La personalidad y el estilo de trabajo de Rogelio Frigerio se destacan en la política argentina del siglo XX por su coherencia y tenacidad en la búsqueda de soluciones estructurales para los que identificaba como los problemas más profundos de la sociedad argentina, tanto en materia cultural como social y económica. Definió la contradicción desarrollo-subdesarrollo como la principal en un mundo que ya no tendría guerras absolutas como consecuencia del empate nuclear, leyendo esa nueva realidad planetaria muy anticipadamente a otros analistas. Buscó articular el conocimiento científico con la praxis política y convocó un equipo de trabajo donde se integraron personalidades notables.

Frigerio no completó una carrera universitaria y eso le pesaba de algún modo, pese a que exhibía una cultura sólida en filosofía y economía, además de ser un lector ávido de literatura clásica. Había hecho estudios de ciencias exactas y cuando abandonó la disciplina de las aulas, (aunque no la del pensamiento), y la temprana militancia socialista, mantuvo un círculo íntimo de estudios políticos.  Lo hizo en paralelo con haber asumido responsabilidades en los negocios familiares, actividad empresarial en la que se destacó como gran innovador en actividades industriales, mineras, agropecuarias, comerciales, médicas y hasta urbanísticas (El Alfar en Mar del Plata, por ejemplo).

Alguna vez me contó que en los años treinta, al constatar el anquilosamiento del comunismo argentino, había propuesto con sus camaradas de Insurrexit la disolución del partido, por considerarlo ajeno a los intereses de la clase obrera. Obviamente lo hizo sin éxito, y con el esperable resultado de ser, desde entonces, considerado un enemigo irreconciliable de la sucursal del Kremlin en la Argentina, que se ocupó – como era la práctica estalinista – de calumniarlo en todas las formas posibles.

Su estilo político y su pensamiento toman forma propia a partir de los años 40, cuando integra el primer grupo que aplica las categorías del marxismo, despojado del dogmatismo soviético, a la realidad nacional. Los aportes teóricos de Antonio Gramsci contribuyeron en ese esfuerzo, porque el pensador sardo había hecho lo propio para Italia, su cultura y sus regiones.

A fines de la década, se aleja de la primera revista Qué, dirigida por su amigo Baltazar Jaramillo y de la que fue subdirector apenas durante el primer número, por el sesgo antiperonista que asumió esa publicación.

De esta primera etapa queda un testimonio bibliográfico, firmado por Carlos Hojvat, titulado ¿Somos una Nación?, cuya edición aconteció como resultado de elaboraciones grupales y análisis pormenorizados de las cuentas nacionales. Entre los contertulios de entonces se cita con frecuencia al médico Jacobo Gringauz, (homeópta como Hojvat), que atendió a Frondizi durante la presidencia, y a Eduardo Aragón, otro expulsado de las filas del PC.

Precisamente, su análisis del peronismo, rescatando sus virtudes (nacionalización de la clase obrera) y señalando las debilidades del programa de gobierno que debía sostener sus muy concretos  avances sociales, lo lleva a proponer la síntesis que se aplicaría durante la gestión de Arturo Frondizi (1958-1962).

La Usina

La célebre usina que él dirigió desde 1956, cuando relanza Qué, fue el equipo que alimentó aquella gestión con iniciativas que aún hoy asombran por su audacia. La Ley de Asociaciones Profesionales, por ejemplo, consagrando una central obrera (la CGT) y un sindicato por rama de producción, aún hoy no tiene en el propio peronismo el reconocimiento que merece, puesto que superó por su claridad todos los intentos legislativos y los indiscutibles  logros en materia gremial alcanzados por esa fuerza política.

Prácticamente los principales ejes de la política del gobierno desarrollista fueron debatidos y elaborados en la usina que dirigía Frigerio. Su estilo de trabajo incorporaba los datos que provenían de las fuentes más diversas y eran sometidos a análisis rigurosos, de cuyo debate salían las medidas a aplicar. Años después sintetizó las claves de su método proponiendo preguntarse, ante cada cuestión bajo análisis, ¿qué nos hace más Nación?, para definir las propuestas.

Frigerio logró reunir personalidades brillantes en ese equipo, que era amplio, flexible y abierto a todas las corrientes que tenían coincidencias básicas. Les bastaba con estar de acuerdo en la prioridad de construir la plataforma material de la nación argentina, reconocer la existencia de una cultura común y la necesidad de reconciliar a la sociedad que artificialmente se dividía entre peronistas y antiperonistas.

Había socialistas, como Isidro Odena, Marcos Merchensky  y Dardo Cúneo; conservadores como Oscar Camilión; comunistas expulsados del PC local como Juan José Real y Eduardo Calamaro, junto con ex comunistas que habían acompañado el proceso justicialista, como el legendario Ramón Prieto, delegado de Perón junto con John William Cooke (dato que se empeñan en ignorar los historiadores peronistas, pese a que su libro El Pacto relata con detalle el acuerdo con el jefe justicialista) o Arturo Sábato, quien también colaboró previamente en proyectos mineros y luego sería un gran director de YPF; filoradicales como Narciso Machinandiarena (hermano de Delia, la esposa de Jaramillo) y hasta discípulos del padre Menvielle, sustraídos de la derecha católica, como Carlos Florit, quien fue el primer Canciller de la gestión Frondizi. Albino Gómez, joven incorporado al servicio exterior, también trabajaba en Olivos. Posteriormente se sumaron los periodistas Mariano Montemayor y Enrique Alonso, entre otros. Algunos no se conocían ni interactuaban entre sí. Entre las mujeres, que entonces no abundaban en política, se destacaban además Blanca Stábile (casada con Narciso Machiandiarena) y Marisa Liceaga.

La nómina es enorme e imposible de abarcar en una evocación breve. Requeriría una investigación detallada de todos los que pasaron por las páginas de Qué en su segunda época que aún no se ha hecho. Allí colaboraban también Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche, otros dos protagonistas de esa etapa cuya presencia en la revista que expresaba a la usina integracionista (no se llamaban aún desarrollistas) despierta aún hoy incomodidades inocultables en el campo de los ideólogos y administradores del capital simbólico del nacionalismo popular, cuyo panteón ambos integran.

Hablando con Frigerio sobre ellos y su deriva posterior me contó que Jauretche se había enojado muchísimo por el pacto con Perón,  a quien consideraba superado por la historia, y en consecuencia se alejó, mientras Scalabrini, en cambio, lo sucede en la dirección de Qué cuando don Rogelio asume como Secretario de Relaciones Económico Sociales, en 1958.

Frigerio siempre destacó el patriotismo de ambos y su compromiso con la causa nacional. De Jauretche recordaba su conocimiento pormenorizado del país, de la cultura y las costumbres regionales, mientras que de Scalabrini valoraba su obra  literaria y sus aportes como investigador crítico de los intereses británicos en la Argentina. Destacaba su enorme honestidad intelectual,  virtud que lo lleva a escribirle la célebre carta con sus dudas sobre la política petrolera que iba a emprender el gobierno desarrollista.

En sus últimos años, y entre tantos amigos y colaboradores valiosos, Frigerio recordaba especialmente a tres: Odena, Prieto y Merchensky, aunque la amistad con Narciso Machinandiarena y Eduardo Aragón no tuvo mella a lo largo de sus vidas, lo mismo que con Bernardo Sofovich, otro ex comunista que fue durante muchos años el apoderado de Clarín. Todos ellos fueron compañeros insobornables, críticos leales si era necesario y al mismo tiempo solidarios con la causa que tuvo en Rogelio Frigerio a su principal conductor.

El pensamiento de Frigerio estuvo inspirado en la lógica dialéctica y su aporte al análisis de los problemas estructurales de la Argentina resulta inmenso, aún cuando tuvo escaso eco como dirigente político en términos electorales y también cometió errores que lo aislaron. Es posible, sin embargo, advertir el rastro de su método y de las conclusiones que obtuvo en numerosos protagonistas posteriores, lo confiesen o no.

Su personalidad avasallante – era un polemista implacable –, aunque simultáneamente cálida y seductora en el trato personal, le granjeó amigos entrañables y adversarios enconados. Entre estos últimos, los más pertinaces siguen siendo los auto designados custodios de la tradición izquierdista, para quienes resulta insoportable que haya existido alguien capaz de abrevar en las fuentes del pensamiento dialéctico y al mismo tiempo superara el clásico encierro del clasismo, aplicando un enfoque original a la realidad argentina.

Tanto la alianza de clases (la cual no significa colaboración ni sumisión) que propone para dar el salto cualitativo del desarrollo, como la visión de un país integrado en todas sus regiones (algo que sigue siendo infrecuente en nuestras dirigencias y reforzado por el peso electoral de pocos distritos) son conceptos que Frigerio plantea para la Argentina muy probablemente inspirándose, como referente teórico, en las reflexiones de Gramsci para la realidad histórica italiana.

Esos objetivos siguen vigentes, asumiendo que en las últimas décadas del siglo pasado la comunidad nacional se ha fragmentado notablemente, ahondándose las diferencias sociales, y cuando aún existen enormes espacios vacíos en la geografía argentina para poblar y desenvolver en ellos la cultura y la generación de riqueza.

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