No hace falta ver películas de ciencia ficción: la batalla entre el hombre y la máquina ya se está librando. Pero no se disputan el dominio del mundo, sino su lugar en el mercado laboral. Comenzó hace años y cada vez se acelera más. Ya no solo se trata de máquinas y robots que ensamblan electrodómesticos en los suburbios de Dehli o automóviles en Shanghai, sino de algoritmos para la compra y venta de acciones que reemplazan a analistas de mercado, sistemas de homebanking que vuelven prescindibles a los empleados bancarios o plataformas de e-commerce que amenazan a toda la plantilla de grandes cadenas de supermercados. El caso de Carrefour es un buen ejemplo: anunció una reestructuración a nivel mundial que incluye una reducción del 25% de su plantilla en Francia y en torno del 10% en Argentina como parte de una estrategia para enfrentar la competencia de las compras por Internet. Y son cada vez más las profesiones que están en la mira, incluso algunas que hasta hace poco se consideraban a salvo. El 65% de los puestos de trabajo en Argentina es susceptible de ser automatizado, según un informe de Banco Mundial de 2016.
El futuro ya llegó y es una realidad. Las máquinas tienen para los empresarios atractivos inobjetables sobre los trabajadores: son más eficientes y generan menores costos de producción, no cometen errores humanos, no hacen huelgas, no reclaman derechos. La discusión es si se debe luchar contra el avance de las máquinas o si es posible usarlas en beneficio de la sociedad. Muchos investigadores proponen captar la ganancia extra que genera el salto en la productividad por la automatización del empleo y volcarlo a la sociedad en forma de un ingreso universal. Así se garantizaría a la gente en edad de trabajar los medios necesarios para subsistir. Y, claro, también para consumir.
Eduardo Levy Yeyati, uno de los argentinos que más ha estudiado la propuesta del Ingreso Ciudadano, señala tres dimensiones que deben tenerse en cuenta cuando se analiza en profundidad el tema. Son tres grandes cambios en el mercado laboral y en la forma en que concebimos el trabajo. La primera es que si bien muchas tareas que conocemos actualmente serán automatizadas y dejarán de existir como trabajo humano, a la vez se crearán otras nuevas, relacionadas con la tecnología. Esa reconversión de actividades puede dejar fuera del mercado laboral a los trabajadores que no cuenten con las habilidades necesarias y generar extensos bolsones de pobreza. Otra dimensión es el quiebre del paradigma del horario laboral. El trabajo ya no estará organizado en jornadas de ocho horas, sino que se producirá una especialización y tercerización del empleo. Uber, IguanaFix y Freelancer son algunos ejemplos de este fenómeno que ya se está dando. Los beneficios derivados de la relación de dependencia serán cosa del pasado. La tercera dimensión es la que justifica el Ingreso Ciudadano. Es previsible que la creación de nuevos empleos sea inferior que la destrucción de los que fueron automatizados, lo que significará una caída en el nivel general de empleo. Sin discriminar si el país es o no industrializado.
En defensa del Ingreso Ciudadano
Las políticas de renta universal buscan que los beneficiarios tengan garantizada su subsistencia; que tengan ingresos para asegurar comida, techo y vestimenta. Sus defensores argumentan que, lejos de degradar a los que lo reciben, el ingreso universal genera un círculo virtuoso: al no tener incertidumbre sobre sus necesidades básicas, las personas pueden trabajar menos horas, tener más tiempo ocioso y ser más creativos, lo que motiva el emprendedorismo y el trabajo como voluntario en la economía popular. Esto sin contar los beneficios a nivel personal, como el fortalecimiento de los lazos familiares por tener mayor disponibilidad para el cuidado de los más chicos y los adultos mayores.
La propuesta descansa sobre la idea de que las personas quieren trabajar y ser productivas, aunque tengan las necesidades básicas cubiertas. El Ingreso Ciudadano evitaría que muchos tuvieran que aceptar trabajos precarios para escapar del desempleo y la pobreza, y puedan exigir mejores condiciones laborales o enfocarse en aquello que realmente les interesa.
El club de los escépticos y los casos reales
No todo es color de rosas. El Ingreso Ciudadano también tiene detractores. Los escépticos piensan que se trata de un experimento inaplicable porque es coercitivo. Gravar al empresario que busca la automatización, sostienen, sería un desincentivo a la innovación. Hasta hay quienes lo equiparan con un robo por parte del Estado. Otras voces afirman que si se repartiera igual incentivo a todo el mundo se desalentaría la competencia, se desgastaría la meritocracia y desvalorizaría el talento. Son las críticas más liberales. Las más pragmáticas ponen en duda que sea sostenible su financiamiento.
Para llegar a una conclusión aún no hay una muestra clara de su funcionamiento en la práctica. En Canadá se están haciendo las primeras prueba piloto y el Ingreso Ciudadano se entrega a personas de entre 18 y 64 años con ingresos inferiores a un límite, que es diferente para casados con familia y solteros. El experimento se está llevando a cabo con grupo de control en Linday, Ontario. Finlandia implementó una prueba similar que comenzó en enero de 2017 y concluirá en diciembre de 2018. Se inició con una población de 2.000 desocupados que recibía 560 euros al mes y preveía que fuera extendido a otros grupos, pero finalmente el Gobierno ha decidido darlo de baja cuando termine esta prueba. Varias ciudades de Holanda, de Escocia y Barcelona han encarado iniciativas similares, que contemplan alguna variante del ingreso universal. El tema ha cobrado tanta relevancia que el emprendedor Andrew Yang ya ha anunciado que se presentará en 2020 como candidato a presidente de EE UU con la propuesta de otorgar una renta básica universal.
La discusión está abierta. Lo que está en juego es la sustentabilidad de los modelos productivos, con o sin la gente. La dicotomía es recoger a los caídos del sistema, los reemplazados, o dejar que el mercado por sí solo adopte nuevas formas de trabajo. El punto es controvertido: ¿Es ético hacer transferencias monetarias a quienes no trabajan, sin contraprestación alguna? ¿Lo es dejarlos fuera del sistema? ¿Los empresarios invertirán si se cobra impuestos a la automatización para solventar el ingreso ciudadano o buscarán regiones donde no se graven estos métodos de producción?
La sociedad deberá responder todas estas preguntas. Aunque hoy parezcan ajenos a la realidad Argentina, estos cambios se están produciendo y los desafíos llegarán más temprano que tarde. En una charla Ted, Daniel Raventós hace mención a las tres etapas por las que atraviesa una discusión sobre temas nuevos o ideas disruptivas a lo largo de la historia. En realidad, Raventós cita Arthur Clark, escritor y científico británico, autor de 2001: Una odisea del espacio. La primera fase es la de “¡Qué locura, por favor déjeme en paz con esas ideas!”; en la segunda se extiende el «considero la idea interesante, pero hay temas prioritarios”; y en la tercera, “yo vengo proponiendo esta idea desde hace mucho tiempo, y esta es la que va”. ¿Nos encontraremos, acaso, entre la segunda y la tercera etapa?