
China acaba de desplegar una doble demostración de fuerza que confirma su ambición de liderar el nuevo orden mundial. El reciente desfile militar encabezado por Xi Jinping en Beijing y la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) en Tianjin no fueron solo gestos de solemnidad protocolar: constituyen símbolos de una etapa en la que la potencia asiática busca proyectar poder, reconfigurar alianzas y redefinir las reglas del juego global.
Poder militar y diplomático en escena
El desfile militar mostró el músculo tecnológico y estratégico del régimen chino, acompañado por una cuidadosa puesta en escena de invitados internacionales. A los días siguientes, la cumbre de la OCS en Tianjin reunió a líderes de Rusia, India, Irán, Pakistán y Asia Central, con la presencia del secretario general de la ONU. Más de 26 delegaciones que representan a casi 4.000 millones de personas dejaron en claro que el poder ya no se concentra en un solo centro, sino que tiende a diversificarse.
China envió así un mensaje nítido: no se trata solo de su propia ascensión, sino de la consolidación de un orden alternativo al hegemonismo occidental. El discurso de Tianjin subrayó la noción de un “mundo multinodal”, donde distintas potencias comparten espacios de decisión global.
El concepto de mundo multinodal
A diferencia del orden bipolar de la Guerra Fría, el mundo multinodal no se reparte entre dos superpotencias. Se trata de un entramado más complejo, en el que bloques emergentes disputan influencia en comercio, finanzas, energía y seguridad. La OCS es prueba de ese avance: en 2001 representaba apenas el 5 % del PIB mundial; hoy, sus miembros superan el 24 % y concentran el 42 % de la población global.
Este reequilibrio desafía la narrativa de superioridad occidental y refleja el reclamo de países en desarrollo por una voz activa en la gobernanza mundial.
Modelo de desarrollo y planificación estratégica
El ascenso chino no puede comprenderse sin su singular modelo de desarrollo. Desde las reformas de los años 80, las Zonas Económicas Especiales y la apertura selectiva a la inversión extranjera funcionaron como motores de transformación productiva. A través de planes quinquenales —el actual, 2021-2025, apuesta a la innovación, la transición verde y la reducción de desigualdades urbano-rurales— China ha mantenido una disciplina de planificación que combina mercado, control estatal y objetivos estratégicos.
En política exterior, el país transitó del discurso del “ascenso pacífico” a una diplomacia más confrontativa, apodada “lobo guerrero”. Esa transición expresa la confianza de Beijing en su capacidad de disputar espacios de poder global sin ocultar sus intenciones.
La disputa con Estados Unidos: tecnología y seguridad
El ascenso chino choca directamente con los intereses estratégicos de Estados Unidos. La rivalidad se expresa en múltiples frentes: Washington ha impuesto restricciones a la exportación de semiconductores avanzados y equipos de litografía a China, intentando frenar su carrera en inteligencia artificial, telecomunicaciones y supercomputación. Para Beijing, garantizar autonomía tecnológica es prioridad nacional y parte de su estrategia de “autosuficiencia dual”. En relación al control e influencia en oriente, Estados Unidos impulsa coaliciones como el Quad (junto a India, Japón y Australia) o el AUKUS (con Reino Unido y Australia) para contrarrestar la influencia china en el Indo-Pacífico. Taiwan es un caso especial: La isla se mantiene como el punto más sensible de la relación. Estados Unidos refuerza su compromiso de defensa con Taipei, mientras China insiste en la reunificación como cuestión irrenunciable de soberanía. Los ejercicios militares en el Estrecho son recordatorios permanentes de esa tensión.
La lucha por el control de las cadenas de valor tecnológicas y la seguridad en Asia Oriental convierten esta rivalidad en el principal eje de tensión geopolítica del siglo XXI.
América Latina frente al desafío
Así como Estados Unidos disputa influencia en Asía, la influencia china en América Latina excede la esfera comercial. Según relevamientos recientes, Beijing invierte en infraestructura, financia proyectos estratégicos y también promueve la formación de cuadros políticos y académicos en la región. Esto plantea una paradoja: las oportunidades de diversificación de mercados conviven con riesgos en materia de soberanía institucional y autonomía de decisión.
El camino inteligente no pasa por elegir entre Washington o Beijing, sino por articular una inserción estratégica que combine ambos vínculos. Para América Latina, “llevarse bien con China” implica diversificar exportaciones, aprovechar oportunidades de inversión tecnológica e infraestructura, y negociar con firmeza para evitar dependencias asimétricas. Y “mantener alineamiento con Estados Unidos” supone reforzar la cooperación en innovación, democracia y cadenas de valor con alto valor agregado.
La clave está en que esta relación dual sea gestionada desde una agenda de desarrollo propia, y no como resultado de presiones externas. Solo así la región podrá convertir la competencia entre potencias en una oportunidad para su propio crecimiento.
El desafío para la región es evitar una inserción pasiva y subordinada. La relación con China debe construirse desde una agenda regional propia, capaz de maximizar beneficios y preservar márgenes de maniobra política.
Conclusión
El fenómeno chino debe entenderse menos como un “ascenso imparable” y más como un “desafío sistémico”: a la hegemonía estadounidense, al equilibrio geopolítico global y a las estrategias de desarrollo de América Latina. No se trata de elegir entre Washington o Beijing, sino de construir un camino propio capaz de aprovechar oportunidades y evitar dependencias.
El mundo que viene será más diverso y competitivo. Para países como la Argentina, comprender el alcance del fenómeno chino y diseñar respuestas inteligentes será una condición indispensable para no quedar relegados en el nuevo tablero global.