Máximo Kirchner es el presidente electo del PJ bonaerense. Aunque estaba previsto que asumiera en mayo de este año, en forma anticipada, finalmente lo hará el 17 de diciembre, cuando vence el mandato de Gustavo Menéndez. Temía que hubiera impugnaciones o cuestionamientos judiciales si se adelantaba la toma del cargo. El desembarco, sin embargo, generó pocas resistencias. Ninguno de los barones históricos del conurbano lo objetó, salvo Fernando Gray, intendente de Esteban Echeverría y vicepresidente del partido en la provincia. La elección de Kirchner es un paso cargado de simbolismo: busca trascender La Cámpora, la agrupación que fundó en 2006, para conducir el partido más grande del país en la provincia con mayor número de electores.
La asunción formal no impidió que Máximo Kirchner se convirtiera en el líder real del frente oficialista. El cierre de listas en Buenos Aires dejó en claro quién manda en este distrito clave y bastión del kirchnerismo. El avance de los candidatos de La Cámpora en territorio bonaerense se sintió en todas las listas con la excepción de Esteban Echeverría. ¿La Cámpora puede tomar el control del peronismo en los próximos años? La jugada de Máximo Kirchner es una señal en ese sentido, pero es difícil saber de antemano si tendrá éxito o no. Otros sectores internos lo intentaron antes y fracasaron.
El movimiento que creó Juan Domingo Perón siempre tuvo un espectro amplio: había lugar para la izquierda y la derecha. Por más antagónicos que fueran, todos decían ser peronistas. Un rasgo distintivo del PJ desde su nacimiento es el apoyo de los sindicatos, algo natural ya que Perón impulsó muchas leyes que beneficiaron a los trabajadores. Incluso antes de su presidencia, cuando era secretario de Trabajo y Previsión durante el gobierno de facto que comenzó con el golpe militar de 1943.
La resistencia peronista surgió durante los largos años de exilio del líder tras su derrocamiento. También se planteó la necesidad de buscar nuevos liderazgos dentro del movimiento, una línea interna que se conoció como el neoperonismo y estuvo encarnado por Atilio Bramuglia en un primer momento. Bramuglia fue unos de los artífices de la movilización del 17 de octubre de 1945 y ocupó el Ministerio de Relaciones Exteriores durante la presidencia de Perón. Para competir en las elecciones de 1958, cuando Perón estaba proscrito, Bramuglia fundó la Unión Popular. La idea cayó mal en el general, que acusó a su exministro de traidor y lo condenó al ostracismo.
El intento siguiente se originó en las filas del sindicalismo. El jefe de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), Augusto Timoteo Vandor, soñó con un «peronismo sin Perón». El sueño terminó de forma trágica, con Vandor asesinado a balazos en la sede de la UOM.
Todos los partidos tienen internas, pero el peronismo entró en una espiral de violencia a partir de la década de los setenta. La lucha entre la izquierda y la derecha recrudeció. Cuando el viejo líder regresó del exilio, Argentina era un país convulsionado, lo que quedó en evidencia en la masacre de Ezeiza. Y se iba a agudizar. Unas semanas antes de que Perón asumiera por tercera vez la presidencia, José Ignacio Rucci, entonces secretario general de la CGT, fue asesinado de 23 disparos. La organización guerrillera Montoneros coreaba en sus movilizaciones: «Rucci traidor, saludos a Vandor». Fue el quiebre entre Perón y Montoneros, cuyos miembros esperaban que el «Viejo» —como lo llamaban— fuera una especie de mesías con ideas revolucionarias y se sintieron decepcionados. En paralelo, José López Rega ganaba influencia en el entorno del general. López Rega puso en marcha la maquinaria asesina de Triple A, una organización de extrema derecha que convirtió las calles del país en ríos de sangre. Muerto el líder, López Rega manejó los hilos del gobierno de Isabel Perón, que derivó en un caos económico y político y terminó en la dictadura más sangrienta de la historia argentina.
Derrota y renovación
Con la apertura del proceso democrático para elegir un nuevo presidente llegó una novedad histórica: el peronismo perdió en las urnas por primera vez. La derrota dolió y comenzó una etapa de renovación que terminó en la interna entre Carlos Menem y Antonio Cafiero, entonces gobernadores de La Rioja y Buenos Aires, respectivamente. El riojano se impuso, en cierto modo pudo aglutinar a casi todos los sectores del movimiento y devolvió el triunfo al peronismo en las elecciones presidenciales.
Menem, que había agitado las banderas del peronismo a la perfección, dio un giro de 180 grados una vez en el gobierno y abrazó las banderas del neoconservadurismo imperante en el mundo de ese momento. Tras diez años en el poder, el menemismo llegó a su fin. El candidato del movimiento fue Eduardo Duhalde, gobernador de Buenos Aires. Fue el segundo peronista perdedor: cayó frente a Fernando de la Rúa, pero tuvo su revancha cuando colapsó el gobierno de la Alianza. Duhalde fue elegido presidente por la Asamblea Legislativa, de acuerdo con el procedimiento establecido por la ley de acefalía, y completó el mandato hasta 2003. En esos meses logró estabilizar la economía y dejó allanado el camino para el experimento kirchnerista.
Basado en ideas progresistas, consideradas para algunos de izquierda, con ayuda del capitalismo de amigos y el precio de la soja por las nubes, el gobierno de Néstor Kirchner fue un periodo de fuerte recuperación económica. Los años del crecimiento a tasas chinas. El mandado de su sucesora, Cristina Fernández, no tuvo el mismo viento de cola. El prematuro fallecimiento de Néstor Kirchner y la toma del poder real de Cristina Fernández generaron fricciones dentro del movimiento y dieron lugar a nuevos liderazgos que desafiaban la autoridad presidencial. Sergio Massa se desprendió del oficialismo, creó un partido propio, el Frente Renovador, y derrotó al Frente para la Victoria en las urnas en 2013. La división del peronismo fue clave para la tercera derrota histórica: la de 2015.
El poskirchnerismo
El proyecto de Sergio Massa se desinfló rápido: terminó siendo un ensayo fallido. La victoria de Mauricio Macri en 2015 y el triunfo de Cambiemos en las legislativas del 2017 dejó en evidencia que el massismo no iba a conducir al peronismo en la etapa poskirchnerista. En las elecciones del 2019, Cristina Fernández hizo una jugada política magistral con el nombramiento de Alberto Fernández como candidato a la presidencia. El actual mandatario era visto como una figura conciliadora que permitía el reagrupamiento del peronismo. Pero el albertismo no es un proyecto político.
Alberto Fernández había anunciado en la campaña que iba a gobernar con los veintitrés gobernadores. Fue sólo una ilusión. Junto con el nuevo gobierno asumió una camada de dirigentes jóvenes y formados en las filas La Cámpora. La organización que había crecido y madurado en los años lejos del poder. Llegó al gobierno con cuadros preparados y, en algún punto, más moderados que en la etapa anterior. Con más vocación de poder. El ideario de La Cámpora, sin embargo, tiene presente el mandato de la marcha peronista: «Combatiendo el capital». Entre sus partidarios hay desconfianza hacia la actividad privada y una convicción de que las empresas deben ser más controladas por el Estado. Una lectura controvertida para un país que tiene altos niveles de desempleo, una elevada informalidad laboral y una pobreza superior al 40%.
Pero el movimiento peronista no es un grupo homogéneo. No lo fue. Y hay sectores díscolos que no se resignan a que el futuro del partido recaiga en la conducción de La Cámpora. Un ejemplo claro es el peronismo de Córdoba, liderado por el gobernador Juan Schiaretti. Otro es el exministro del Interior Florencio Randazzo. Hay figuras que se mueven con más discreción, como el gobernador de San Juan, Sergio Uñac, y el de Santa Fe, Omar Perotti. Si algo muestra la historia es que el peronismo sabe reinventarse y que los que hoy parecen ganadores mañana pueden dejar de serlo.
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