Nuestros pobres según nuestros mitos
En innumerables ocasiones hemos oído decir, en discursos o conferencias, a dirigentes políticos, líderes de la sociedad civil, líderes religiosos, y dirigentes del sector empresario, que una de las principales causas del aumento de la pobreza son las mujeres con incontable cantidad de hijos que no pueden mantener, que apelan al recurso de extender la proliferación, razón por la cual se vuelven a embarazar para cobrar un plan. Y hasta nos brindan, para apoyar su afirmación, la anécdota personal de la hija de Cacho o María (siempre nombres fáciles de retener, asociados a gente humilde), quienes abiertamente les han confesado el delito.
Nadie puede negar haber escuchado esta afirmación sobre las chicas que se embarazan para cobrar un plan, ya sea en la televisión o cualquier otro medio de comunicación, o en el transporte público, o el almacén o cualquier reunión social. En algunas ocasiones esta evaluación de la natalidad tarifada ha sido acompañada de propuestas de castración o penalidad ante la proliferación de bebés con un cheque que han imaginado o ayudado a imaginar. Pero resulta que esta tranquilidad de los líderes que afirman tajantemente este hecho se ha visto en crisis por el informe del CIPPEC, avalado por el Ministerio de Salud Nacional. Resulta de ello que la tasa de fecundidad ha disminuido en todas las edades, y condición social. Bajó sensiblemente en las mujeres menores de 20 años. En el caso de las adolescentes la disminución fue del 55% entre el 2015 y 2020. Las gestaciones en mujeres hasta 20 años tuvieron una merma de aproximadamente 60.000 cada año.
Estos números se explican por la masividad de anticonceptivos puestos a disposición de mujeres de bajos recursos, más campañas informativas sobre reproducción voluntaria y la despenalización del aborto: es decir políticas públicas. Dudoso fenómeno para quienes este mito les brinda cierto alivio si han tenido o tienen alguna responsabilidad de gestión, más aún cuando los planes por hijos (AUH) se actualizan por inflación.
La famosa aseveración popular de que «las chicas se embarazan para cobrar un plan» no era otra cosa que un mito como demostró el informe del CIPECC.
Y es que muchos siglos después de la aparición del mito en la antigua Grecia, con similares características y parecida función de ordenador social y generador de costumbres y saberes, pululan también entre nosotros nuevos mitos urbanos, adaptados a nuestras modernas sociedades, desde los cuales se trasmiten aseveraciones que sin fundamentos ni evidencias concretas que los sostengan pasan a ser parte del saber popular y del prejuicio social.
El gran mito de que los pobres no quieren trabajar
Aunque el mito de las chicas que se embarazan para cobrar un plan quede destinado a la obsolescencia, aún quedan otros en los que descansa la tranquilidad de los actores con responsabilidad en la sociedad, sobre el aumento del fenómeno de la pobreza.
Veamos ahora el mito de los choriplaneros y las generaciones sin cultura del trabajo («que viven de la mía»). Según esta creencia cada vez más fortalecida, existe un inmenso universo de gente que no trabaja porque tiene planes sociales y con ese ingreso se procuran una vida disoluta. Algunos ven a estas personas con cierta redención, pues no se puede ser condenatorio con alguien que ha nacido sin «cultura del trabajo», o que tal vez la ha extraviado en el camino. Otros lo son de mirada severa sobre estos pícaros que reproducen en miles y miles al Buscón de Quevedo, cuyo único oficio es vivir de la astucia y de un Estado que busca engordar la clientela para justificar su indeseable e inútil existencia. Los primeros proponen el tan inocente y remanido apotegma: “no les den el pescado, enséñenles a pescar”. Los segundos, los menos empáticos, aconsejan enviar a ese ejército de vagos al campo, munidos de un cargamento de palas.
Algunos políticos y sus sesudos estudiosos de la economía de ceño fruncido, a veces con gesto adusto de próceres, o en ocasiones con cara de sabios que revelan un enigma milenario, o simplemente como vecino indignado, afirman que el problema de la pobreza resulta, lisa y llanamente, de la falta de la cultura del trabajo, situando el problema en quienes lo padecen. El impacto es tan efectivo que no necesitan explicar cómo alguien, del universo de 1.200.000, beneficiarios del Potenciar Trabajo (a éstos se refieren con más frecuencia) puede sobrevivir con un ingreso que representa la mitad del insuficiente valor que corresponde al salario mínimo vital y móvil. Ya sabemos por el CIPPEC que sus consortes se niegan a aumentar la bolsa familiar teniendo más hijos.
Esos voceros tampoco explican, y al parecer no necesitan hacerlo, cómo hace para vivir el resto de la población activa que compone los casi 6 millones de personas sin registrar actividad laboral y que no están contemplados en el Potenciar Trabajo. Claro que omitir estas sencillas preguntas los libera de la aventura de tener que reconocerles a esos millones de trabajadores y trabajadoras informales su inmensa capacidad de resiliencia y admitir que estos hombres y mujeres no sólo poseen en muy alto grado la capacidad de trabajar y esforzarse en condiciones a veces muy penosas en las labores menos calificadas, cualidad que no se les reconoce y con la seguridad de una retribución que jamás termina de sacarlos de la incertidumbre de asegurarse lo mínimo y básico que cada familia debe tener. Para esos políticos y sus economistas conceder veracidad de esta realidad sería hacerlo a expensas de su títulos y honores.
Renunciar al mito y cambiar la realidad
Abandonar el navío, que marcha sobre aguas apacibles en el mito de las generaciones sin cultura de cultura del trabajo, sería para estos políticos de bolsillo y sus liliputienses de la economía, tomar un timón sobre mar agitado yendo directo a una tempestad. No es fácil para el mediocre mirar de frente las verdaderas causas que explican la pobreza y su indetenible crecimiento. Sin el mito, queda en toda su extensión el deterioro económico y social de las últimas décadas, con ingresos por habitante similar a los años 70, con la inexcusable responsabilidad de la dirigencia política, sindical y social, también la religiosa, incapaces del más elemental atisbo de acuerdo, ya no para disminuir la pobreza si no para intentar detener el escandaloso crecimiento de ésta.
Renunciar al mito implica el desafío de identificar y aplicar medidas para aumentar el crecimiento económico, elevar las tasas de inversión, generar puestos de trabajo, apuntar al crecimiento de las exportaciones para generar los dólares que faltan para frenar la inflación desmesurada, preguntarse sobre la moralidad y conveniencia de la especulación financiera a través del Banco Central, que genera inconmensurables ganancias a un grupo reducido de personas y bancos, mientras que trabajadores de ingresos medios ven extinguirse el sueño de la casa propia por la imposibilidad de acceder a un crédito libre de la usura.
Para dar respuestas a la altura de las demandas de la historia y de la deuda social, la miopía de algunos dirigentes no les permite ver más opciones que, ya incapacitados de dar la batalla contra la pobreza, proponer una lucha sin cuartel contra los pobres. Si éstos se congregan en espacios públicos con demandas urgentes, empujados por la desesperación, provocan horas de debates en los medios para ver quién parece ser más inflexible, imaginando acciones represivas que demandan “coraje y determinación“, (palabras muy en boga). Si un merendero en un barrio humilde es punto de encuentro de vecinos que desean alguna mejora en las calles sin asfaltar o demandan conexiones de agua o tal vez luminaria, esta congregación de pobres es pasible del enojo del intendente. Se trata de combatir a los pobres en cualquiera de sus formas de organizarse.
Pero justo es reconocerles cierta habilidad desarrollada en sus largos años en la primera plana de la política, que les permite vivir suntuosamente (nótese que a muchos de los principales animadores de la consigna de «viven de la mía», no se les conoce un desarrollo económico en el ámbito privado); esta habilidad ha consistido en la creación o intensificación de la grieta, dependiendo a quién se consulte sobre el origen de esta forma de sostener el statu quo, recurso compartido por los dirigentes de ambos lados de la supuesta línea divisoria, nos referimos a los populares y los republicanos, ambos populistas a su manera.
Esta estrategia de sostener el poder apoyada en el mito de las generaciones sin cultura del trabajo, al igual que las chicas que se embarazan para cobrar un plan, y tantas otras en el mismo sentido que buscan invertir la responsabilidad de la dirigencia para cargarla sobre los que padecen privaciones, en una sociedad que no tolera más tanta desigualdad, hace imposible vislumbrar en el horizonte cercano alguna salida.
Este es un país maravilloso con gente de calidad humana y gran potencial y no debemos permitir que nos sigan dividendo porque estaremos condenados como Sísifo a cargar una pesada piedra hasta la cima de una montaña para repetir la tarea infinitamente, empujando a las nuevas generaciones al desaliento, por consiguiente, a la falta de oportunidades, consolidando así la pobreza.
A la imagen del coloso Sísifo, subiendo la cuesta con la roca gigante, habría que agregarle un perro a sus pies mordiéndose la cola, en homenaje a la clase dirigente que tanto aporta a la vigencia de los mitos (en su provecho, claro) que reproducen y aumentan la desigualdad.