Por Santiago Sena y Roberto Vassolo.
La decadencia de Argentina es indiscutible. Salvo algunos años de crecimiento motivados por factores extrínsecos, la tendencia es clara. El país es cada vez más desigual, relativamente más pobre, tanto al compararse con el mundo desarrollado como con la región, y menos competitivo. Crecemos menos que nuestros vecinos, tenemos la inflación acumulada más alta del mundo, la mochila impositiva alcanza absurdos como los que reporta Doing Business del Banco Mundial, con una tasa de imposición total de algo más del 106% para las empresas medianas y donde la ineficiencia técnica, una manera linda de denominar el malgasto y la corrupción, pasa los 7 puntos del PBI. Si bien solo once impuestos significan el 90% de la recaudación, existen más de 160 tributos, lo que implica costos transaccionales tanto para las empresas como para el Estado, en sus diferentes niveles.
Para colmo, una pandemia. Y como si fuera poco, mal administrada. Nos enteramos de una de las consecuencias de esta tragedia hace unas semanas: casi seis de cada diez menores de 16 años y el 73% de los niños del conurbano son pobres. La sociedad argentina contemporánea permanece anestesiada ante el fracaso del país, en el que más del 42% de la gente vive indignamente si consideramos la pobreza exclusivamente desde una perspectiva de ingreso.
Tocamos fondo, aunque en sentido estricto podemos estar aún bastante peor. Ante la crisis, la primera tentación es echar culpas. Nos escandalizamos, discutimos apasionadamente por Twitter y nos apenamos sinceramente por los resultados de las decisiones de los dirigentes del país. Pero no cambia nada porque nadie quiere cambiar. En vez de poner los problemas en el medio, buscamos culpables y hacemos girar el debate alrededor de ellos. Estamos como estamos «por los años del peronismo en la provincia de Buenos Aires», «por la bomba que dejó Cristina en el 2015» o «por los intereses de la deuda de Macri con el FMI». La culpa es de ellos, los otros, los de enfrente, los malos. Esta lógica maniquea atraviesa todo el tejido social, dividiendo incluso amistades y familias. Nos partió la grieta.
La segunda tentación es afirmar que el problema del país es económico o, quizás, social y buscar una respuesta técnica para resolverlo. Seguramente haya un círculo vicioso por el cual el empeoramiento de la economía empobrece a cada vez más gente y, a su vez, la decadencia en los indicadores sociales empeore la capacidad de generar valor en el país. Nos gusta pensarnos como un país especial, donde las reglas de las ciencias no se cumplen. Acá no funciona la ley de la gravedad, pero sin embargo nos caemos igual. Ante esto, como reacción, aparecen las recetas y las verdades absolutas. En el caos, dame un relato que brinde comprensión y una receta que me explique la salida: «Hay que ajustar el gasto, hacer más eficiente la gestión pública, hacer transferencias directas a los sectores más vulnerables, moderar la inflación o desburocratizar». Esta perspectiva propone una mirada meramente técnica. Y no se pueden resolver los problemas de Argentina exclusivamente desde este abordaje. Es simplista y no alcanza porque la economía y los dramas sociales son el síntoma, no la causa. El problema de Argentina es inherentemente político, por lo que el abordaje tiene que ser sistémico.
Un sistema diseñado para el fracaso
Lo que está herido es el sistema. Argentina alcanzó un equilibrio disfuncional que lo dirige de manera muy efectiva hacia la decadencia. No estamos como estamos por «mala suerte», sino como consecuencia del sistema que armamos, que es muy eficiente para obtener los resultados para los que está diseñado. Tenemos un país paradójico donde hay, simultáneamente, un reconocimiento relativo de la propiedad privada pero una suma de impuestos que, en la práctica, hacen inviable la existencia de empresas que cumplan todos sus deberes impositivos y regulatorios. ¿Nos sorprende que con este sistema el producto por habitante no haya crecido en la última década y casi no se haya movido en los últimos 50 años o que haya un cuarto de las empresas cada 1.000 habitantes que en Chile o un tercio que en Uruguay?
Hacemos enormes transferencias a los pobres, pero por otro lado cobramos el impuesto más desigual, la inflación, que según estimaciones afecta más de 20 veces más a los más pobres que a los más ricos. Tenemos un país donde no se puede producir, y cobramos impuestos de manera absolutamente regresiva. El año sin clases catalizó la des-legitimización de una escuela de gestión estatal de la que cada vez se iban más chicos, o porque la abandonaban o porque los padres que podían hacían el esfuerzo de pagar una escuela parroquial para evitar los paros y el empobrecimiento del capital social de sus hijos. ¿Podríamos tener un resultado diferente? Nuestro sistema es un éxito: diseñamos el país para el fracaso, y lo estamos logrando.
Pero el sistema no se toca ni se discute, porque el statu quo genera beneficios para diversos grupos, los ganadores del sistema. Y equipo que gana, no se toca. Nadie es más conservador que aquel que detenta un privilegio. En Primer Tiempo, el expresidente Macri rezonga, molesto porque descubrió que había grupos que se oponían al cambio cuando se tocaban sus intereses. Chocolate por la noticia: nadie se opone al cambio en sí mismo, sino a las pérdidas que supone el cambio. ¿Quién podría estar teóricamente en contra de la digitalización del sector público, de la mejora de la calidad educativa, de la transparencia en las licitaciones o de la reducción de la inflación, la desigualdad o la pobreza? Nadie se opone al cambio. El problema viene cuando este cambio toca mis intereses. Cambiar genera resistencias. Por eso, los cambios profundos requieren diálogo y la construcción de consensos motivados por un propósito unificador. Si no, no prosperan o vuelven para atrás cuando otro tiene la capacidad de revertirlos.
La grieta impide ese diálogo porque desde ahí no hay grises. Y gris es el color de la política. Los extremos gritan: «¿Cómo vas a negociar con ellos, que representan todo lo que está mal del país? No se puede acordar nada con los que tienen una agenda oculta y malintencionada. ¿Qué puede salir bien de esa negociación?». No queda otra posibilidad que alcanzar el poder e imponer una agenda propia: armar el partido y ganar las elecciones. No podemos consensuar un sueño compartido: son ellos o nosotros. Sin embargo, la democracia habilita la posibilidad de que todos tengamos transitoriamente el poder de dirigir los destinos del país.
A los extremos de la grieta los moviliza un deseo secreto de anulación de otro sector social, que consideran irreconciliable con el propio. Son, al final, marcadamente antidemocráticos. En el terreno de la grieta hay verdades absolutas: el relato nos indica quién es el culpable y quién nos salva. Chivo expiatorio y Mesías salvador, todo en el mismo combo. Gran diferencia con un abordaje sistémico, que define los problemas en forma de pregunta y habilita diferentes respuestas. Es dejar de tener la verdad absoluta y la receta mágica, para transitar la incertidumbre del proceso de construcción en común con otros. En tiempos de crisis, en los que se demandan soluciones rápidas y urgentes, en el marco de una ciudadanía frustrada, sostener este abordaje es tan difícil como necesario.
Consensos para el desarrollo
Sin consensos básicos suceden los cambios sin sentido. Por eso, «si te vas de Argentina 20 días, cambia todo, pero si te vas 20 años, todo sigue igual». Los cambios que se imponen duran lo que dura la capacidad de imponerlos. Cuando un grupo social o una facción domina la vida pública, refunda el país sin construir continuidades con las gestiones anteriores. Y no hay agenda común porque no hay acuerdos. Pero el desarrollo del país supone continuidades entre gestiones distintas porque los cambios que necesitamos son estructurales y toman tiempo. Es una verdad de Perogrullo. Cambiar no es un proceso mágico, sino que implica una estrategia y un trabajo continuado en función de objetivos determinados. Por eso la lógica de la imposición, al final, favorece el statu quo. Menudo problema, por un lado, para un oficialismo que tiene vocación de transformación de la vida de cada vez más personas pobres y, por el otro, para un espacio político que define su identidad —y hasta su nombre— como una vocación de cambio profundo, real y duradero.
Es la política, estúpido. Y nos falta mucha. Los intercambios entre los espacios ya existen. Lo sabemos todos. Pero no fructifican. ¿Qué es lo que impide que podamos soñar un país compartido? No se trata de dialogar por dialogar, sino de construir confianza para acordar un futuro compartido y objetivos comunes. Apostar a la grieta inhibe la posibilidad de generar un cambio profundo. Y mientras algunos grupos se benefician de la decadencia del país, la mayoría de los argentinos miramos horrorizados el espectáculo de la degradación, sin querer terminar de aceptar que nos convertimos en un país que no nos gusta. ¿Qué le impide a las dos coaliciones en situación de empate hegemónico el paso del diálogo al acuerdo público? ¿Se puede? Sí, se puede. Sin irnos al Pacto de la Moncloa y con todos los resguardos sobre las justificadas críticas a la intencionalidad de algunos actores, el Pacto de Olivos es un antecedente esperanzador sobre cómo construir sobre un núcleo de coincidencias básicas.
La apuesta es grande. El oficialismo insta al diálogo pero avanza de manera inconsulta en decisiones de alto impacto institucional y económico. Pensemos en, por ejemplo, los fondos coparticipables de la CABA, la reforma del Ministerio Público o el cierre de exportaciones de carne). Cambiemos se debate entre, por un lado, arriesgarse hacia un camino incierto, de diálogo, abierto al fracaso y complejo, que ojalá termine construyendo acuerdos duraderos que favorezcan un cambio real, y por el otro, a radicalizar los discursos, construyendo una dinámica de antagonismos y de imposición, con la esperanza de volver a la cima del poder y de bajar línea de una agenda inconsulta pero que considera absolutamente verdadera. Quizás, en términos electorales, el segundo camino sea tentador. Analizado desde la historia de los últimos 70 años y desde el largo plazo del país, esa elección se convertirá en parte del problema del subdesarrollo y empobrecimiento del futuro de Argentina.
La realización del cambio pasa por aceptar con calma la alternancia democrática, entendiendo que hay personas muy bien intencionadas que jamás serán parte del espacio propio y que necesitarán de una representatividad diferente para poder encontrar un cauce dentro del marco democrático. Hay que ayudar a la sociedad a entender que “el vamos por todo” es un virus que puede contagiar a cualquier sector y entrenar al electorado propio con mensajes diferentes del «no vuelven nunca más» o «nosotros o el caos».
La grieta favorece el statu quo. Para cambiar hay que saltarla y dialogar. No hay otra manera posible de generar desarrollo de largo plazo que estableciendo bases y acuerdos comunes que trasciendan la lógica de imposición partidaria. Y en ese desafío, el Frente de Todos y Cambiemos tienen la misma responsabilidad. El Frente de Todos porque detenta el poder y es el oficialismo, y Cambiemos… porque se llama Cambiemos. No va a haber cambio alguno sin un proyecto compartido donde todos cedamos para alcanzar un equilibrio imperfecto pero posible y, definitivamente, mejor que el actual.
Santiago Sena es licenciado en Filosofía y doctor en Dirección de Empresas. Fue director general de Emprendedores en el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y actualmente trabaja en el Instituto de Estudios Empresariales de Montevideo (IEEM).
Roberto Vassolo es economista y doctor en gestión estratégica. Dirige del Instituto de Inteligencia Artificial Aplicada del IAE. Investigador del CONICET.
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