Estado
Frente de la Casa Rosada. / Gino Lucas Turra (commons.wikimedia.org)

Existe desde hace décadas una confusión en la dirigencia del país entre lo que es el Estado y el Gobierno. Algunos alientan un confusión adicional entre Estado, Gobierno y partido. Por eso la burocracia aumenta y es cada día más improductiva. El resultado es un Estado grande, pero que no es sólido, fuerte y útil, sino un mastodonte bobo, costoso y errático.

En paralelo, cada vez más ciudadanos entienden que el Estado puede y debe resolver todos sus problemas. No los generales, sino los personales. Así las cosas, nuestra sociedad gasta cada día peor. Tenemos costos improductivos y difíciles de solventar.

Penosamente, cualquier proceso de racionalización cae dentro del calificativo de que es un «ajuste neoliberal». Se olvida de esta forma el precepto constitucional básico que señala la obligación de «administrar», lo que implica hacerlo bien. Esto es: con criterio y austeridad. El dispendio no es una cualidad que mejore o jerarquice la democracia y la república.

Para evitar la racionalización, se intenta resolver los desajustes con más regulaciones y limitaciones como controles de precios, cepos, restricciones, permisos o documentación adicional a la normal. Estas políticas, en vez de ayudar a corregir los problemas, aumentan los inconvenientes. Lo que hace falta es más producción y esta viene del circulo virtuoso de empresas creciendo, invirtiendo, y generando empleo.

Un Estado ágil que fija el rumbo

El Estado es necesario, sin lugar a dudas, pero debe ser un Estado ágil que fija el marco para que todos los actores puedan desarrollar su trabajo, su empresa y su profesión. La generación de empleo es la única solución al problema de que se hayan multiplicado los habitantes con ingresos que no son suficientes para la subsistencia. El camino es la integración, con educación y esfuerzo. 

Las válidas declaraciones de lo inclusivo, no alcanzan. Se necesitan avances concretos, que no vienen de la suma de considerandos en extensos decretos, resoluciones o normas, sino de las reglas del juego que permiten la confluencia entre las capacidades de trabajo y el capital.

Es falsa la contradicción entre la derecha ajustadora y la izquierda expansiva. Lo público y lo privado deben confluir para que Argentina produzca más, agregue valor y aproveche las condiciones naturales y humanas. Esto se debe pensar con inteligencia, porque pontificar que el país tiene potencial no resuelve la cuestión.

Las regulaciones y los controles no sirven para combatir la inflación. Se necesitan reglas claras, seguridad en las transacciones y horizontes alcanzables por todos. También una administración pública austera que no genere costos innecesarios y ayude a que toda la actividad se desenvuelva mejor tanto para atender el mercado interno como para exportar. El país necesita divisas para mejorar tecnológicamente porque el mundo de hoy, totalmente integrado, requiere competir. Los mercados no se ganan con discursos, sino con calidad y cumplimiento de convenios y los contratos, basados en la confianza recíproca.

Por eso mismo son necesarias las burocracias estables, permanentes, que se perfeccionen y no dependan de la corriente de cada Gobierno que accede. En el pasado, los organigramas básicos no se modificaban y había una carrera administrativa hasta la categoría 24 del escalafón, que corresponde a los cargos de directores. Las designaciones políticas tenían que estar solo en los niveles de ministros, secretarios de Estado y subsecretarios. Hace algún tiempo dejó de ser así. Esto provoca pérdida de esfuerzos y una sucesión de cambios no productivos. No hay políticas de Estado de largo plazo, que es lo que todos dicen proponer.

Uno de los acuerdos básicos de la dirigencia debería ser el mantenimiento de las estructuras burocráticas de carrera, sin nombramientos políticos.

El ejemplo más notable es que con el acuerdo entre Menem y Alfonsín para reformar la Constitución se creó la Jefatura de Gabinete. Ahora hasta los municipios chicos tienen un cargo más, que generó una «estructura» que superpone funciones y gastos. Hay que empezar a racionalizar desde la cúpula del poder, no hay otra solución.