Un golpe cívico militar depuso el 29 de marzo de 1962 a Arturo Frondizi de la Presidencia de la Nación. Las seis décadas que pasaron no han sido suficientes para que decante una evaluación completa del gobierno desarrollista ni sobre las verdaderas —e incontrastables— motivaciones del derrocamiento.
Frondizi y su equipo, donde destacaba Rogelio Frigerio como el principal coordinador, llegó al gobierno para aplicar un programa de paz social y desarrollo. Se basaban en un diagnóstico previo: Argentina era —y sigue siendo— un país subdesarrollado debido a la insuficiencia de su estructura productiva para dar trabajo, salarios crecientes, educación, salud y seguridad para una población en aumento y en proceso de urbanización acelerada. El país había asimilado la fuerte inmigración de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, pero luego había encontrado los límites de una inserción mundial beneficiosa como exportador de materias primas agropecuarias.
Las condiciones mundiales habían cambiado sustancialmente con el cese de la hegemonía británica tras la Primera Guerra Mundial, la crisis económica financiera de 1929, los espasmos del ascenso estadounidense como primera potencia industrial, y el inicio de la coexistencia pacífica en tensión política constante a partir de la existencia de arsenales nucleares capaces de eliminar la mayor parte de la vida en el planeta luego de la Segunda Guerra Mundial. Tras Hiroshima y Nagasaki, el horror más lacerante en el empleo de armas contra la población civil que se hubiese conocido hasta entonces, la URSS detonó su primera bomba atómica en 1949, a pesar de que la inteligencia estadounidense descartaba que pudiera hacerlo en tan breve plazo, y estableció las bases de la paridad nuclear y la coexistencia pacífica.
Argentina había alcanzado su pináculo como proveedor de carnes y granos antes de cumplirse el centenario de la Revolución de Mayo. Alejandro Bunge señalaba a 1908 como el punto estático en el comenzó el estancamiento del país. Las clases dirigentes canalizaron sus disputas en torno de la ampliación del sistema político, expresadas en el voto universal, secreto y obligatorio reclamado por el radicalismo, y de las indispensables y demoradas mejoras sociales que encarnó el peronismo desde la posguerra, medio siglo después.
Agotado el sistema agroimportador —constituido no sólo por lo que Argentina vendía sino también por lo que requería en grado creciente como importaciones— radicales, peronistas y socialistas se centraban en programas que eludían el fondo de la cuestión, sin una visión actualizada de las nuevas condiciones mundiales. Miraban para otro lado, con abundantes autojustificaciones que al mismo tiempo que los redimía a sus propios ojos los convertían en parte del problema. En una altísima proporción, aún hoy andan descaminados.
Represión, violencia y paz social
La autodenominada Revolución Libertadora abandonó su promesa inicial de que no habría «vencedores ni vencidos» tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón. El desplazamiento del general Eduardo Lonardi dio pie al afianzamiento del sector más vengativo que, fiel a su esencia reaccionaria, profundizó los enfrentamientos sociales y políticos y aplicó medidas represivas a la militancia peronista. En simultáneo, los comunistas intentaban colarse en los gremios que esa persecución permitía, siempre cómplices del enemigo nacional.
Un sector del peronismo se embarcó en la violencia terrorista durante aquellos años. Y continuó cuando Frondizi llegó a la presidencia, a pesar del apoyo de Perón, que ordenó votar por él en las elecciones del 23 de febrero de 1958. La violencia era alimentada en la clandestinidad por servicios de inteligencia que proveían de armas y explosivos a determinados sectores peronistas. Un punto culminante fue la voladura de los tanques de combustibles de Shell en Córdoba, por gestiones de oficiales del Ejército. Tras la operación escandalosa de adjudicar el atentado a la resistencia peronista, las Fuerzas Armadas presionaron y lograron que se interviniera la provincia. Fue un golpe duro para Frondizi, que se vio obligado a sacrificar a un aliado leal, el gobernador Arturo Zanichelli, acusado absurdamente de negligencia o permisividad.
En este contexto debe interpretarse el objetivo de paz social, definido como una de las mayores prioridades del gobierno de Frondizi. Era un objetivo coherente con la necesidad de cerrar un ciclo de desencuentros y reconciliar a la sociedad argentina para dar lugar a los procesos de integración y promoción de trabajo y la educación. Tan pronto asumió el nuevo gobierno, el Congreso Nacional aprobó la ley de amistía y el Ejecutivo levantó todas las medidas proscriptivas y persecutorias contra dirigentes gremiales y políticos, y cesó toodas las intervenciones a los sindicatos. Otra pieza jurídica clave fue la ley de asociaciones profesionales, que no sólo consagraba el derecho de huelga, sino que garantizaba la unidad de los trabajadores a través de un solo sindicato por rama de actividad y una sola central obrera, con democracia representativa garantizada por el Estado.
En la mirada de los sectores retardatarios, que querían volver al país pastoril caducado en su viabilidad al menos tres décadas atrás, todo esto era inadmisible. Frigerio puso en boga una palabra que hasta hoy pervive en el lenguaje político: perimido era todo aquello que no tenía condiciones reales para existir y su mantenimiento implicaba dosis de violencia cada vez mayores.
Contra el cambio estructural
Con gran determinación, los negacionistas del cambio estructural pusieron manos a la obra y no ahorraron ningún medio para frenar el programa de desarrollo. Sumaron eficientemente al grueso de la dirigencia política: radicales, socialistas, comunistas y segmentos del peronismo, el más beneficiado por la política de libertades y reconciliación, coincidieron —la mayoría de las veces con argumentos pueriles y contradictorios entre sí— en que había que derrocar al gobierno. Ya entonces estaba planteada en algo más que un germen la crisis de representación que con el tiempo se volvería agobiante y aparentemente insoluble.
Golpear la puerta de los cuarteles para convocar a los militares a realizar el trabajo sucio fue la consigna de estos voluntarios del atraso. Las Fuerzas Armadas estaban ferozmente cruzadas por el antiperonismo y el anticomunismo. Nadie parecía advertir que juntar ambos odios resultaba esencialmente contradictorio. Funcionaba igual, porque en el cerrado mundo de las manipulaciones ideológicas alimentadas por los más rústicos prejuicios lo que importaba era la motivación, no la racionalidad y la lógica.
Quizás aquí esté la clave para ir al encuentro del problema ideológico: la inercia existe, la mirada nunca está despojada de condiciones que la limitan y el antídoto frente al error requiere siempre revisiones críticas y autocríticas.
Hablando de contradicciones, esta manipulación ideológica fue también extrema en sectores dirigenciales del empresariado. A tal punto, que no pocas entidades agropecuarias afiliadas a un mal entendido liberalismo enfrentaban al gobierno y se sumaban al impulso golpista al mismo tiempo que el campo se capitalizaba y tecnificaba al compás de la política desarrollista, incorporando maquinaria y agroquímicos. Las malas cosechas por razones climáticas, en un sector que todavía dependía en alta proporción de tecnologías arcaicas, sumaron tensión al desencuentro. Todavía —y durante varios años más siguió siendo así— no se conocían la siembra directa ni variedades agrícolas resistentes a la sequía. En el mundo, lo que se llamó la revolución verde recién comenzaba.
Había también sectores objetivamente contrarios al programa de desarrollo porque amenazaba una estructura de poder y de captura de la renta nacional. Los importadores de combustible, por ejemplo, no estaban dispuestos a perder el mercado nacional. Al igual que los bancos y las compañías de transporte y de seguros que se nutrían del gran negocio de importar combustibles, contrario a los intereses nacionales, puesto que la Argentina tenía —y tiene— recursos que activamente explotados terminaban con esa gravosa dependencia externa. Y estaban dispuestos a financiar golpistas, militares y políticos.
La propia Iglesia Católica, aún impactada por el vuelco del gobierno peronista contra ella, seguía ajena al compromiso de trabajo intenso y sistemático para superar las condiciones de atraso que condenaban a la pobreza e incultura a una parte todavía pequeña de la población, pero que se ampliaba a ojos vista. Sólo reaccionó cuando el gobierno lanzó la batalla por la enseñanza libre. Es un hecho sobre el cual aún no se ha investigado a fondo, como tantas otras cosas de esa gestión.
Un gobierno denostado
Sobre el gobierno desarrollista se estableció un relato denostatorio. A pesar de la abudante bibliografía escrita por los mismos desarrollistas, que la academia universitaria ingoró o citó de modo anodino; primero bajo la influencia radical reformista, después de la mano liberal de izquierda y de derecha. Por eso faltan estudios que no repitan una y otra vez falsedades establecidas, que no por reiteradas se convierten en verdades.
Y así llegamos a lo que es el motivo y la conclusión de esta nota: el 29 de marzo de 1962 no cayó un gobierno, lo voltearon los intereses que querían impedir que continuara con los pocos ejes claves que logró establecer: la política energética, las prioridades de inversión en sectores dinamizadores y ampliadores del conjunto de la economía, y la verdadera revolución educativa y cultural que significaba que el conjunto de la sociedad fuese consciente y partícipe de la construcción de su propio destino como pueblo con su propia identidad aportando al conjunto de género humano y su inmensa y valiosa diversidad.
Los militares fueron el instrumento, pero no los inspiradores e instigadores. Por eso es correcto hablar de golpe cívico-militar. Desde entonces, el país no tiene un rumbo claro y sufre los vaivenes del oportunismo, la mediocridad, y el acostumbramiento a situaciones cada vez más inaceptables tanto en los ingresos de la población como en las oportunidades que cada miembro de la comunidad nacional merece para realizarse como persona.