Es un lugar común en el mensaje político y económico que se difunde en el país el que se refiere a las ventajas que supondría proceder a una amplia apertura de su economía.
Esa apertura nos permitiría, a juzgar por sus presuntos beneficios, integrarnos positivamente a las corrientes mundiales del comercio y los capitales. Venderíamos y compraríamos de tal forma que necesariamente nos enriqueceríamos. Por añadidura, nos veríamos liberados de largas décadas de proteccionismo, cuya consecuencia -en la opinión de quienes difunden esta propuesta no ha sido otra que la de favorecer la aparición de sectores industriales ineficientes, que producen con bajísimas productividad al amparo de los altos aranceles existentes, lo cual -además de contribuir al retraso de toda la economía- genera grupos de presión interesados en mantener este estado de cosas que perjudica al país y a los consumidores.
Con pequeños matices de diferenciación, este es el nudo argumental de quienes propugnan una mayor «apertura». Actúan en ese clima intelectuales y políticos, sectores económicos muy concretos y basta algunos dirigentes empresarios genuinamente preocupados por expandir sus negocios en un contexto económico que los limita crecientemente.
Nos faltan quienes -ante la evidencia de los gravísimos resultados logrados por la «apertura» que titularizó el equipo económico dirigido por Martínez de Hoz- sostienen que una cosa es abrir la importación de bienes terminados y otra la de proveer a la industria de insumos traídos del exterior, lo cual le permitiría bajar sus costos y hacerse más competitiva y, a su vez, exportar una porción creciente de su producción.
Finalmente, las propuestas aperturistas se resumen, por un camino u otro, en el espejismo de instaurar en la Argentina un modelo exportador capaz de volcar al comercio regional y mundial una amplia variedad de productos de elaboración local. Administraciones sucesivas, entidades prestigiosas, voceros calificados hablan una y otra vez de este objetivo, que consideran ‘de primera importancia nacional. Configura ya una densa red de propuestas, muchas toneladas de papel, innumerables referencias periodísticas en forma de titulares optimistas, declaraciones de funcionarios, reclamos sectoriales, congresos, encuentros, jornadas y simposios, amén de los infaltables estudios superiores de mayor o menor duración que preparan «especialistas» para una expansión comercial que, sin embargo, sigue sin producirse.
Del tímido pero reiterado «hay que promover las exportaciones», que en algunos casos suponía añadir el calificativo de «no-tradicionales» para conferirle mayor apariencia de modernidad, hemos pasado a la pomposa apología de la «apertura» económica. El proteccionismo es mencionado como una despreciable práctica que ejercen los países atrasados en su propia contra y la perversidad de los países industriales que trabajan activamente contra la justicia universal.
El debate entre el proteccionismo y el libre cambio, es, desde este bastante generalizado punto de vista, una antigualla despreciable.
Por otra parte, en el trasfondo no explicitado -pero que constituye el perceptible sustrato psicológico de esta propuesta- está el hecho de que la única prosperidad que conoció la Argentina fue la que protagonizó la llamada «generación del 80» en las últimas dos décadas del siglo XIX y la primera de éste. Se presume que si retomamos aquellas banderas volveremos a encaminarnos hacia la riqueza. Más allá del empobrecimiento del debate nacional que suponen estos argumentos, lo alarmante es la ausencia de confrontación y la precariedad de ideas con que se enfrenta esta audaz corriente de opinión.
Señalemos algunas cuestiones y datos básicos:
1) Los países que más exportan son los países altamente industrializados. Estos, sin embargo, intercambian entre sí una fracción del total de su producción, que es primordialmente requerida y consumida en sus propios mercados nacionales.
2) El mayor flujo de comercio se registra entre países industrializados, habida cuenta de que tienen una mayor disponibilidad de recursos para financiar ese intercambio. Asimismo, sus economías demandan en una proporción mayor productos de origen industrial (insumos, materia primas semielaboradas y bienes terminados) que bienes primarios provenientes de países subdesarollados.
3) Las excepciones a esta caracterización están constituídas por los países -en algunos casos no llegan a constituír una nación- que han adoptado por configurar enclaves exportadores donde lo que se sacrifica es precisamente el mercado interno. Esa producción se hace sobre la base de utilizar las franquicias y estímulos de los respectivos gobiernos, y acaso aprovechando la mano de obra barata disponible masivamente en esos puntos del globo. En estos casos, la articulación al mercado mundial se hace por vía de un comercio altamente competitivo en estrecha asociación con el dispositivo controlado por grandes firmas multinacionales.
Lo que falta en ese razonamiento es que la capacidad de exportación está en estrecha relación con el potencial general de la economía nacional. La condición de enclave, claro está, no permitir estimular el proceso de acumulación de capital a escala nacional en razón de su inserción encapsulada en el dispositivo trasnacional, que capta sus excedentes y los concentra fuera del alcance del poder de decisión nacional.
En consecuencia, no es posible alimentar el proceso de desarrollo nacional a partir del modelo exportador que se concreta en el enclave. La «utopía exportadora» sin desarrollo interno no sólo es un error. Es otra de las confusiones instaladas en una porción muy amplia de la dirigencia argentina. modelo exportador modelo exportador modelo exportador
Esa idea de que debemos afrontar los compromisos con la exportación, sin modificar la estructura, es lo que llevó en los hechos a aplicar la actual estrategia.
Consiste en comprimir las importaciones mediante medidas recesivas para liberar una porción sustancial del balance comercial y aligerar las presiones existentes en el sector externo. En realidad, toda la fraseología sobre las «exportaciones no tradicionales» ha servido para encubrir algo mucho más modesto y trágico pagar con las exportaciones tradicionales una parte de los intereses de la deuda y refinanciar el resto. De allí que el país se vea obligado a seguir tomando préstamos para pagar intereses de intereses, incrementando sus obligaciones y cada vez más maniatado financieramente.
Todo ello, sin haber capitalizado en mínima proporción el aumento de su deuda. Para peor, la caída de los precios de los productos tradicionales de exportación -sobre todo los de los granos- determinó que también se achicara notablemente el superávit comercial logrado por el mecanismo que ya explicamos. De allí que el endeudamiento haya crecido más rápidamente y las negociaciones con la banca acreedora se hagan de más en más trabajosas, aún a despecho de los sucesivos ajustes realizados en la misma dirección recesiva y haciendo más compulsiva la transferencia de recursos al sector público.
La financiación del déficit por vía del endeudamiento es mucho más gravosa para el país que la ya muy dañina practicada en el pasado mediante la emisión.
Pero el avance de las ideas liberales; coherentemente con la política gubernamental,’ determinó una suerte de fetichismo monetarista según el cual la inflación desaparecería cesando la emisión. Algo que en modo alguno ocurrió a pesar del congelamiento de precios y salarios.
Extracto de Frigerio, Rogelio. Ciencia, tecnología y futuro. .Siep- Tercera Edición 1990 .