Silvia
La coordinadora nacional de Barrios de Pie, Silvia Saravia. /FU.

Una foto retrata el estereotipo del piquetero: Luis D’Elía parte la cara de un productor rural durante una protesta frente al Obelisco, en 2008. El piquetero es un hombre duro, gritón, violento. Ninguna de estas características representa a Silvia Saravia. Y, sin embargo, es lo que vos considerarías una piquetera. La primera diferencia con D’Elia es obvia: es mujer. Parece trivial, pero no lo es. Silvia Saravia es la coordinadora nacional de Barrios de Pie, el tercer movimiento social más numeroso de Argentina. Antes de ella, ninguna mujer había liderado un movimiento social de alcance nacional en el país. Y eso que las mujeres siempre fueron mayoría en los movimientos sociales. Silvia tiene un estilo amable, modesto, casi tímido. Un tono de voz bajo, medido. Parece docente. De hecho, es profesora de Construcción Ciudadana en una escuela secundaria de San Martín, provincia de Buenos Aires. 

Tal vez ni te suene su nombre. A Silvia eso la trae sin cuidado; nunca persiguió la fama. No le gusta verse en la televisión o escucharse en la radio, ni siquiera leer sobre ella. Pero hablar con la prensa es una de sus funciones principales. Al menos desde septiembre de 2018, cuando reemplazó a Daniel Chucky Menéndez en la coordinación nacional de Barrios de Pie.

A pesar de que es una dirigente experimentada, reconocida por sus compañeros y había ocupado cargos importantes en la organización, Silvia nunca se había imaginado al frente de Barrios de Pie. La designación la tomó por sorpresa. Fue un domingo, durante un encuentro nacional del movimiento al que Silvia había faltado. Ella estaba en San Miguel (Buenos Aires), en una reunión difícil. Unos compañeros la habían llamado para que fuera a contenerlos: la responsable del distrito había anunciado que abandonaba Barrios de Pie para sumarse al nuevo movimiento social de Chucky Menéndez.  

El teléfono sonó cuando volvía de San Miguel.

— ¿Por dónde andás? Estamos hablando de algo que te involucra.

Llamaban desde la Mutual Sentimiento, el viejo edificio de Ferrocarriles Argentinos en Chacarita donde funciona la sede nacional de Barrios de Pie. Llegó lo más rápido que pudo, subió por el ascensor hasta el cuarto piso y entró en el salón principal. Los representantes de las provincias la esperaban sentados en círculo. 

— Acabamos de decidir que vos seas la coordinadora nacional de Barrios de Pie— informaron.

— ¿Cómo que acaban de decidir? ¿Alguien me preguntó? ¿A nadie le interesa mi opinión?

Protestó, pero aceptó. No veía otra alternativa. «Si ustedes creen que es lo mejor, vamos», respondió. Dudaba que el cargo fuera un reconocimiento. 

Barrios de Pie es uno de los muchos movimientos sociales que nacieron durante la crisis de 2001. Cortaban rutas y calles; eran piqueteros. Silvia milita desde los inicios, cuando Barrios de Pie todavía no era Barrios de Pie, sino la CTA de los barrios. Era una organización territorial de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). En casi dos décadas, no ha parado de crecer: hoy cuenta con 48.000 miembros y tiene presencia en todas las provincias.

***

El invierno de 2004 encontró a Ofelia Góngora sin trabajo y con un hijo. Había intentado, sin éxito, anotarse en el programa Jefes y jefas de hogar. Le dijeron que no podía inscribirse porque el padre de su hijo, su expareja, tenía un empleo en blanco. Una vecina le comentó que Barrios de Pie estaba por abrir un comedor en la zona. Tal vez podrían darle una mano.

— ¿Quienes son?— preguntó Ofelia.

— Son piqueteros— respondió la vecina.

— Ah, no, piqueteros no.

Ofelia tenía fresco el recuerdo de 2001: los cortes de ruta, la represión, los saqueos, la muerte. Una mañana apartó los prejuicios, juntó coraje y entró al comedor. Pidió ayuda y le ofrecieron un trabajo como auxiliar del encargado, un tipo autoritario que se aprovechaba de su posición de poder. Ofelia se destacó pronto y las compañeras del comedor pidieron que el encargado se fuera y ella ocupara su lugar. Fue su primer rol como dirigente de Barrios de Pie.

Lorena Beatza se acercó al movimiento en 2007. Como Ofelia, era madre soltera, estaba desempleada y no conseguía que le asignaran un plan social. Fue a ver al puntero del barrio, pero no tuvo respuesta. Hasta que dio con Barrios de Pie. «Me pidieron los papeles y, rápidamente, me dieron un plan», cuenta. Los movimiento sociales crecieron y se consolidaron en los barrios marginados porque resuelven problemas para los que ni el Estado ni el mercado tienen soluciones.

Más del 35% de los trabajadores argentinos son informales. Tienen un trabajo en negro o se la rebuscan en el mundo de la economía popular: son cartoneros, vendedoras ambulantes, artesanos, costureras, cooperativistas de distinto tipo. Trabajadores sin patrón ni derechos laborales. Los movimientos sociales los organizan, construyen lazos comunitarios entre ellos y generan identidad.

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El malestar en Barrios de Pie ya no se podía disimular. Los dirigentes del interior sospechaban de las maniobras del coordinador nacional, Chucky Menéndez. No entendían los gestos públicos de simpatía hacia la expresidenta Cristina Fernández. Ya hacía más de 10 años que Libres del Sur, el partido al que está asociado Barrios de Pie, se había alejado del kirchnerismo. ¿Qué pretendía? Los responsables de las provincias se sentían ignorados, pero no se quejaban. Hasta que llegó la reunión en la que sí, alguien planteó sus dudas. Ninguno se esperaba la respuesta de Chucky:

— Si desconfían de mí, me voy.

Unos días después, Menéndez y la exdiputada de Libres del Sur Victoria Donda lanzaron un nuevo espacio político: Somos. Y un movimiento social de nombre odioso: Somos Barrios de Pie. Y los que quedaron con Silvia, ¿no lo son? Una bandera con las caras de Chucky y Cristina apareció al poco tiempo en un acto. Y Buenos Aires amaneció empapelada con el nombre del exlíder de Barrios de Pie y el eslogan «la voz de los barrios al Congreso». Una campaña para posicionarse como aspirante a diputado nacional que no iba a rendir frutos. Chucky quedó afuera de las listas al año siguiente.

El primer escrache fue en Chaco. Chucky se reunió con el entonces intendente de Resistencia, Jorge Coqui Capitanich, un político al que Barrios de Pie había combatido con dureza. La imagen amistosa de Chucky y Coqui en la oficina tiene un reverso. Es otra foto, tomada minutos antes en la puerta de la municipalidad. Chucky, con las venas de la frente hinchadas, los ojos cerrados, la mordida incómoda, da la espalda a un grupo vestido con pecheras de Barrios de Pie. Una mujer sostiene un cartel escrito a mano: «Menéndez trucho».

— Para mí es un cagón.

Silvia podría llamarlo traidor, pero le dice cagón. Porque le indignó que renunciara, pero más que no haya dado la cara. «Y las mentiras», subraya Silvia, «sobre todo las mentiras».

Varios dirigentes de Barrios de Pie se fueron con Menéndez. La mayoría era de la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense. Lo siguieron, según Silvia, porque les dijo que si no lo acompañaban se iban a quedar sin planes sociales, sin trabajo y sin comida. Porque el que conseguía respuestas del Ministerio de Desarrollo Social era él.

— Acá el que se cree el más lindo, el más bueno y el que mejor habla, está en el horno. Esto es una construcción colectiva— critica Silvia. 

Después de la ruptura, Silvia no volvió a hablar con Donda. Con Chucky sí, para ordenar la sucesión. Pero le guarda más rencor a él, porque negoció a espaldas de los compañeros. Silvia cree que era la única opción que él tenía, porque Barrios de Pie hubiera rechazado volver al kirchnerismo si lo planteaba de frente. 

— Menéndez concentró muchos recursos, tiene capacidad de movilización y nos disputa el nombre — lamenta Silvia.

El triunfo de Alberto Fernández en las presidenciales confirmó, según Menéndez, que abandonar Libres del Sur fue la decisión correcta. Chucky dice que él no se fue Barrios de Pie, sino que hay dos espacios con el mismo nombre. Y que su facción es la mayoritaria. Minimiza las acusaciones de que pasó por alto los cuerpos orgánicos del movimiento y amenazó a los compañeros. La crisis que provocó su renuncia, sostiene, es parte de «una discusión electoral» en la que lo central era lograr «la unidad de los movimientos populares». Se refiere a la confluencia de su sector con Los Cayetanos.

Los Cayetanos nació el 7 de agosto de 2016 para enfrentar al gobierno de Mauricio Macri, que había asumido menos de un año antes. Unos 100.000 militantes marcharon ese día desde la iglesia de San Cayetano hasta la Plaza de Mayo para pedir «paz, pan y trabajo». Tras la movilización, se formó un triunvirato piquetero: Barrios de Pie, la Corriente Clasista y Combativa (CCC) y la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP). La CTEP es el movimiento social más grande del país y es liderado por Juan Grabois, un dirigente cercano al papa Francisco. Barrios de Pie se alejó de Los Cayetanos en 2018, pero la nueva organización dirigida por Chucky se incorporó al espacio, que está alineado con el Frente de Todos.

— Silvia es una compañera muy respetable, pero me parece que Urtubey no era el camino para esta etapa — dice Chucky. No es un comentario inocente. Libres del Sur apoyó la candidatura a presidente del exministro de Economía Roberto Lavagna. Su compañero de fórmula, Juan Manuel Urtubey, representa un sector conservador del peronismo y está a la derecha de Lavagna. Por eso Chucky hace hincapié en él. 

***

Cuando Silvia organizó un acampe de 48 horas sobre la avenida más importante de Buenos Aires, sus alumnos no le preguntaron por qué protestaba. O si le parecía contradictorio cortar las calles y enseñar la Constitución en clase. Tampoco si era cierto lo que decía el Gobierno sobre ella: que era una extorsionadora. Solo le preguntaron por lo que más le molesta: «Profe, ¿puede llevarnos un día a la tele?». Cómo odia salir en televisión.

El acampe tuvo como protagonistas a Barrios de Pie y el Polo Obrero, un movimiento social trotskista. La medida los llevó a ganarse el mote del «ala dura de los piqueteros». La prensa los diferenció así de Los Cayetanos, los dialoguistas, los que negociaban con el Gobierno. 

— Alberto Fernández se equivoca, si no salíamos a la calle esto no se debatía.

Replicó Silvia durante el acampe. Fernández, todavía candidato, había cuestionado la protesta y pedido que los movimientos sociales no participaran. Era un llamado a moderar la conflictividad social. Los Cayetanos acataron. Aquella noche, unos 3.000 militantes hicieron vigilia en la puerta del Ministerio de Desarrollo Social mientras el Parlamento votaba la Ley de Emergencia Alimentaria, que preveía un aumento del 50% del presupuesto para los programas de alimentación. 

Sobre la 9 de julio había carpas iglú, ollas, colchones gastados, mates, niños, familias enteras y calma. Porque el acampe fue una protesta pacífica hasta el bloqueo del Metrobús. La multitud estaba dividida en dos columnas que interrumpieron el tránsito cuando se estaban reagrupando. Fue un corte breve, pero suficiente para provocar la represión de la policía. Comenzaron los bastonazos y uno derribó a un compañero a pocos metros de Silvia. Ella logró esquivarlos y quedó encerrada entre cuatro escudos policiales.

— Fue un momento tenso. Ver que enfrentaba a la policía y no nos dejaba solas fue importante para nosotras— recuerda Ofelia Góngora, la responsable de Barrios de Pie en la zona norte de la provincia de Buenos Aires.

Silvia dice que las marchas son menos agotadoras que ir a la televisión. A diferencia de Menéndez y Donda, nunca aspiró a convertirse en una figura pública ni se preparó para ello. Cada vez que sale en los medios, consulta por Whatsapp a sus compañeros: ¿Cómo estuve? «¡Muy bien!». «Le tapaste la boca». «Che, no te pongas la polera, mejor algo clarito». Usa muy seguido esa polera, verde, oscura, de hilo.

Silvia

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La foto de Stalin es inquietante. En una pared del salón principal, un mural con una América del Sur pintada con los colores de la wiphala y rodeada de los íconos de la izquierda latinoamericana: Tupac Katari, Bartolina Sisa, el Che Guevara. Hay un póster viejo que reivindica a Chávez; otro, a Evo Morales. La foto infaltable de Fidel. Una banderita de Palestina. ¿Pero Stalin no es demasiado?

— No, no, no. No lo bancamos— dice Silvia y se acerca a la foto. Toma un soldadito de plástico que cuelga de un clip y apunta al líder soviético— ¿Ves? Lo está matando— La imagen está ahí porque la puso un compañero que es duro, inflexible, muy exigente: como Stalin, se entiende— Pone esa foto para que nos acordemos de él.

Son las oficinas de Barrios de Pie. El salón principal es amplio y está casi vacío. Hay unas 250 sillas blancas de plástico apiladas en una esquina, junto a unos caballetes y tablones de madera. «El silencio no es mi idioma», se lee en una cartulina azul que tiene dibujado un pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo. Una luz tenue entra por las ventanas que cubren la pared Este, desde las que se ve el asentamiento Fraga.

Una mesa de plástico reseco por el sol tiene rayones de trinchetas. Esa tarde, más temprano, hubo un taller y en las paredes quedaron pegadas láminas verdes y violetas con mensajes feministas o de conciencia social: «Entre todes transformamos»,  «Pobreza cero», «Educar con amor», «Ayudar al pueblo a ser libre». Silvia apoya el mate en la mesa. La luz resalta los ojos verdes y sus aros metálicos, chiquitos y con forma de corazón. El tono amable se borra bruscamente cuando la llaman para salir en vivo en una radio.

Aquella mañana, el entonces candidato a vicepresidente de la alianza oficialista Juntos por el Cambio, Miguel Ángel Pichetto, propuso «dinamitar» la villa 1-11-14, en la Ciudad de Buenos Aires. El conductor del programa lo menciona.

— Ya pusieron la bomba — responde Silvia, irónica — Es lo que está pasando con los que se quedan sin trabajo.

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Solía tener los dedos hinchados, esguinzados, con férula. Eso irritaba a su profesor de música, que le pedía que eligiera: la flauta o el handball. ¿Por qué no podía hacer las dos cosas? En el Conservatorio Nacional, Silvia aprendió a tocar música de cámara en la flauta, dulce y traversa. Demasiado formal para ella, solo estudió un año allí antes de cambiarse a la escuela municipal de música de Villa del Parque, más permeable a los ritmos populares. 

Silvia amaba el handball y era realmente buena. Tanto que fue preseleccionada para el equipo nacional. En aquellos años acababa de comenzar a trabajar y le costaba congeniar la jornada laboral con los horarios de las prácticas. Poco a poco fue dejando de jugar. La política, dice, también influyó.

— La madrina de la selección de handball era María Julia Alsogaray. Y yo no la quería nada —cuenta. 

Cuando nació su segundo hijo, Joaquín, abandonó definitivamente el deporte. Pero el handball le dejó una vocación: la docencia. Su primer empleo fue como ayudante en la colonia de verano del Club Comunicaciones, donde entrenaba. El profesorado de educación física, a esa altura, la parecía una opción casi natural.

Si hubiera estudiado en la escuela técnica, como ella quería, y como hicieron sus hijos, entre talleres con tornos y serruchos, tal vez hubiera elegido otro camino. Pero la escuela técnica era doble turno y prefirió tener las tardes libres para estudiar música. En la secundaria comenzó a militar en el centro de estudiantes y, tras la graduación, se topó con su primer dilema político: ¿y ahora qué hago? La invitaron a un acto de agrupaciones de izquierda y fue para ver de qué se trataba. Le llamó la atención el único grupo con la bandera argentina. El rojo no la cautivó. Así conoció a Patria Libre, el partido de Humberto Tumini, el germen de Libres del Sur.

Patria Libre la llevó al barrio. Y el barrio la llevó al piquete.

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— ¿Cómo hacemos para que esto no explote? — pregunta Silvia al encargado de la gomería.

Mira la pila de neumáticos. Los consiguieron en la gomería del barrio. En las entradas de todos los barrios populares hay una gomería, piensa. Duda: ¿cortamos la ruta?

Mediados de 2001, el piquete gana legitimidad en los barrios, pero ninguna de ellas ha hecho uno antes. No cortan rutas. No son piqueteras. 

— Con kerosene— dice el gomero.

Silvia y sus compañeras discuten: que si cortamos, que no cortemos, que cortemos. Son 30 mujeres en total. Las 15 que manejan un comedor en la zona y otras tantas que viven en el barrio 8 de mayo. Lo llaman barrio, pero es un asentamiento precario que se formó sobre terrenos ganados a un basural. 

Una camioneta se acerca: es un móvil de Crónica.

— Si vino Crónica hasta acá, tenemos que cortar— dice una. Juntan las gomas sobre el asfalto, las riegan con kerosene. La ruta arde.

Las fotos del piquete muestran a Silvia con 27 años y una trenza que cae recta hasta la mitad de la espalda. Tiene una remera negra de la banda de thrash metal Hermética. Habla con un policía. Un enjambre de chicos posa frente a la humareda. Una nena, con el cartel «queremos trabajo para mi mamá», camina junto a una mujer embarazada. Los chicos juegan. Dos mujeres sostienen una bandera celeste y blanca. Hay pocos hombres. En el fondo, un afiche anuncia que Jason X ya está en los cines.

La respuesta del Estado fue mezquina, amarreta: un solo plan social para las 30. Eran 120 pesos, que entonces eran 120 dólares. 

Una de las compañeras del comedor se ofreció para ir a cobrarlo. Después de pagar el transporte público, ida y vuelta, le quedaban 105 pesos. Los usaban para comprar milanesas. Garroneaban el resto: frutas, verduras. Lo que sobraba, lo repartían en el barrio. El comedor funcionaba solo los sábados. Pero esos sábados eran una fiesta.

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— ¿Te identificás como piquetera?

— Más o menos— Silvia pone cara de que no— En 2001 un poco más, pero eso fue cambiando. Hay sectores medios que tienen una idea romántica de los piqueteros, pero el término está mal visto en los barrios.

Silvia
Marcha de Barrios de Pie a un mes de la promulgación de la ley de Emergencia Alimentaria, el 30 de octubre de 2019. /FU

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Un pibe con una remera de Monsters Ink corre por el salón principal de la Mutual Sentimiento. La reunión se está haciendo larga y los chicos se inquietan. Unas cuarenta personas discuten cerca de las ventanas. Un joven de visera pregunta cómo sigue todo. Una mujer de musculosa apretada cuenta que la situación en el barrio sigue muy mal.

— Los gobiernos pasan, los arroyos quedan. Barrios de Pie queda.

Dice Sergio Osi Zamboni. El pelo largo le da un aire de intelectual de izquierda o guitarrista de heavy metal. Es el referente de Libres del Sur en San Martín y el coordinador de una cooperativa de trabajadores que limpia arroyos. Osi es, además, el marido de Silvia.

— Lo importante es que Macri se va.

Concluye Silvia. Lleva las mismas zapatillas de trekking que usa siempre. Pasaron diez días desde la elección presidencial y está explicando los malos resultados de su candidato a presidente, Roberto Lavagna.

— No fue una buena campaña, pero creemos que era la elección correcta. Nos mantuvimos en nuestra posición: ni Macri ni Cristina.

Termina la reunión y arman unas mesas con tablones y caballetes. Planillas, cajas, biromes, firmas, cálculos,»¿te queda bien ese talle?». El Ministerio de Infraestructura de la provincia de Buenos Aires contrata a la cooperativa y le envía la ropa de trabajo. Botas, pantalones, camisas. Es el uniforme para sumergirse en la basura. En la mierda. Porque de eso trabajan.

— El olor es tan fuerte que algunos pierden el sentido del gusto.

Cuenta Silvia. A su lado pasa una mujer con una caja, lleva botas de goma talle 39. 

Esto hace Barrios de Pie cuando no está haciendo lo que la mayoría cree que hace Barrios de Pie todos los días: piquetes.

— Dejamos de cortar las calles porque no había consenso de la sociedad— explica Melissa Cáceres, directora de una escuela de oficios de Barrios de Pie— Y queremos que la sociedad nos acompañe.

La organización administra cooperativas de trabajo, merenderos, comedores y escuelas de oficios. Realiza relevamientos de talla y peso para medir la desnutrición en el país, y elabora el Indicador Barrial de Precios (IBP), que calcula el costo de vida en los barrios. Tiene una marca de ropa propia, Mandarinas.

— El nombre es por la fruta, que es barata y la comemos en las marchas— dice Silvia. Mandarinas vende prendas confeccionadas por cooperativas de mujeres de Barrios de Pie.

En una oficina al costado del salón principal, Osi hace cuentas y se las explica a Silvia en el reverso de un recibo. El Gobierno paga 12.620 pesos por mes a cada trabajador de la cooperativa por el saneamiento de los arroyos.

Osi y Silvia se tratan como compañeros de militancia. Llevan 23 años casados. Él todavía vivía en Córdoba cuando se conocieron; fue en un encuentro nacional de Patria Libre.

— Pero no nos dábamos mucha bola. 

Dice Silvia y se ríe. Empezaron a salir años después, cuando Osi se mudó a San Martín y junto a otros dos compañeros hicieron Juventud divino tesoro, un programa de radio sobre bandas de rock locales. Iban a los conciertos, entrevistaban a los músicos y los sacaban al aire. Era una forma de militancia juvenil.

El rock es desde siempre una de las debilidades de Silvia. La otra es Racing. Cómo extraña ir a la popular y colgarse del paravalanchas del Cilindro Avellaneda. Si fuera por ella, si tuviera tiempo, iría todos los fines de semana. 

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La preceptora de la escuela frenó a Silvia en un pasillo: «Profe, ¿usted está con los pañuelitos verdes? ¡Con lo buena que parecía!». Había visto la foto de Silvia en Whatsapp, posando con un pañuelo a favor de la despenalización del aborto. Es un tema difícil de trabajar, reconoce Silvia.

— En el barrio la muerte es un tema muy cercano. Mueren muchos chicos en los primeros años de vida y el aborto se vive con mucha culpa.

En las marchas feministas, algunas chicas de clase media o universitarias se reivindican como aborteras. Eso genera rechazo en los barrios, señala Silvia.

Antes de que la eligieran como sucesora de Chucky Menéndez, Silvia era la coordinadora en la provincia de Buenos Aires de Mumalá: las Mujeres de la Matria Latinoamericana, el área de géneros de Barrios de Pie. Es una referente feminista, pero no siempre fue así.

La primera vez que le encargaron que abordara el tema de las mujeres, se molestó. Estuvo un mes entero enojada.

— ¿Por qué tengo que hacer esto yo?

Protestó Silvia, que había crecido jugando al fútbol entre varones y todavía no cuestionaba el patriarcado. Su primer cargo nacional fue como coordinadora de las Mujeres de Pie, como se llamaba entonces el área de géneros de la organización. Corría 2003 y faltaban más de una década para que el movimiento feminista se convirtiera en uno de los fenómenos políticos más potentes del país. 

 ***

La agenda aprieta. Silvia llega tarde a una entrevista y llegará tarde al compromiso que tiene después.

— No hay días comunes. Los miércoles y los viernes trabajo en la escuela, es mi único horario. Después todo es posible, cualquier día de la semana, de cualquier manera.

Viene de una reunión con la dirección de Barrios de Pie de la provincia de Buenos Aires. Estaban analizando un caso de abuso en la organización. Decidieron apartar al compañero y enviarlo a talleres sobre el respeto de los varones hacia las mujeres y la naturalización del acoso. 

Un rasgo de Silvia que destacan sus compañeras es que se compromete con cada caso de violencia de género.

— Cada caso no, son muchos— matiza Silvia— Pero el de Ofe era diferente. 

Ofe es Ofelia Góngora. Ofelia nunca le había contado a nadie sobre los golpes de su pareja, sobre los findes de semana de alcohol y agresiones. Le daba vergüenza: ¿cómo le iba a pasar a ella, que trabajaba en una organización contra la violencia de género? Pero un noche violenta terminó con su hijo amenazando a su pareja con un cuchillo. Entonces decidió pedir ayuda y llamó a dos compañeras de Barrios de Pie.

La justicia ordenó una restricción de 300 metros para la expareja de Ofelia. Seis meses después, la policía aún no lo había notificado. Sin notificación, la restricción no era efectiva.

— La familia de él era pesada en el barrio, estaba metida en el choreo. Y la comisaría estaba prendida.

Cuenta Silvia, que decidió tomar una medida drástica. Encaró al acusado: «O aceptás la notificación o te cagamos a trompadas las pibas». Surtió efecto. Nada peor para el macho del barrio que la amenaza de un grupo de mujeres. Unos días después, Silvia fue con un policía hasta la casa de él, en La Cárcova, un barrio popular de San Martín. Tocó timbre. Salió la madre y los increpó. El policía miraba desconcertado a ambas mujeres. Finalmente, el acusado se asomó detrás de la espalda de la madre y aceptó la notificación.

La comisaría cuarta de San Martín fue intervenida en 2011 tras la Masacre de La Cárcova, el asesinato de dos adolescentes en manos de la policía. Dos años después, un grupo de vecinos la incendió porque acusaba a los agentes de proteger a los narcos del barrio, que habían matado a otro joven. En 2015, cinco oficiales fueron detenidos por sus vínculos con el tráfico de drogas.

— A veces una no toma dimensión de los riesgos que corre— admite Silvia. 

***

— No me parece relevante — dice Chucky sobre la posibilidad de la reunificación de Barrios de Pie — Hay una unidad mucho más importante que ese proceso.

En diciembre de 2019, tras la asunción del nuevo gobierno, se lanzó en el estadio de Ferro la UTEP: Unión de Trabajadores de la Economía Popular. El sindicato de los piqueteros. Chucky se considera protagonista del nuevo espacio y está enfrascado en su construcción. Habla de los padrones de afiliados y de las elecciones que iban a celebrarse en los próximos meses para elegir las autoridades. Ese era el plan, al menos, hasta la irrupción de la pandemia de COVID-19.

La UTEP, sostiene Chucky, va a ser «un sindicato de nuevo tipo». En muchos sentidos, se trata de una organización innovadora en la política argentina. Pero en otros no lo es tanto. Cuando enumera a los referentes nacionales del movimiento, Chucky se menciona a él mismo, a Juan Grabois, a Emilio Pérsico, a Juan Carlos Alderete y a Esteban Gringo Castro. Todos hombres.

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Silvia
Silvia Saravia encabeza la columna de Barrios de Pie, el 30 de octubre de 2019. /FU

Cuatro mujeres encabezan la marcha. Silvia lleva una pechera celeste y blanca de Barrios de pie, las zapatillas de trekking y los aritos corazón. 

—Todas las organizaciones sociales salimos hoy a la calle—celebra Silvia— Menos Los Cayetanos— aclara. A Chucky no lo nombra.

Es 30 de octubre de 2019, hace un mes se promulgó la Ley de Emergencia Alimentaria. Silvia dice que no hay avances. Su discurso reclama medidas concretas: leche, comida, pagas extra. No hace cuestionamientos ideológicos como Grabois, que propone alzas de impuestos y reforma agraria. Silvia tiene un discurso de base.

— Ella empezó en un comedor, sabe lo que es caminar los barrios y hacer la leche— la define Ofelia Góngora. 

La columna de Barrios de Pie ocupa dos cuadras y avanza desde el Obelisco hasta la Plaza de Mayo. Hay bombos, mate, un sol que quema y Ofelia toma un juguito —hielo con colorante— para refrescarse. Las banderas tienen nombres de lugares: Ituzaingó, Hurlingham, San Martín, Moreno.

La mayoría de las que marchan son mujeres. Y se sienten más cómodas en Barrios de Pie desde que Silvia está al frente.

— Nos potencia que una mujer nos dirija a nivel nacional.

— No está acá por un cargo, me siento identificada porque yo lucho de la misma manera. 

— Lo único que importaba antes eran los recursos: los comedores y los planes sociales. 

— Acompaña a las que sufren violencia de género para hacer las denuncias y les busca un lugar para quedarse. Menéndez no hacía eso.

Llegan a la plaza y rodean la Pirámide de Mayo. Una mujer se acerca, tiene un chaleco con un pañuelo blanco dibujado: «¿Ya se van?». Dice que necesitan espacio para los preparativos. Es jueves. Las Madres de Plaza de Mayo marchan allí todos los jueves desde 1977, en silencio y en ronda. Silvia se da cuenta y hace señas aparatosas con las manos: que se muevan. Barrios de Pie avanza obediente y libera la zona.

Un grupo se reúne alrededor de Silvia y ella hace el balance de la manifestación. Fue una buena convocatoria, concluye. Están satisfechos. La desmovilización se da en forma natural y de a poco: algunos toman el subte, otros caminan hacia la estación de trenes de Retiro. No hay autobuses ni traslados coordinados.

Silvia se queda hasta el final, sola. Charla con unos artesanos y les compra un rectángulo de tela con los colores de la wiphala. Va a pegarlo en la pechera, para darle un poco más de vida. Nadie en la Plaza de Mayo le presta atención ni repara en que la mujer menuda que toma agua del pico es la que acaba de movilizar a miles para protestar contra el hambre. Ella disfruta de esos momentos. Tiene tiempo hasta las tres. La esperan en Crónica TV.