acuerdos
Congreso de la Nación Argentina. / Herbert Brant (Wikimedia Commons)

Una inmensa mayoría de protagonistas reclama hacer acuerdos y se pronuncian contra la grieta-polarización, al punto que es un lugar común del discurso político argentino. ¿Se puede tomar en serio? ¿Por qué, si hay tanto consenso sobre la necesidad de un acuerdo refundador, todo indica que muy pocos están trabajando seriamente en ello, sobre todo en la primera línea de la política? Porque la grieta rinde en términos de notoriedad.

La notoriedad es como una droga, un hábito, un modo de vivir sin ocuparse de los asuntos más urgentes, solo se los evoca. Así, tenemos la paradoja siguiente: se protesta por la falta de acuerdo tirando piedras al lado contrario. Sobran los ejemplos de esta actitud.

Estar contra el acuerdo es poco funcional, está mal visto. De modo que hay que profundizar la grieta reclamando entendimientos. Cosa de locos, pero no tanto, porque ponerse de acuerdo, realmente, implica dejar de defender la baldosa en la que cada uno está parado y esto es lo que hoy parece tan difícil.

Este juego de poder (estéril) resulta profundamente retardatario, diríase conservador, sin no reservásemos para esta última denominación un aporte posible, preservando lo que hay que cuidar de la herencia cultural argentina.

La grieta viene funcionando a pleno. Y todo el tiempo negada, desde luego.

Un acuerdo posible

El acuerdo imprescindible está en sus antípodas de lo que permite enfrentar el día a día, que nos muestra una rutina —repetición— que termina resultando aburrida. Para tener alguna vigencia se requiere un exabrupto, algo para entretener, mientras vamos viendo. La política argentina carece de visión de futuro.

Hablemos en serio: hace falta un acuerdo sustancial, que nos permita recorrer la próxima década construyendo convivencia y ciudadanía. ¿En qué consistiría ese acuerdo?

Obviamente, se trata de un acuerdo posible, pero según cómo se encare lo posible tendremos o no un acuerdo conducente, que realmente sirva para salir del pozo. La posibilidad la reclama la necesidad, y la limitación proviene de la amplitud de visión de los protagonistas.

Si examinamos lo que expresa la dirigencia política vigente (de cualquiera de los lados de la grieta), el acuerdo resulta pequeño, insuficiente, apenas lo que la imaginación de los protagonistas les permita diseñar para su propia sobrevivencia dirigencial. Temas fiscales, monetarios, educacionales, institucionales, todos ellos importantes, aparecen como simulacros de lo que convendría hacer. La educación, según señaló oportunamente Tomás Abraham, es la gran vía de escape para no ocuparse de los temas urgentes y estratégicos. ¿Dónde está el corazón del problema?

Seamos claros: sobre el lecho histórico del subdesarrollo argentino, la principal cuestión a resolver es la fragmentación social, o sea encarar soluciones concretas para la enorme porción de la sociedad argentina que no accede a trabajos que le permitan una existencia digna, incluyendo el acceso a la cultura  y lo que ello implica (tanto bienes como los intangibles que distinguen a una ciudadanía plena). Y esta magna tarea supone poner en marcha un generoso y amplio plan de desarrollo acelerado.

Dicho así, suavecito, estamos dándole cara a una de las omisiones más inadmisibles que comparten unos y otros a ambos lados de la grieta: la inclusión social no es una consecuencia natural del reordenamiento de la economía, sino resultado de una política deliberada, de la cual no hay noticia desde hace varios lustros.

Asistencialismo

Todo el asistencialismo se basa en la idea de que la economía no brinda oportunidades y hay que asistir a los desfavorecidos. Y no las brinda —eso es cierto— en un contexto donde el excedente es capturado por el Estado y distribuido en beneficio propio y de su socio privilegiado, el sistema financiero. No considerar a este último como la inflexión local, sino como la pata local de un sistema mundial. (¿Qué otra cosa significa sino la expresión «apalancamiento»?). De eso no se habla y, por supuesto, no se toca.

Transformar los considerables recursos que con tan pobres resultados hoy se aplican al asistencialismo en estímulos al empleo productivo, en las empresas existentes y las que —creatividad asociativa mediante— se creen para desenvolver tareas socialmente útiles es un interesantísimo desafío para pensar un acuerdo que no sirva sólo para tranquilizar a políticos asustados o poco imaginativos.

El error de Juan Grabois cuando dice «la plata está, hay que distribuirla» no consiste en que un sistema fallido como el nuestro no produzca renta, sino  en no entender que ésta existe en determinadas condiciones, digamos, morfológicas y que cuando los héroes de la redistribución van por ella, resulta que no la encuentran, ya no está, se ha desvanecido junto con las condiciones de poder que la establecen y garantizan su funcionamiento.

O sea: la renta existe en determinadas condiciones, establecidas hace muchos años en la Argentina. Los ganadores no son los bancos —la débiles figuras jurídicas locales— sino lo que por ellos pasa de modo formal e informal y se evade de modo sistemático con algún que otro sobresalto debido más a la mala praxis de los operadores que a los avances del interés nacional en crear condiciones inversión genuina, la que multiplica el capital fijo instalado y reproductivo.

Cierta y no inocente confusión se establece al llamar «capital» a una suma monetaria e «inversión» a una colocación financiera.

Como estas realidades no están bajo análisis, tampoco se trata sobre ellas en la mesas del acuerdo posible. Este sistema funciona desde décadas y empobrece a la comunidad nacional, pero al mismo tiempo hace prósperos a sus operadores. Cualquier acuerdo que reconduzca esta situación, y su respectiva relación de fuerzas, está destinado a producir más tensiones y exclusión. Hay que asumir que hay intereses que se nutren de esta estructura de relaciones socioeconómicas a la que es funcional el esquema político actual, donde la aspiración democrática se contradice con el manejo formal de la política económica, y esto no vale sólo para la actual gestión sino que cruza a todas las que se sucedieron desde 1983.

Esos intereses quieren perpetuarse y no es una tarea menor, de naturaleza política y relaciones de fuerza, convencer a quienes allí funcionan de que ganarían más con un país fuertemente expansivo.

La sustancia del acuerdo

Como suele decir Ángel Cirasino: «Un acuerdo se hace con  los que no están de acuerdo», recordando así una premisa básica de la política constructiva de naciones. Acordar con mis pares, mis socios, mis amigos o mi clase social no tiene ninguna gracia ni sirve nada más que para mirarse el ombligo.

El acuerdo básico a construir trata, entonces, sobre la creación de riqueza y la participación en ese empeño por parte del conjunto de las clases y sectores sociales que integran la sociedad argentina. Nueva riqueza, porque la que ya se genera está repartida (capturada por el dispositivo existente).

Resumiendo: para encarar la fragmentación social se requiere un fuerte programa de desarrollo. Obviamente, económico y social. Tanto hemos desnaturalizado el concepto de desarrollo que no dice nada si no le agregamos algo que lo sustancie: integral, humano, sustentable, y así por estilo, la creatividad eufemística no tiene otro límite que la imaginación.

Los distraídos

Toda la vertiente institucionalista está poniendo el huevo en otra canasta. Es la que sostiene que fortaleciendo las instituciones la sociedad emprende solita un camino hacia la prosperidad. No es más que una versión remozada y enriquecida de aquel aserto de Alfonsín («con la democracia se come, se educa y se cura») que ha tenido tantos exégetas como detractores.

Esta visión (más bien una coartada) no asume que las instituciones se fortalecen cuando la sociedad está construyendo vigorosamente su futuro y se debilitan hasta la caricatura cuando el país se estanca, se envilecen los intercambios y se empieza disputar porciones cada vez más magras de un presupuesto estatal que no deja de crecer sin resolver ningún problema específico.

Las dimensiones de la vida comunitaria son clarísimas: el acervo cultural común, sobre el cual se trasmite (educación) y se amplía (innovación, creación), el trabajo y la producción, la salud (la pandemia enseña que es un bien colectivo y que segmentarla por pertenencias sociales es dañino en sí mismo), la seguridad y la defensa, el territorio, todo ello articulado en una arquitectura jurídico-institucional que tiene como fin principal lo que se ha llamado, con toda justicia: la felicidad del pueblo. El aparato estatal, cuya función es integradora, se ha desenvuelto a expensas del resto, en una gran medida ahogándolo.

El acuerdo refundacional ineludiblemente debe partir de esas realidades y debiera ser conducente para administrarlas hasta alcanzar un nuevo nivel aceptable de convivencia, constituyéndose en un nuevo punto de partida que asuma las necesidades y precariedades actuales. Obviamente, hay que transitar una etapa heroica de construcción compartida y ello sólo es posible con un compromiso político muy fuerte. Liderazgo compartido, si se prefiere, aunque el valor de las palabras se devalúa con su uso.

Materialidades

La visión territorial es clave para entender que tenemos enormes espacios vacíos y aglomeraciones de bajísima calidad de vida en los cinturones de las grandes ciudades, siendo el conurbano bonaerense la principal deformación demográfica.

La dinamización regional es entonces una vía privilegiada para crecer aceleradamente, con la valorización de recursos naturales y humanos. Una Argentina semidesértica (tres cuartas partes del territorio) espera aportes hidráulicos y energía abundante para desenvolver actividades expansivas que serán altamente competitivas mediante aplicación de nueva tecnología, la mayor parte de adaptación y generación local, puesto que no se trata de ir a Marte. Hablamos de riego, de biotecnología, de agregar valor a las producciones agrícolas y mineras.

Ello es impensable para un dispositivo que sólo premia la valorización financiera (¿puede haber algo de valor en reproducir números?). Desde luego, las medidas indicadas de política económica deben garantizar que se premia la inversión real, empezando por la subordinación de la gestión financiera, fiscal y monetaria a las prioridades de política nacional. Algo vedado hoy siquiera para ser pensado, mucho menos debatido.

Un acuerdo refundacional como el que intentamos sugerir no requiere sólo la voluntad, que como hemos mencionado al comienzo por ahora es de palabra, nada más. Tiene una exigencia de coherencia y congruencia con la dinamización del sector productivo, lo que supone que la presión impositiva y el costo financiero no pueden atentar contra la reproducción y ampliación del capital. No es mala palabra hablar de esto, es necesario.

Una adecuada protección cambiaria (si es excesiva lleva al descuido de la competitividad) es también otra condición concurrente.

Prioridades

Esto nos lleva al tema de las prioridades que resulta alérgico a un mal entendido liberalismo. Asumir que tenemos déficits estructurales es un aporte teórico clave del desarrollismo y así lo introdujo en el debate político argentino en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado. Hoy, reformas estructurales (imposición terminológica de los organismos financieros internacionales) se ha hecho sinónimo de desregulación, reforma laboral y otras lindezas con las que se busca adaptar, so pretexto de modernizar, una estructura productiva crónicamente deficitaria.

En el desarrollismo clásico, como gusta denominarlo Máximo Merchensky, las prioridades estaban centradas en dotar al insuficiente dispositivo industrial de sus proveedoras industrias industrializadoras, las que suministran los insumos básicos: acero, química, maquinaria y, como se diagnosticó y resolvió expeditivamente, combustibles, que pesaban desproporcionadamente en la composición de las compras externas.

Los cambios tecnológicos acaecidos en la industria a nivel mundial desde entonces han convertido al acero en una suerte de commodity con sobreofertas y dumpings recurrentes por lo que la importancia de su disponibilidad se centra en las especialidades cada vez más sofisticadas que se requieren, en proporciones menores a las históricas a las que caracterizaron la civilización del acero, por lo que su sensibilidad es probablemente menos estratégica.

No ocurre lo mismo con el principal vector de industrialización, cambio tecnológico y calidad de vida: la electricidad. Esa batalla todavía está vigente y tiene, en su interior, un aspecto cualitativo: la generación mediante fuentes renovables y amigables con el ambiente. Los combustibles de origen fósil (primordialmente el gas) merecen mejor destino que la quema: en la petroquímica —consumidora destacada de electricidad— anida el potencial industrializador y multiplicador más sorprendente, tanto como prometen algunos cultivos tradicionales, como el maíz, como insumos de producción industrial sofisticada.

Anotemos de paso que el gas para la exportación (de Vaca Muerta o de donde sea) conlleva una marca autolimitante y muestra cómo se manejan estos temas: prioridad para obtener dólares, aunque sea sacrificando al facilismo un recurso clave para tener —a escala— una industrialización avanzada que, a la postre, mejoraría sustancialmente nuestra balanza comercial.

¿Sabía usted que no sólo China es una gran quemadora de carbón y por lo tanto culpable en directa proporción del calentamiento global? Sepamos que también los norteamericanos lo hacen y los pulcros alemanes, que cierran centrales nucleares y compran electricidad de ese origen a sus vecinos y socios franceses, no le van a la zaga. Hipocresías veredes en todas partes, Sancho.

Hablando de otra cosa

¿Discute la dirigencia política estas cuestiones, de un lado y otro del foso ideológico que la mantiene entretenida? En absoluto. Vive al ritmo del tuit, que es esquizofrénico.

Las prioridades no son probablemente las mismas que en el siglo pasado, pero no por eso han dejado de existir. Su admisión está bastante negada en los economistas académicos que suelen opinar sobre nuestras desgracias desde las cómodas sillas del pensamiento universal. Las opciones de construcción y mejora nacionales rara vez son aconsejadas desde la ciencia acreditada desde las economías centrales, cuya sofisticación va pareja con la complejidad del mundo financiero y bursátil global.

Determinar las prioridades para el desarrollo no es tarea de profesores, sino de estadistas. Una planificación útil debe tener en cuenta condiciones geográficas, recursos, disponibilidades, población, nivel educativo, etcétera. Ello poco tiene que ver con la legítima preocupación con el equilibrio de los mercados, pero suele omitir que no hay estabilidad ni equilibrios fáciles en economías desarticuladas y demandas sociales insatisfechas.

Sobre todas estas cuestiones y muchas más debiera tratar un acuerdo refundacional que llevara la Argentina en pocas décadas a la situación de un país capaz de pueda brindar trabajo y bienestar a una población tan numerosa como su propia dinámica establezca, con mejor distribución geográfica en la medida en que ocupe productivamente todo su territorio.

Un acuerdo chiquito, de buenos modos, centrado en el funcionamiento institucional no tiene perspectiva de éxito, puesto que la mala calidad de la política local y la inestabilidad concurrente se debe a que todo el andamiaje institucional está construido sobre un país socialmente deshecho. Así y todo, tal es la vocación democrática del pueblo argentino, que la renovación de los gobiernos, aún de fracaso en fracaso, se mantiene intacta y ese es un haber sobre el cual vale la pena apoyarse para construir un destino colectivo que merezca vivirse.

Apostilla

Es frecuente, entre pensadores preocupados por el bien común recordar los acuerdos fundacionales de la Argentina como Estado Nacional, desde los “preexistentes” a la Constitución del 53 y los que en el 80, el 16 y el 45 permitieron avances importantes en la construcción material e institucional de un país integrado. Pero al mencionar el pacto Perón-Frigerio de 1958 como un antecedente a tener en cuenta en los contenidos que requiere el acuerdo refundacional del siglo XXI, la sorpresa parece volcarle el café a más de un buen patriota. Tal ha sido la denostación que sobre aquel entendimiento se ha volcado sistemáticamente. Pues bien, allí está la historia para repensarla en términos constructivos. Pero esto es tema para una indagación con otro espacio. Salud.