*)Por Juan José Llach.

Unir logros sociales con una economía racional sigue siendo deuda.

Nuestro país ha sido tan fecundo en utopías como en la incapacidad de realizarlas. Cómo «no creérsela» si Ruben Darío nos decía en 1914: «¡Argentina, región de la aurora! […] / He aquí la región del Dorado,/ he aquí el paraíso terrestre,/ la ventura esperada,/ el Vellocino de Oro» ( Canto a la Argentina). O cuando, todavía en 1960, Enrique Larreta escribía en la nacion del sesquicentenario: «Fácil es predecir que en un futuro muy próximo la Argentina será uno de los países más ricos y prósperos del mundo moderno». O, en fin, cuando en la Navidad de 1961 el presidente Kennedy se reunía dos horas a solas con Frondizi -que en agosto había recibido al Che Guevara- para discutir «qué hacer» con la Cuba de Fidel (narrado por Carlos Ortiz de Rosas, único testigo presencial).

La utopía desarrollista, con marcados perfiles propios, abrevaba en la ciencia y la técnica, quería construir sobre lo hecho y, con realismo de raíz marxiana, se veía factible sólo si había un «reencuentro de los argentinos». Poco antes de su gestación, obra de Arturo Frondizi y Rogelio Frigerio, la Argentina había empezado a padecer la «restricción externa». El país consumía crónicamente más divisas de las que producía, desde 1949 había entrado en los ciclos de auge y parada (stop and go) y el PIB por habitante había aumentado apenas un 2,8% en diez años (1948-1958). Se supiera o no, el desarrollismo y su «segunda sustitución de importaciones», con los íconos del acero, el petróleo, la petroquímica, cobraban impulso por esa restricción, compartida por entonces en ideas y realidades con muchos otros países en desarrollo -sobre todo con Brasil y México en América Latina- y, en parte, con la Cepal.

Pero la amplia mirada de Frondizi apuntaba sobre todo a la integración y el desarrollo sostenido, con eje central en la industria manufacturera y la energía pero también con protagonismo de la infraestructura, el agro y el desarrollo del interior. Se otorgaron roles destacados a la educación, la ciencia y la tecnología, plasmados en el período más brillante de las universidades estatales argentinas -duramente golpeadas desde la Noche de los Bastones Largos, en 1966-, la legalización de las universidades privadas, el fortalecimiento del Conicet, el INTA y el INTI y la creación del Consejo Nacional de Educación Técnica (Conet).

 

Utopía irrealizada

Si algo se destaca de esta rápida revisión de la utopía desarrollista es que medio siglo después ella está en gran medida sin cumplir, pese a ser la mayoría de sus ingredientes objeto de amplios acuerdos en los discursos sociales y políticos.

El nuevo intento de integración al mundo, después de muchos años de pelearnos con tantísimos países, se inicia con gran incertidumbre después del Brexit. Pese a haber transcurrido más de una década con la mejor oportunidad económica que el mundo nos ofreció en un siglo, la integración social muestra enormes falencias. Hay 30% de personas bajo la línea de pobreza, más de 5% en indigencia -es decir, sin alimentación suficiente-, millones de compatriotas con viviendas y hábitats muy precarios, en muchos casos sin cloacas, y un 4% hasta sin agua potable. El aumento de la inclusión social en la educación básica es insuficiente, la graduación es baja, la calidad de lo aprendido es insatisfactoria y hemos perdido posiciones aun respecto de muchos países latinoamericanos. Las universidades estatales carecen del brillo de otrora y muestran también más inclusión pero baja graduación. En las privadas, las calidades son muy diversas y su aporte a la investigación es pobre, sobre todo en ciencias duras. En ciencia y tecnología es para celebrar la continuidad sin precedentes de una gestión fecunda, pero todavía invertimos muy poco en I+D: 0,6% del PIB, contra el 1,2% de Brasil o el 4% de Corea. Sigue persiguiéndonos la profecía de Paul Samuelson, cuando nos advirtió en 1980 que nuestro principal problema era la carencia de consensos sociales básicos.

Buscando junto con Martín Lagos alguna causalidad de tantas frustraciones, encontramos una y es que, si bien la Argentina ha padecido males similares a los de otros países, como Brasil, Chile, Uruguay y aun Nueva Zelanda, lo nuestro ha sido desmesurado (El país de las desmesuras, El Ateneo, 2014). Así ocurrió con la inestabilidad y la violencia políticas, la alta inflación, el endeudamiento o los violentos cierres y aperturas de la economía. El resultado fue un claro retraso de nuestro nivel de vida respecto del de muchos países, desarrollados o emergentes. Huelga decir que todo ello resultó en un aumento recurrente de la pobreza, la indigencia, el desempleo o el empleo informal.

Al preguntarnos el porqué de tanta desmesura reaparecen los mismos nudos que trató de desatar el desarrollismo. En su núcleo está la incapacidad de construir instituciones aptas para conciliar el desarrollo agropecuario -para el que estamos dotados como el que más- con el industrial, la exportación con el mercado interno, el desarrollo rural y del interior con el urbano y el de las grandes metrópolis y, en última instancia, la economía y la sociedad.

Para superar estas trabas fuimos construyendo un Estado que, como empleador de última instancia, privilegió esa función por sobre la de un Estado fuerte, promotor más que ejecutor del desarrollo, técnicamente dotado y capaz de lograr el acceso universal a la educación, la salud, la vivienda, la justicia o la seguridad. A favor también del círculo vicioso de evasión y alta presión tributaria, ese Estado no pudo financiarse y recurrió con desmesura al endeudamiento insostenible o a la inflación creciente, incluyendo la hiperinflación.

Si pudo o no haberse evitado el retraso de la Argentina es historia contrafáctica que no es posible dilucidar. Sí pueden identificarse dos períodos en los que el retraso se evitó, incluso con alguna recuperación. El primero fue entre 1958 y 1974 cuando, apoyándose en el legado desarrollista, se logró el mayor crecimiento del PIB por habitante del siglo XX: 58,6% acumulado o 2,9% anual. En el segundo, desde 1991 a 2008, el crecimiento fue muy similar, 2,8% anual. Las políticas económicas durante estos episodios fueron muy diversas, e incluso opuestas, como las de los años 90 y la década pasada. Hubo también factores comunes cruciales como finanzas públicas más solventes, menor inflación y apertura de la economía o al menos reducción del sesgo antiexportador. Pero lo más saliente fue que en ambos períodos se evitaron las desmesuras. Cuando éstas volvieron, como desde 1974 y desde 2007 -a partir de la intervención al Indec-, volvió también el retraso.

Ahondando la búsqueda quizás encontremos que el corazón del desarrollismo fue el intento de conservar los logros sociales del radicalismo, del socialismo y del peronismo, construyendo una economía capaz de sostenerlos en el tiempo, una economía no populista, dado que todos los populismos económicos, peronistas, radicales o militares, terminaron mal y dejaron pesadas herencias.

Lo que muchas veces faltó, en el desarrollismo y fuera de él, fue la convicción de que sin instituciones políticas sólidas era imposible el desarrollo integral y sostenido. Los últimos treinta y tres años de práctica democrática recuperada han afianzado esta convicción, aunque no mucho las conductas necesarias. Por lo visto hasta ahora el nuevo gobierno persigue, como el desarrollismo y sin desmesuras, una conservación superadora del patrimonio de logros sociales apoyándolos en una economía sostenible y con mayor institucionalidad. Parece faltar más diálogo social, políticas aún más innovadoras y hacer más explícito el horizonte buscado. Tarea ciclópea, premio mayor.


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Juan Jose Llach

Licenciado en Sociología (UCA) y en Economía (UBA).

Profesor y Director del GESE IAE Business School

Fuente: La Nación