrantes de la usina es la prueba quizás más contundente de la fuerza de las ideas, la inteligencia de los participantes y las coincidencias férreas con un método de análisis que se empeñaba en “separar lo esencial de lo secundario, identificando las tendencias fundamentales”, y elaboraba propuestas que significaban la superación de bloqueos que mantenían las condiciones del subdesarrollo, punto de partida de todos los enfoques que se propusieron entonces tanto para la economía como para la política y la cultura.

Hay que remontarse, como se dijo, a la generación del 80 para encontrar un grupo dirigente con tanto “sentido de la historia” y conciencia de su papel en ella. En los dos movimientos nacionales del siglo XX, el radicalismo y el peronismo, como así también durante los gobiernos conservadores de principios de la centuria, existieron sin duda personalidades relevantes y protagonistas destacados, pero no es posible hablar en estos casos de un equipo afianzado que aplicó un programa de transformaciones estructurales. Y en esa coherencia durante la gestión desarrollista, el liderazgo intelectual de Frigerio fue el factor determinante.

Este equipo se hizo un lugar en la historia enfrentando circunstancias poco propicias, por la profundos antagonismos que resultaron del gobierno justicialista y el revanchismo de los “libertadores”, pero no tardó en definir como “falsas antinomias” las que dividían facciosamente a los partidarios de una y otra posición, señalando que los intereses de todos tenían un punto de convergencia objetivo en la superación de las estructuras atrasadas del país donde regía un esquema agroimportador, que exportaba materias primas alimenticias e importaba bienes de consumo y los insumos industriales que requería para funcionar.

El punto de partida para diseñar una estrategia nacional fue la lectura anticipada, a mediados de los cincuenta, de que la Guerra Fría, a pesar de su virulencia ideológica, no iba a desembocar en una guerra de exterminio nuclear y que por lo tanto se imponía de hecho una coexistencia pacífica que ampliaba el margen de operación de los países que tuviesen un programa claro para emerger del subdesarrollo. Otra vez: el ritmo para hacerlo era fundamental para que fuese exitoso.

¿Recuperación de una marca o relectura de los desafíos en la actual situación mundial?

El revival del desarrollismo y de sus figuras políticas (aún bastante restringido a Frondizi y Frigerio, dentro del leve movimiento actual revalorizador de sus aportes) puede ayudar a salir del actual encierro de la política argentina si se extraen de las particulares circunstancias históricas en que ellos actuaron algunas conclusiones metodológicas útiles para inspirar ambiciosas propuestas superadoras.

Si la historia sólo se repite como farsa no tiene sentido la nostalgia ni la réplica de fórmulas que tuvieron su momento de luz y luego se reiteraron casi mecánicamente como consignas cada vez más fósiles. Importa el método, sobre el cual también hay una suerte de apropiación nominal, un mero intento de retención de una marca o propiedad intelectual, pero que no indaga sobre su esencia. Frigerio solía decir, cáustico, que quienes lo invocaban al voleo, confundían “método con procedimiento”.

En la economía política nacional es un simplismo dar por concluida la etapa de sustitución de importaciones, allanando el país a la provisión externa de bienes y servicios que la Argentina puede brindar en grado de excelencia. Tanto como lo es, en el otro extremo, aplicar una política anacrónica, mediante el cierre de las fronteras económicas con el pretexto de forzar la industrialización, sin otro resultado que la crispación y el retroceso.

La cuestión principal pasa ahora por determinar si el Estado Nacional puede garantizar la elevación de las condiciones de vida y de trabajo –es decir, del nivel cultural– de la totalidad de la población que alberga en su seno. Economistas actualizados, que se autodefinen como neoestructuralistas, asumen que eso no es realmente posible y proponen una administración progresista y sin dudas solidaria de la pobreza.

Tener en cuenta a todos parece un desafío difícil, si realmente se diferencian las declaraciones de los hechos y se apuesta a la mejora garantizando un piso creciente de igualdad. Operan en contra dos gigantescas tendencias que no son de carácter local: por un lado la producción se concentra a escala mundial, haciendo de la innovación una variable dependiente de la acumulación, que aporta un flujo ininterrumpido de avances técnicos, y por otro la tecnología resultante que, orientada específicamente a esos efectos, prescinde velozmente de la mano de obra poco o nada calificada. Lo que Jeremy Rifkin definió, bien provocativamente, como “el fin del trabajo”.

¿Puede aún el Estado Nacional presidir un proceso virtuoso donde se combine la iniciativa y la creatividad de los emprendedores con la ampliación de la inclusión social y el avance general de la educación y la cultura? Allí está, palabras más o menos, uno de los desafíos centrales de esta época y excede el propósito de esta nota desmenuzar sus implicancias.

Hacia los nuevos paradigmas

A mediados del siglo XX el paradigma de la ocupación y la elevación social pasaba por el empleo industrial, que se proyectaba al sector agrario con la incorporación de maquinaria y agroquímicos, mientras un amplio abanico de servicios nuevos asistían esa transformación agilizando las transacciones y potenciando la producción. Ahora esto ocurre sin incorporar masivamente mano de obra, salvo la muy calificada.

En el modelo industrialista del siglo XX el sindicato era la expresión orgánica de la clase obrera. Por eso, apuntémoslo de paso, el gobierno desarrollista promulgó la Ley de Asociaciones Profesionales que mejor expresaba a la clase trabajadora como un estamento con representación coherente: estableciendo una sola central obrera y un sindicato por rama de producción. El peronismo no llegó, ni en su mejor momento, a concretar ese encuadre que luego, en la OIT, fue considerado violatorio de la “libertad” sindical, consigna erigida en principio liminar, que sirve para un barrido y fregado. Pero si no hay representación democrática genuina en el seno de cada gremio, toda unidad es ilusoria y predominan en mayor o menor medida dirigencias enquistadas que obtienen para sí y sus propios intereses esa presunta representación.

Como un vendaval que arrasa las organizaciones de clase y diversifica las luchas sociales, ahora se anuncia el fin del sindicalismo con el pretexto de las variaciones que imponen al empleo las nuevas condiciones tecnológicas. En lugar de avanzar hacia representaciones más genuinas y más amplias se propugna un retroceso hacia el trabajador “libre” vendiendo su fuerza de labor al mejor postor. Así de retardataria puede ser la voz del presunto progreso.

Nuestra hipótesis, siguiendo a Frigerio, asume que el Estado Nacional no ha agotado su función histórica, aún cuando la exigencia sobre la calidad de sus intervenciones haya aumentado notablemente. “Sintonía fina” es una expresión incorporada al lenguaje político, (lo cual de por sí ya es un indicio alentador en cuanto a la conciencia del problema), pero que dista de verificarse en numerosas acciones de la administración.

Representar al conjunto y orientarlo hacia formas superiores de convivencia es una tarea harto compleja. El viejo y siempre olvidado bien común vuelve por sus fueros, ahora que la humanidad ha resuelto su incapacidad anterior para solucionar los problemas básicos (alimentación, vestido, vivienda, educación) que caracterizaron las etapas históricas desde la Antigüedad hasta mediados del siglo XX o poco más.

Cuando el primer satélite ruso dio vueltas a la Tierra y la primera nave estadounidense se posó en la Luna, se había atravesado virtualmente el umbral de la escasez y sólo restaba implementar los avances en materia agrícola (la revolución verde primero y la transgénesis auxiliada por la siembra directa después) y en las restantes esferas de la producción para que los flagelos del hambre, las enfermedades y el analfabetismo ya no fuesen nunca más barreras infranqueables que castigan a la especie.

Otro medio siglo ha transcurrido sin que se generalicen a todo el orbe los progresos que ahora son evidentes y palpables, configurando un escándalo inocultable que cuestiona la civilización misma y los valores universales que sobre ella se sustentan.

Rogelio Frigerio advirtió estas tendencias y las expuso, de un modo anticipatorio, casi más como un profeta que como un cronista, pues no se le ocultaba el sentido liberador de la revolución científico-tecnológica. Integración regional instrumento del monopolio (Ed. Hernández, 1968) es la obra donde expuso esa visión respecto de las tendencias mundiales, actualizando lo que había proyectado en Crecimiento económico y democracia, en 1963 (Losada), cuando todavía pensaba que la Unión Soviética crecería más rápido que los Estados Unidos y ello ampliaría y aceleraría las opciones nacionales de desarrollo independiente al equilibrar el poder económico con el militar.

Su último gran aporte fue Ciencia, tecnología y futuro (Sielp, 1987), donde insiste en que la revolución científico-tecnológica brinda numerosísimas y mejores opciones, en el abanico creciente de la producción cada vez más sofisticada, para que se multipliquen en cada país los impulsos del desarrollo, en el que incluía el despliegue de la creatividad y la cultura como manifestaciones elevadas de esos cambios, que veía contenidos, pero no excluyentemente, por los marcos nacionales. La nación, en la abstracción definida como una categoría histórica, es para Frigerio resultado de la labor múltiple del conjunto del pueblo, constituyendo la plataforma material y espiritual necesaria para ascender a niveles superiores de convivencia.

Los cambios se extenderán inexorablemente a todo el planeta y beneficiarán al conjunto del género humano, afirmaba Frigerio, pero no todos los pueblos llegarán al mismo tiempo al “reino de la libertad” ni mantendrán la riqueza y especificidad de cada cultura. Sólo los pueblos que elijan un camino propio, incorporando fluidamente los saberes universales, arribarán al mundo-uno aportando las particularidades de su genio.

Y, por supuesto, creía que eso era posible hacerlo en la Argentina..


Fuente: publicado en el portal La letra partida, en diciembre de 2014 con el título de «A la captura del capital simbólico»

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