La crisis del COVID-19 aceleró la transformación digital en nuestras sociedades. Están cambiando las formas de trabajar, de estudiar y comerciar. Las empresas están incorporando tecnología e innovando con nuevas modalidades de trabajo digital. El sistema político, sin embargo, se demoró en dar una respuesta ante el desafío que generó la pandemia.
En los últimos dos meses se debatió mucho si el Congreso Nacional debía sesionar o no. Tras una ardua discusión sobre los alcances de los reglamentos de las cámaras y gracias a un acuerdo entre las distintas fuerzas, los diputados y senadores pudieron sesionar a través de una plataforma digital. La política tardó en reaccionar ante algo obvio: ¿cómo era posible que el Congreso no pudiera funcionar en forma remota cuando la sociedad ya lo estaba haciendo? La pandemia expuso de este modo la crisis de representación política que se está viviendo, no solo en nuestro país, sino en el mundo entero.
La democracia, como sistema de gobierno, ha cambiado muy poco desde sus orígenes. En un mundo donde la economía, la sociedad, la tecnología y la infraestructura sufren grandes y rápidas transformaciones, ¿por qué el sistema político no ha innovado? En otras palabras, estamos viviendo en una épica donde ciudadanos del siglo XXI se vinculan con instituciones del siglo XX o XIX. Esto explica, en parte, por qué los índices de confianza en las instituciones siguen cayendo en nuestro país; según un estudio del observatorio de la Deuda Social de UCA publicado en 2018, solo el 7% de los argentinos confía en la Justicia y el 11% en el Congreso.
El descontento con la democracia
Tenemos que mirar con mucha atención las movilizaciones de la sociedad que se manifiesta con críticas hacia el sistema político. Vivimos en una época de protestas que congregan a miles de personas para demostrar su descontento con la democracia. Son variadas las causas —las desigualdades sociales, la corrupción, la falta de accesos a servicios públicos—, con un denominador común: la creciente desconfianza de ciudadanos hacia sus gobernantes. Un ejemplo reciente son las protestas de los chalecos amarillos en 2018 y 2019, que pusieron en jaque al gobierno de Emmanuel Macron en Francia. Otro: las multitudinarias marchas en Chile de 2019 y 2020 para reclamar una nueva constitución, sancionada con participación de la ciudadanía. En ambos casos fueron manifestaciones masivas, prolongadas en el tiempo y con episodios de violencia.
Este escenario exige una reflexión. ¿Cómo podemos innovar para mejorar nuestro sistema? Una alternativa, cada vez más visibilizada, es pensar si la tecnología puede ser un medio para generar mayor participación de la ciudadanía. ¿Qué pasaría si nuestros representantes empezaran a consultar al electorado sobre temas realmente importantes y tuvieran en cuenta sus votos para la toma de decisiones públicas? Sería un cambio radical en la forma de ejercicio del poder, ya que complementaría las políticas públicas con otras visiones. Y esto les daría mayor legitimidad.
La crisis que está viviendo nuestro sistema de convivencia requiere que todos los sectores, pero sobre todo los políticos y académicos, pensemos alternativas para un diseño institucional que mejore la democracia representativa. Es imprescindible que surjan líderes que tomen en serio esta agenda y que las nuevas generaciones sean los protagonistas de esta innovación.