Este año se cumplen 20 años de la última gran crisis que vivió nuestro país: el estallido de la Convertibilidad. Fue un trauma pero nos dejó muchas enseñanzas, en diferentes planos. La principal es que hay sectores que se benefician con el subdesarrollo argentino, que son muy poderosos y que el desarrollo requiere una fuerte unidad y convicción en el campo nacional para lograrlo y nos obliga a nadar contra esa corriente.
Argentina tiene todo para ser un país desarrollado, pero no lo va a ser espontáneamente sino a partir de un proyecto que insista, hasta tercamente, en dirigir al país en esa dirección. La mayoría de las veces, ese proyecto tendrá que luchar contra lo que nos quieren imponer las fuerzas de la globalización: desde que el mundo es mundo las potencias luchan por quién y dónde agrega valor y se lo vende al mundo, para brindar un mejor nivel de vida a sus pueblos. Este Siglo XXI que nos toca vivir no es la excepción y nuestro objetivo tiene que ser agregar valor para no tener que importarlo.
Argentina nunca fue desarrollado, a diferencia de lo que dicen algunos libros de historia. El supuesto período de gloria que nos muestran, a fines del Siglo XIX, significó una inserción internacional dócil a los intereses de la metrópolis, donde nunca logramos la complejidad productiva que es la base del desarrollo. Exportan cuero e importan zapatos, como decía Manuel Belgrano. Desarrollarse
El mundo pandémico que nos toca atravesar hoy consolida otra transición que ya estaba en curso hacia un nuevo patrón de crecimiento, acumulación y desarrollo global, que va a definir la geoeconomía para las próximas décadas. Si queremos ser protagonistas del proceso tenemos que revertir el lugar que nos quieren asignar y entrar a la globalización a partir de un proyecto propio de desarrollo, que surja de nuestras fortalezas. El desarrollo es un proceso endógeno, que va de adentro hacia afuera y no puede importarse ni comprarse llave en mano.
Cambiar ese destino precisa una planificación que fije ritmos y prioridades, y también dar por tierra dilemas estériles que nos han dividido sistemáticamente: campo versus industria, interior versus centros urbanos, capital versus trabajo, mercado interno versus mercado de exportación. A lo largo de gran parte de nuestra historia fuimos incapaces de entender que el desarrollo es el camino para suturarlas y lograr un modelo inclusivo y mutuamente beneficioso que nos saque de los juegos de suma cero.
Eso no quiere decir que desarrollarnos esté libre de conflictos o que no haya que tocar intereses grandes. Pero la claridad que debemos tener como dirigencia es la de entender que nuestros únicos adversarios son los que lucran con nuestro subdesarrollo. En la crisis de 2001 muchos no querían ver algo que era claro: grandes intereses extranjeros se beneficiaban con la Convertibilidad a expensas del presente y el futuro de nuestro país y, ante la evidencia de que el modelo estaba agotado, no dudaron en tratar de empujar al país hacia una dolarización, que habría sido el último paso hacia la pérdida total de soberanía económica y también política. Desarrollarse
En aquel momento un puñado de dirigentes políticos, empresarios y sindicales nos unimos para frenar esa avanzada, en un contexto muy difícil, en el que había un fuerte movimiento anti-política que se hizo carne en el grito de “que se vayan todos”. Nos aplicaron lo que años después Naomí Klein llamaría “La doctrina del shock”: llevar la crisis hasta niveles tan insoportables para la gente que se termine aceptando cualquier cosa.
A veces ir contra las corrientes hegemónicas conlleva costos muy grandes en términos políticos y personales, pero es necesario y vale la pena pagarlos. A partir de la salida de esa crisis, Argentina tuvo el mayor período de crecimiento de su historia y una oportunidad de avanzar en un camino de desarrollo. En la última década, sin embargo, perdimos nuevamente el rumbo: primero nos estancamos, pero luego volvimos a las recetas de valorización financiera que tan mal nos habían hecho en el pasado. Como no podía ser de otra manera, se generó otra crisis de deuda a partir de 2018 que todavía estamos intentando resolver hoy.
El gobierno del presidente Alberto Fernández dejó bien claro desde el inicio que su gobierno estaría sostenido por una alianza con los que trabajan y los que producen. Esa visión fue el Norte que guio el camino durante la pandemia, el acontecimiento sin precedentes y sin hojas de ruta que nos toca atravesar. El objetivo central de la política económica fue sostener el empleo, a las personas más vulnerables y a las empresas, y por eso se implementó el mayor paquete de rescate del Estado al sector privado del que se tenga memoria. Esa misma lógica es la que va a orientar a las políticas en el nuevo ciclo de crecimiento que empieza a partir de la pos-pandemia y que ya vemos en el horizonte.
Argentina está montada sobre negocios sólidos y rentables, en sectores estratégicos para el nuevo patrón de acumulación que está en marcha en esta etapa del Siglo XXI. A la tradicional actividad agroindustrial se suman sectores fundamentales como la energía, la minería, la economía del conocimiento, turismo, la pesca, entre otros. Nuestro desarrollo en el Siglo XXI tiene que basarse en ellos y en buscar cómo cada uno se puede insertar en las cadenas globales de valor a partir de agregar más valor. Por nuestros recursos y nuestra capacidad humana, será siempre más fácil caer subyugados ante el canto de sirenas de la primarización. La meta de nuestra generación y sobre todo de la que viene es taparnos los oídos, atarnos al mástil y seguir en el norte correcto hacia el puerto que queremos alcanzar: el desarrollo nacional.