Los recientes acontecimientos sucedidos en Brasilia nuevamente ponen al descubierto la tensión que existe tanto en la región en general como en Brasil en particular entre izquierdas y derechas, entre admiradores del “socialismo del siglo XXI” y sus damnificados, entre multitudes alineadas con el Foro de San Pablo y entre quienes defienden un orden más o menos conservador, liberal y republicano. Pero también -y como era de esperar- la propaganda, el relato y las campañas de desinformación también se activaron desenfocando o sesgando el análisis de lo sucedido.
Demás está decir que los hechos ocurridos a tan sólo una semana después de que el nuevo gobierno del presidente Lula da Silva tomara posesión de su cargo, implican un grave incidente para la democracia brasileña y la región. Pese a todo lo que se ha dicho y escrito hasta el momento, quizás convenga detenerse en tres puntos a los efectos de echar un poco de luz y objetivizar el análisis de lo sucedido. Ellos son: 1- el contexto circundante; 2- el sujeto que provocó los acontecimientos de marras; 3- una valoración sobre la reacción de la izquierda y la derecha brasileña, y su contexto regional en el presente siglo.
En primer lugar, la coyuntura que rodea los episodios de violencia acontecidos no arroja demasiados misterios puesto que el escenario político y social que envuelve a Brasil es el de una agudizada polarización. Toda la campaña electoral de 2022 y la enorme disconformidad de buena parte de los militantes de Bolsonaro con el resultado de la elección presidencial dan cuente del clima caldeado que allí se vive. En más, lo ocurrido el domingo no es para nada un hecho aislado ya que al conocerse que el triunfador del balotage sería Lula da Silva, se desató una concatenación -intensa y concurrida- de eventos destinados a no reconocer el triunfo de la fórmula Lula – Alckmin y a pedir la intervención del Ejército sobre el escrutinio. Por esos días no faltaron cortes de rutas ni manifestaciones populares en los principales estados de Brasil, con epicentro en sus dos ciudades más importantes: Brasilia y Río de Janeiro.
Y para terminar de graficar la coyuntura vale la pena mirar los resultados que deja una encuesta realizada por la consultora Atlas-Intel. Según dicho relevamiento el 56,4% de los brasileños cree que Lula da Silva sacó más votos que Jair Bolsonaro en las elecciones presidenciales. Pero el 39,7% supone lo contrario. Un 54,1% rechaza la idea de que los militares deban intervenir para invalidar el resultado de esos comicios. Mientras que un 36,8% lo acepta. Para el 53% la invasión al Palacio de Justicia, al Congreso y a la sede del Poder Ejecutivo es injustificada. Pero hay un 27% que considera que es injustificada sólo en parte, contra un 10% que cree que está justificada por completo. Conclusión: El golpismo no sería mayoritario en Brasil, pero es muy significativo. Nada que subestimar.
En cuanto al sujeto que se movilizó, es decir, sobre las multitudes que el domingo 8 de enero decidieron tomar el Congreso, los jardines de Planalto y el palacio de la Corte Suprema de Justicia, es bueno señalar algunas observaciones. Si bien es cierto que lo primero que notamos es la identificación de ese grupo de brasileños con el proyecto político del expresidente Jair Bolsonaro, también es cierto que –sobre todas las cosas– lo que los une es la reacción contra el liderazgo político de Lula y toda la agenda que representa el líder del PT. Existe un denominador común en el anticomunismo, en el cansancio de la imposición de la agenda LGBTQ, y en la resistencia ante el avance del “Estado proveedor de justicia social”. Por tanto no es antojadizo descartar que lo sucedido sea una operación craneada y dirigida por Bolsonaro, mucho más cuanto éste -mientras sucedían los hechos- seguramente se encontraba comiendo en algún Mc Donald del estado de Florida. En definitiva, se trata de un arranque producto del descontento de una porción importante de la sociedad brasileña respecto de la asunción de Lula, y de la agenda que con él viene empaquetada. Y que se prepara para seguir protestando.
En tercer lugar, es importante detenerse en la actitud que tuvieron, frente a los incidentes, tanto los espacios políticos de derecha como de izquierda en Brasil. Respeto de los primeros, y contra la fantasía de muchos, los principales líderes de derecha como Jair Bolsonaro y su exvicepresidente el general Hamilton Maurao no salieron a reivindicar ni justificar lo sucedido. Por el contrario, pidieron por el respeto del orden y la legalidad, aunque en el caso de Bolsonaro fue un poco más allá afirmando que lo ocurrido es más una metodología de la izquierda que otra cosa. Curiosa manera de querer atribuirse algún rédito. Mientras que la izquierda, empezando por el presidente Lula da Silva no hizo más que echar leña al fuego, culpabilizar a su antecesor y caratularlo de genocida. Mucho más verborrágico e irresponsable que quien se negó a entregarle los atributos presidenciales.
Por último, hay información confirmada de que no son pocos los grupos de ciudadanos brasileños que están dispuestos y preparados para desgastar al nuevo Gobierno. Es lo que hemos venido viendo desde el balotage hasta el último domingo. Veremos hasta dónde pueden mantener sus planes desestabilizadores. No obstante, desestabilizar no es lo mismo que dar un golpe de Estado. La precisión en esta materia no es un escape retórico para edulcorar los hechos, sino una necesidad para poder tener un diagnóstico realista de los mismos. Lo que sí es seguro que acciones como las últimas difícilmente puedan resultar beneficiosas para dirigentes y líderes de derecha, pues caerá sobre ellos el manto de “golpistas” aunque jamás se hayan propuesto dar un golpe de Estado. Es la misma marca negativa con la que le toca cargar a Trump desde el asalto al Capitolio, por ejemplo.
Decía Napoleón Bonaparte: “cuanto tu enemigo se equivoca, no lo interrumpas”. Por ello pareciera tratarse de una estrategia poco inteligente de la derecha cuyo resultado termina por legitimar a la gestión de Lula, colocándolo en una posición de víctima que le otorga fundamento para avanzar con fuerza y decisión sobre sus adversarios. Ya lo vimos con la intervención del estado de Brasilia (donde gobierna un aliado de Bolsonaro) y que nadie osó cuestionar. Mucho más cuando se trata de un gobierno que justamente no arrancó con el pie de derecho, y con una debilidad parlamentaria que podría traerle dolores de cabeza en el mediano plazo al oficialismo.
A esta altura del siglo XXI nadie podrá negar que la derecha latinoamericana -en cualquiera de sus expresiones- esté en condiciones de efectuar un golpe de Estado. Por el contrario, han sido movimientos y gobiernos multifacéticos de izquierda quienes han hecho caer gobiernos, forzado reformas constitucionales por medio de la violencia organizado, e instaurado gobiernos autoritarios que han socavado -y aún lo siguen haciendo- todo tipo de libertades. En el primer grupo tenemos a países como Colombia (2021), Chile (2019/2020), entre otros; mientras en el segundo grupo resaltan los ya conocidos casos de Cuba, Venezuela, Nicaragua, y últimamente Bolivia. Sin ir más lejos, hasta ahora el gobierno de Lula ha arrestado a unos 1200 manifestantes: y por el momento ni de casualidad se registra un aumento de la violencia en las calles para pedir por la liberación de esos detenidos. Esto nos permite preguntarnos ¿hubieras ocurrido lo mismo si tales arrestos se producían en el gobierno de Bolsonaro?, ¿cuáles serían las reacciones contra el presidente Guillermo Lasso en Ecuador o contra Lacalle Pou en Uruguay si hubieran actuado de la misma manera?
Al fin y al cabo, como decía Néstor Kirchner, “la izquierda da fueros”. Y por lo menos desde el ingreso al nuevo milenio hemos podido observar que cuando los gobiernos son de izquierda la institucionalidad se mantiene. Mucho más en aquellos países donde las instituciones funcionan mucho mejor que en el resto de la región como es el caso de Brasil. Por eso corresponde ser prudente y llamar a las cosas por su nombre, que en este caso sería negar categóricamente que se haya tratado de un golpe de Estado, sino más bien de un intento de desestabilización del orden establecido. Por eso, no sería malo tampoco ir a las causas de semejante descontento popular a los simples efectos de encontrar aquellas anomalías que impiden una convivencia democrática y pacífica.