El sesgo crematístico de la política contemporánea no es nuevo ni específico de la Argentina, pero en los últimos años ha ido acentuando entre nosotros una gravitación que amenaza con envilecer de modo irrecuperable la política, dimensión clave de la organización y dinámica comunitaria. Constituye una tendencia, que desde luego, consideramos altamente perniciosa y va de la mano con la crisis de representatividad que también aqueja a la mayoría de las democracias realmente existentes.

Para adjudicar culpas sería una grave limitación reducir este asunto al venenoso legado de Goebbels, porque aún antes de la aparición de la plaga nazi –precedida por la siniestra algarada fascista italiana– ya las democracias occidentales habían ido evolucionando hacia formas cada vez más descaradas del marketing que, al menos hasta la posguerra y en los años dorados del estado de bienestar, se mantuvieron en general contenidas como una herramienta complementaria de lo que verdaderamente importaba: que el mensaje y calidad de su contenido se refiriera lo más sinceramente posible (aún con maquillaje) al futuro que las fuerzas en pugna ofrecían a electorados cada vez más amplios, con la incorporación del voto femenino y el cese de los padrones censitarios que restringían la condición de elector a propietarios y personas con determinado nivel de educación.

La política siempre está confrontada con los recursos disponibles, que resultan escasos por definición y que en última instancia llevan a un endeudamiento crónico. Tanto en las luchas por el poder, para contar con los medios necesarios para alcanzarlo, como durante su ejercicio para dar respuesta a las demandas sociales que los electorados esperan ver satisfechas desde las sucesivas gestiones gubernamentales. Pero al subsumir la tarea política a su aspecto material dejando de lado todas otras dimensiones que la hacen necesaria, se desnaturaliza de un modo que deberíamos definir como traicionando su propia esencia la cual, por definición, se refiere a la construcción del Bien Común, tan confuso de definir en nuestra época.

Los extremos del idealismo y la corrupción

En otro extremo, que podríamos  denominar idealista, la política que no meta las manos en el magma de la vida social en sus múltiples dimensiones, se convierte en una forma de alienación o, más aún, de enajenación, que también se desengancha de la experiencia concreta, siempre plagada de contradicciones. Del mismo modo, para seguir despejando los equívocos más gruesos, restringir la información sobre el manejo de recursos a los “entendidos” sin que ella sea accesible al conjunto de los ciudadanos, es una práctica aborrecible desde cualquier punto de vista de raigambre democrática. Vaya esto como apunte en la libreta de “tareas por hacer”.

La distracción ilegal de recursos públicos para fines políticos está estrechamente ligada a la corrupción estructural –es decir que ocurre de modo sistémico– y es diferente en su magnitud a las corruptelas que, como práctica deleznable, acompaña siempre la “iniciativa” individual que ejercen quienes aprovechan sus posiciones para cobrar peajes, coimas o tajadas más o menos suculentas para tomar decisiones y facilitar trámites. A esta última se la contiene con adecuadas auditorías y severas sanciones a quienes la ejercen, como disuasivos adecuados que sólo el ejemplo, desde arriba, legitima y convierte en esas prácticas repudiables en términos sociales y culturales.

La corrupción estructural tiene otra sustancia –aunque sea moralmente reprobable en un mismo plano axiológico– porque inflige un daño mayor a la confianza pública y degrada en lo sustancial la calidad de la representación. Y como esa distracción de recursos se hace fuera del foco visible, supone asimismo y concurrentemente la apropiación “privada” de una porción nada insignificante de los recursos extraídos del cuerpo social por la imposición fiscal que es “capitalizada” en patrimonios inconfesables y retirada alevosamente de la circulación con lo cual también se genera en efecto retractivo en desmedro del conjunto comunitario.

Estas reflexiones se inspiran inicialmente en una definición brindada por el sociólogo Eduardo Fidanza en una entrevista radial (en Viejos Vinagres) referida a las proposiciones del candidato libertario Javier Milei quien, a modo de denuncia pretendidamente regenerativa, irrumpe con propuestas que reducen las relaciones sociales a formas variadas de transacciones donde los protagonistas son los individuos cuya libertad se ve restringida por la existencia de un aparato estatal y leyes que encuadran su comportamiento.

En esa estrafalaria concepción, el hombre aislado, sin armonía con las normas y valores de la comunidad a la que pertenece, es quien debiera decidir “libremente” sobre su propia conducta, su cuerpo y sus opciones de consumo (sobre todo esto último). A esto llama Fidanza en lúcida advertencia: la mercantilización de la vida social, sin que por ello el autor citado sea en absoluto responsable de las líneas que siguen.

Dejemos a Milei por ahora, sabiendo que nos van a sobrar oportunidades para analizarlo, y concentrémonos en lo que ocurre ya, delante de nuestros ojos con el “cuanto-tienes-cuanto-vales” en nuestras desgastadas formas de representación de los intereses generales y particulares que se han debilitado y deformado al punto que nos parecen normales cuando más bien constituyen aberraciones que es necesario corregir.

La referencia más amplia se refiere a que, en general, la sociedad ignora el costo real de la política, y no sólo de los recursos aplicados a las competencias electorales. Es un tema arduo porque, de establecerse un debate democrático sobre esta cuestión a partir de los datos reales, sobrevendría una ola de indignación que reforzaría las denuncias fáciles sobre la política y los políticos, algo realmente peligroso que abre el camino de simplificaciones dictatoriales que pueden regimentar notablemente lo que –en cambio– debe estar vivo y en renovación constante. Como advertencia sobre los riesgos en curso, basta ver los aplausos entusiastas de los legisladores salvadoreños ante los anuncios de Bukele con su proyecto de reducir el número de alcaldías y legisladores. Hay un alerta real allí, ciertamente.

Pero ello no debiera llevarnos a mantener el ocultamiento actual, y debe establecerse un sendero de sinceramiento con toda la responsabilidad del asunto en juego. El pueblo debe saber lo que pasa, en tiempo y forma como para mejorar el sistema, hoy por hoy muy opaco. Y esto, por lo que parece, no vendrá de un blanqueo o sinceramiento exigido por los ciudadanos (¿Cómo reclamar lo que se ignora o apenas se avizora?) sino que tiene que hacerse en un acto lúcido de un poder que se proponga, realmente, ir al seriamente al encuentro de la mejora institucional continua, porque no se hará en un día, si alguna vez se encara.

Rodríguez Larreta respondió al periodista Novaresio, cuando se le preguntó específicamente sobre el financiamiento de la política, que las cuentas de su campaña son transparentes y que nunca tuvo observaciones críticas por parte de los organismos que hacen las auditorías. Bien por él, pero ese es sólo un aspecto de la cuestión, porque el problema es más amplio y constituye una cuestión de Estado, algo que debe ser asumido y resuelto con mirada amplia y responsable, de cara al futuro de una comunidad nacional hoy desgarrada en múltiples aspectos, tanto en lo más grave, que es la fragmentación social y el inadmisible porcentaje de compatriotas con padecimientos materiales, como en lo más epidérmico y enmascarador que se expresa en la provechosa grieta que mantiene atrapado en tiroteos de artificio el interés del público disponible para eso, que no es en absoluto la mayoría de la sociedad.

Que se utilice la ayuda social para sacar provecho en el camino a costa de los beneficiarios, algo que se registra a lo largo y ancho del país, es sencillamente abominable. Y ocurre, entre otras razones, por la bajísima o nula transparencia en el uso de recursos aplicados a la noble tarea de atender a los desamparados.

Asistimos así a una paradoja: reducimos en los hechos la política a la captación turbia de recursos y al mismo tiempo negamos la importancia del tema para sincerar los debates faltantes, que suelen ser los más necesarios.

El «estado» enemigo público

Ciertos voceros mediáticos sacan cuentas y hacen comparaciones bochornosas sobre lo que nos cuestan legisladores y múltiples organismos del aparato estatal que crecen con enorme vitalidad, con las denominaciones más abstractas y organigramas arbóreos donde los altos cargos bien remunerados van ganándole a los laburantes de planta que, en no pocos casos, optan por hacer la plancha o cumplen penosamente sus funciones, con resultados dudosos.

La ineficiencia del Estado tiene que ver en forma directa con esa explosión de organismos que no sólo se superponen, sino que se ocupan de asuntos cada vez más abstractos. Ya no se trata sólo de paliar la desocupación estructural con empleo público, una práctica que recorre triunfante todo el siglo XX, sino que ahora es el ámbito privilegiado para expertos que vienen a “gestionar” lo que no requiere gestión alguna. El dato de que los salarios públicos sobresalen sobre los privados, en promedio, es la prueba de una profunda distorsión que no deja a nadie de quienes gobernaron en la inocencia.

En teoría, las remuneraciones de los ejecutivos y laburantes privados deberían ser mejores que las del sector público, y el ideal es que fuesen mutuamente competitivas, pero esto no se verifica en la práctica, donde sólo una élite el altos directivos de corporaciones privadas se sitúa por encima de los mejores salarios de ministros y otros funcionarios extraordinariamente bien remunerados. Y no contamos en esto a todos aquellos, proveedores del Estado, que se registran como “privados” pero que obtienen sustanciales ganancias proveyendo “servicios” como publicidad, asesoramiento, consultoría y otras denominaciones de lo mismo.

El estado (esta vez con minúscula) es la vaca sistemáticamente ordeñada desde adentro y desde fuera que ocupa el lugar del Estado, entidad jurídico-política que tiene la alta misión de representar al conjunto de la sociedad, administrar los servicios comunes indispensables (educación, justicia, seguridad, defensa, entre otros) y resolver con acciones eficaces las más diversas demandas sociales que a cada paso aparecen. Una gigantesca impostura institucional reemplaza los deberes que la sociedad confiere a quienes deben representarla.

No debe extrañarnos, entonces, que tengamos esta aguda crisis de representación que termina en descrédito de la política y abre el camino a los chantajes extremistas de diverso signo que estamos viendo en estos tiempos. Por más esfuerzo magnánimo que pongamos en el análisis no se advierte que la mentada estabilidad de la política argentina tenga que ver con una democracia vital que abra perspectivas y oportunidades. Más bien se parece a un dispositivo de poder que logra funcionar con autonomía del acontecer comunitario y donde el conjunto de desafíos y dificultades, además de las aspiraciones más legítimas, se traduce en discursos, grieta y proliferación de burocracia que dice ocuparse, pero desenvuelve una “praxis” que termina siendo ajena a la cuestión originaria. Así, el estado y la política se vuelven parte del problema y se alejan de las soluciones.

Poner en verdadero valor la vocación política

Recuperar la política como genuina representación de aspiraciones e intereses, con capacidad para crear alternativas donde hay colisión de situaciones y bloqueos que degradan la convivencia es una tarea “nobilísima”, como la definió Juan Pablo II. Pero esa dignificación de la tarea política, que hoy es indispensable, pasa en gran medida por su desmercantilización, para incorporar las dimensiones ausentes y la solidaridad sea el valor orientador, no el pretexto para el latrocinio.

Y, si se acepta el neologismo, desmercantilizar significaría, en lo que a la política se refiere, el primer paso para hacer aflorar toda la verdad hoy disimulada en prácticas inconfesables y reservadas a los iniciados (cómplices no amparados por la obediencia debida).

Imposible de hacer sin la puesta en marcha de una movilización participativa de compatriotas que acompañe procesos virtuosos de expansión productiva, inversiones multiplicadoras y amplísima oferta de empleo y ocupaciones socialmente útiles en todo el territorio nacional que, en contraste con la asfixiante concentración conurbana bonaerense (y en menor medida rosarina, corodobesa y mendocina) todavía permanece en gran parte deshabitado y sin ponerse en valor. Ese movimiento (la palabra se utiliza deliberadamente para contribuir a regenerar su sentido positivo) implica también avanzar a todo vapor para asegurar educación y salud a las actuales generaciones de argentinos, que en los jóvenes constituyen la mayoría de los desamparados.


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