Gabriel Martínez derriba mitos sobre la pobreza instalados en la clase media argentina. «La Asignación Universal por Hijo (AUH) de ninguna manera es un desaliento para la búsqueda de trabajo», sentencia. «Es probable que hoy, en cierto sentido, haya pleno empleo. Todos hacen algo. Pero hay diferentes calidades de empleo. El empleo formal es el que está en crisis desde hace décadas«, replica a un miembro de VD que le pregunta si la pobreza desaparecería si hubiera pleno empleo. Economista de cepa desarrollista y especialista en gasto social, Martínez analiza la problemática social argentina en el marco de las charlas de coyuntura organizadas por la Fundación Frondizi y VD.
Argentina atraviesa una serie de problemas sociales, agravados por el contexto mundial. A las marginalidad, la pobreza y la alta informalidad laboral, se le suma la revolución tecnológica que ha minado las bases del empleo y amenaza con agudizarse. “No desapareció el trabajo, sino que aparecieron muchas formas no tradicionales. Pasamos del trabajo homogéneo, del que hablaban los economistas clásicos, al trabajo heterogéneo, informal, no registrado, ilegal, de baja calidad. Los efectos políticos de esa heterogeneización del trabajo sobre la fortaleza política de la clase obrera son evidentes. Pero no desapareció el trabajo como predecía Rifkin. Lo que está en crisis es el trabajo asalariado. Y el desafío es incrementar el trabajo de calidad, registrado, con salarios que estén por encima de la línea de pobreza“, señala Gabriel.
Martínez analiza la situación laboral en Argentina en este marco y critica la idea de que existen planeros que viven del Estado y no quieren trabajar. «Nadie en su sano juicio se arregla con un plan social. El problema puede estar para algunos que ofrecen trabajo por 3.000 pesos, incumpliendo las leyes laborales, o en talleres clandestino. Ese tipo de trabajo quedará desalentado. Pero es muy difícil que alguien que quiera pagar un salario digno tenga problemas para encontrar gente que quiera trabajar, aunque tengan ya la AUH”, argumenta.
Los desarrollos tecnológicos generan incrementos de productividad por automatización y eso desestabiliza el mercado laboral. «La ganancia productiva consiste en despedir trabajadores y reemplazarlos por máquinas. Hay ganancias, sí, pero no solo no se transfiere a los trabajadores, sino que se los deja sin empleo», advierte. Esta esa la razón por la que algunos países europeos y latinoamericanos han avanzado con políticas de transferencias monetarias a las familias para compensar las desigualdades crecientes y compensar la renta tecnológica. «Tenemos que preguntarnos si está bien manejarnos con los preceptos morales cerradamente productivistas, que plantean que los únicos ingresos legítimos provienen del trabajo. No podemos seguir con la moral de un sistema económico y social que ya no existe», plantea. La política de Ingreso Ciudadano o Ingreso Universal es una posible respuesta a este problema, subraya y la define como «cobrar impuestos a la productividad y distribuirla entre los excluidos».
El Ingreso Universal en América Latina
Para Gabriel Martínez, la AUH es la versión sudamericana del ingreso universal. También lo son el programa Bolsa Familia, que ayudó a sacar a 28 millones de brasileños de la pobreza, o el bono Juancito Pinto, financiado por las ganancias de las empresas en Bolivia. «Tenemos tendencia a creer que esas ideas son de Europa y que nuestra región no está en condiciones fiscales de afrontar una red de protección social de este estilo. La realidad demuestra que no es así, el desafío es hacerla compatible con el equilibrio fiscal», apunta.
A la AUH hay que entederla como un ingreso básico, plantea Martínez. «La AUH no es incompatible con el trabajo, sino que busca brindar los beneficios de las asignaciones familiares a los desempleados y trabajadores informales. Es un sustento básico, darle de comer a los chicos. Hay que pensarla como un piso, nunca como un techo o una trampa de pobreza», razona.
Otro de los mitos que Gabriel trata de desterrar es que la AUH sea patrimonio de un bando político. «La AUH surgió como idea en distintos ámbitos y en particular fue promovido a través de una campaña masiva por el llamado Frente Nacional contra la Pobreza que organizó la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) en 2001. Su implementación se postergó por diferencias en el seno del gobierno kirchnerista. Finalmente, después de la derrota electoral del FPV en 2009 y la crítica de la Iglesia a «la ausencia de una política contra la pobreza», Cristina Fernández tomó la decisión de crear la AUH. En ese momento había consenso general en la dirigencia política de llevar adelante una política de este tipo», recuerda y destaca que el Gobierno de Macri no solo no haya revertido esta política, sino que la haya ampliado a monotributistas: «Fue una muy buena decisión».
Como advertencia sobre los efectos de la AUH, Martínez apunta que las condiciones que exige —asistencia escolar y controles de salud— agregaron presión sobre los servicios públicos —escuelas y hospitales—, que han atendido con dificultad estas demandas. También señala que debería cambiar el enfoque de programas sociales, que son eventuales y tienen una larga tradición clientelista, hacia uno orientado a la previsión social, que significa institucionalizar derechos.
La concepción social del desarrollismo
“No todos los desarrollistas tienen una concepción social. Que se posterguen la solución de los problemas sociales hasta alcanzar el pleno desarrollo o que el mismo tenga desde el comienzo un contenido social, he aquí el punto que separa las dos tendencias desarrollistas», cita de memoria Martínez. La frase es del libro Treinta años de historia argentina, del dirigente histórico desarrollista Juan José Real. Él se inscribe en el grupo de los segundos, aunque aclara que la concepción social era diferente en los años 50, cuando nació el desarrollismo. «Se entendía que no había un problema social de fondo, una cuestión social independiente del ciclo económico. Mientras la economía creciera, habría empleo para todos», cuenta.
El desarrollismo surgió en los años en los que imperaba el keynesianismo a nivel mundial, los 30 años gloriosos, como los llama el sociólogo Robert Castels. El paradigma de entonces planteaba que los ciclos económicos se resolvían a través de la expansión de la demanda agregada, a través del auxilio de la política económica, fiscal y monetaria, explica Martínez. «El estructuralismo es la respuesta a ese mismo problema —los ciclos del capitalismo— para Latinoamérica. Ambas concepciones entendían que el problema del desempleo se resolvía cuando la economía crecía nuevamente, ya fuera por la expansión de la demanda agregada o por superar la insuficiencia de divisas. Los problemas sociales se resolvían sin que fueran necesarias políticas sociales específicas de tipo compensatorio», sostiene. El contexto era muy diferente al actual: había una alta tasa de sindicalización y de trabajo formal y registrado.
El modelo capitalista de posguerra entró en crisis a mediados de los 70. El fordismo terminó con la crisis del petróleo. “Con la aparición de la estanflación, el keynesianismo entró en descrédito en todo el mundo. Y en América Latina se planteó que había una crisis de la industrialización sustitutiva, que es el argumento básico que sostiene la experiencia desindustrializante de Martínez de Hoz. En el mundo se impusieron los planteos monetaristas y la política económica cambió de eje: de buscar el crecimiento, la industrialización, el empleo, pasó a focalizarse en controlar la inflación», expone el economista. En América Latina significó el ocaso de las políticas industrialistas, de las que, según Gabriel, el desarrollismo era la versión «más radical».
Tiempos de exclusión y pobreza estructural
La exclusión social empieza a manifestarse en Argentina en los 90. Los problemas de la economía y el empleo no se autorregulan, argumenta Martínez: aunque crezca la economía, hay gente que no mejora su situación. Es la pobreza estructural. «En los últimos 20 años llegamos a un pico de 50% de pobreza en 2001, el crecimiento posterior y la extensión de planes sociales y subsidios económicos —a las tarifas de energía y transporte— redujo significativamente el índice. Pero no eliminó la pobreza estructural», describe Martínez.
La permanencia de la pobreza estructural puede ser vista como indicativa de los límites del modelo de crecimiento durante el kirchnerismo, pero también es un fenómeno mundial. «Es una crisis civilizatoria. Son los parias de la modernidad, como los llamó Zygmunt Bauman. La modernidad a escala global genera contingentes humanos privados de medios adecuados de subsistencia más allá del devenir de las economías nacionales. Antes podíamos pensar que con un ciclo económico positivo todos los problemas sociales se resolvían solos. Esa es una creencia que perdura porque está asociada a un sentido común forjado en los años de prosperidad, en los 30 gloriosos, pero hoy ya no es así”, concluye. Comprender que la pobreza es estructural y generada por la lógica de los modos de producción capital intensivos, sostiene Gabriel, es el primer paso para cambiar el punto de vista que responsabiliza a las víctimas del desempleo y la exclusión de su situación.
El economista critica la doble vara de ciertos sectores sociales sobre la asignación de los recursos públicos. «Se cuestionan las transferencias de ingresos a las familias más pobres, por la lógica bíblica de ganarás el pan con el sudor de tu frente. Pero ese dilema moral desaparece cuando se trata de transferencia estatales dirigidas a los grupos concentrados o familias de estratos más altos (como créditos subsidiados, exenciones impositivas o tarifas subsidiadas). Como dice John Kenneth Galbraith, asesor de Kennedy y Roosevelt, en La cultura de la satisfacción: «Los relativamente más opulentos pueden soportar los efectos morales adversos de los subsidios y ayudas del gobierno, pero los pobres no»”, subraya irónico Martínez.
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