Primera Parte: Guevara y Frondizi en Olivos
El presidente Arturo Frondizi llamó a sus custodios, los tenientes Emilio Felipich y Fernando García Parra, y les dijo -con ese tono de voz algo académico, algo radical que lo distinguía- que debían ir al aeropuerto de Don Torcuato a recibir una visita importante. “Lleven ustedes dos o tres autos y personal armado y traigan a ese señor directamente a la Residencia de Olivos. No se desvíen del rumbo ni dejen que ese hombre se baje en ninguna parte. Yo debo responder personalmente por la vida de ese caballero”.
Los oficiales hicieron la venia y se dispusieron a cumplir con su misión. Era la mañana del viernes 18 de agosto de 1961. Había lloviznado a la madrugada, pero alrededor de las diez el sol amenazaba con salir. Los militares salieron rumbo a Don Torcuato a esperar el avión privado que llegaría desde Uruguay. Acostumbrados a obedecer, no se les ocurrió preguntar por la identidad del pasajero.
Con algo de tardanza, el Piper CK-AKP, piloteado por Tomás Cantori, aterrizó en la pista. El primero en descender fue el dirigente ucrista Jorge Carretoni, frondizista de izquierda -como se decía en esos tiempos- y uno de los principales operadores de la memorable jugada política que se estaba gestando. Después descendió un señor con tonada cubana llamado Ramón Aja Castro. Mientras tanto, los oficiales esperaban en la pista, firmes y decididos a cumplir con su misión.
Finalmente descendió del Piper un tercer pasajero: traje verde oliva, barba no muy poblada, boina negra y sonrisa burlona. Ya para esos tiempos, Ernesto Guevara era conocido como el “Che” y su nombre era un sinónimo de la revolución cubana. Se dice que los oficiales se quedaron tiesos. A uno de ellos se le cayó el guante que tenía en la mano; el otro comenzó a transpirar. Creer o reventar: el “Che” Guevara estaba en Buenos Aires invitado por el propio presidente de la Nación.
La agitación de los oficiales estaba justificada. Para 1961 los militares seguían acusando a Frondizi de comunista y de aliado incondicional del tirano prófugo, como les gustaba decir. La presencia del “Che” venía a confirmar sus peores suposiciones. En plena Guerra Fría, a los militares argentinos les estaba negado el don de la sutileza, aunque estaban dispuestos a dejarse dominar por las ideas más disparatadas y los prejuicios más enfermizos.
El viaje desde don Torcuato hasta Olivos se hizo en silencio. Según los testigos, en algún momento Guevara le preguntó al chofer del auto cómo andaba el SIC, es decir el San Isidro Club, donde él había jugado al rugby en sus tiempos de estudiante. Como el chofer no tenía la menor idea de esos menesteres, detalle que el “Che” percibió apenas formuló la pregunta, en el acto le hizo un comentario acerca del club de fútbol de sus amores: Rosario Central.
La caravana de autos ingresó a la Residencia de Olivos alrededor de las once de la mañana. Frondizi recibió a sus visitantes en la galería. Un apretón de manos y marcharon hacia uno de los cuartos donde se celebraría la reunión. Frondizi le dijo a Carretoni y Aja Castro que conversaría con Guevara sin testigos. La reunión duró alrededor de una hora y media. Los hombres tomaron café y platicaron cordialmente. Frondizi era un político profesional y tal vez uno de los grandes estadistas de la Argentina, pero este Guevara de apenas treinta y tres años se movía en el mundo de las relaciones diplomáticas con la prudencia y el tacto de un canciller florentino.
La reunión entre estos dos hombres tan opuestos fue una de las grandes curiosidades políticas de su tiempo, una de esas singulares ceremonias que la historia se congratula en tramar. Guevara, el protagonista privilegiado de la revolución socialista triunfante, el profeta del “hombre nuevo”, reunido con el político que mejor interpretaba en clave desarrollista las señales de su tiempo.
Algunos trascendidos de la charla se conocieron luego, pero en lo personal me hubiera gustado ser invisible y estar en ese salón para escuchar las palabras, observar los gestos e interpretar los silencios de estos hombres diferentes en todo, salvo en el talento. El idealista y el pragmático, el violento y el pacífico, el revolucionario y el burgués, allí estuvieron frente a frente en la plenitud de sus vidas y con los atributos plenos del poder.
Concluida la reunión, Frondizi se despidió de su visitante. Dijo que lo estaban esperando en la Casa Rosada. El presidente no ignoraba que más que una espera era una emboscada tendida por los altos mandos militares que a esta altura ya sabían que el ministro estrella de la revolución cubana, el guerrillero argentino de Sierra Maestra y el vocero revolucionario en Punta del Este, estaba en Buenos Aires, en la Residencia de Olivos, para ser más precisos.
Frondizi se fue y en ese momento se hizo presente su esposa, Elena Fagionatto, una mujer de una calidez especial como lo pudieron apreciar todos los que frecuentaron a Frondizi. Elena le preguntó a Guevara, sin demasiados rodeos, si había almorzado. Éste respondió que apenas había tomado unos mates a la mañana temprano. Inmediatamente la señora le ofreció un churrasco jugoso que el “Che” aceptó en el acto, no sin antes ponderar las virtudes de la carne argentina. El improvisado almuerzo se hizo en uno de los comedores de la residencia y participaron los custodios. El clima fue cordial y abundaron los comentarios sobre fútbol y las anécdotas personales.
Alrededor de las trece, la caravana partió rumbo a Don Torcuato. Esta vez sí hubo una parada autorizada por Frondizi. Guevara le había solicitado cinco minutos para visitar a su tía, María Luisa Guevara de Martínez Castro, cuyo marido precisamente había sido durante muchos años presidente del SIC. La reunión fue muy breve, apenas unos abrazos, algunas palabras de cariño y otra vez rumbo al aeropuerto. Guevara no lo sabía pero tal vez lo presentía: nunca más regresaría a su Buenos Aires querido.
¿Por qué esa reunión? En principio, el encuentro fue gestionado por Carretoni en Punta del Este, donde se estaba celebrando la Conferencia de Cancilleres de América Latina. Guevara había llegado a Uruguay el 5 de agosto, y desde ese momento su presencia fue celebrada por estudiantes e incluso por políticos tradicionales que no podían disimular su curiosidad y, en algunos casos, su asombro por la presencia de quien ya empezaba a ser una leyenda.
Se presume que también estuvo presente en las charlas preparatorias Ricardo Rojo, ucrista y amigo del “Che”. La versión liviana de lo sucedido sostiene que Carretoni quería izquierdizar el perfil político de Frondizi y darle un buen dolor de cabeza a Rogelio Frigerio, considerado como el personaje que influenciaba al presidente con sus ideas de derecha. La misma versión sostiene que Guevara se prestó a este operativo porque lo que quería era ver a su tía, que estaba postrada por un cáncer terminal.
La versión es demasiado liviana para creerla. Como se dice en estos casos, el horno no estaba para bollos en esos meses como para improvisar un encuentro que el propio Frondizi no ignoraba que le iba a provocar unos cuantos dolores de cabeza. Más creíble es la versión de una operación política de alto vuelo en la que estuvieron presentes -o por lo menos tuvieron conocimiento- Frondizi, Kennedy y Castro. Creo que es la lectura que más se aproxima a la verdad.
En la organización del encuentro participaron el embajador argentino en Uruguay, el representante de los EE.UU., Richard Goodwin, y Carretoni. El “Che” pidió como condición -además de la visita a su tía- que lo acompañaran en el vuelo Carretoni y su asesor cubano, Aja Castro.
Fuente https://www.ellitoral.com/index.php/id_um/108546-guevara-y-frondizi-en-olivos
Segunda Parte: Guevara y Frondizi: de Punta del Este a Olivos
Richard Goodwin era el representante de Kennedy en Punta del Este. Joven -veintinueve años- inteligente, desenvuelto, una versión latina del “americano impasible”, se reunió con Guevara en la casa de una familia uruguaya que ese día celebraba una fiesta familiar. Allí se terminó de darle forma a la visita de Guevara a Buenos Aires. Los objetivos seguían siendo los mismos: por parte de la diplomacia yanqui, esforzarse para que Cuba no se abrazara a Rusia. Y por su lado, Guevara insistía en que se dejara a Cuba elegir su propio destino.
Goodwin admitió ante Kennedy que Guevara había sido sincero y previsible. Lo describió como un hombre seguro de sí mismo y poco amigo de las sobreactuaciones revolucionarias. Su planteo básico fue que Cuba estaba realizando una revolución, que las empresas norteamericanas expropiadas no serían devueltas, aunque podrían negociarse algunas compensaciones a cambio de ciertas concesiones; que la revolución tenía un líder que se llamaba Fidel Castro; que el rumbo socialista era irreversible y que el sistema político estaría fundado en el partido único.
Importa destacar que en esa reunión, Guevara reclamó para Cuba seguir perteneciendo al concierto de las naciones latinoamericanas y que, si se respetaba el principio de autodeterminación, Cuba se comprometía a no exportar la revolución, no alterar la relación con Guantánamo y, mucho menos, enviar armas a insurrectos de otros países. Aclaró, eso sí, que Cuba no podía impedir que su revolución fuera un ejemplo para militantes revolucionarios latinoamericanos.
En realidad, la reunión se realizó en un clima de escepticismo que los buenos modales diplomáticos no pudieron disimular. Para Kennedy, Cuba era una causa perdida; y para el Che, la revolución, además de irreversible, no tenía otro destino que aliarse con la URSS, un destino que al Che no lo terminaba de conformar pero no tenía otra alternativa. Fiel a su estilo algo burlón y algo arrogante, Guevara no se privó de decirle a Goodwin que le agradecía a Kennedy la invasión de Bahía Cochinos, porque gracias a ella la revolución estaba más fuerte que nunca.
El Che llegó a Punta del Este con toda su comitiva el 5 de agosto de 1961. Tres días después habló en la reunión de cancilleres. Lo hizo de pie y luciendo su traje verde oliva. Por supuesto, fue la estrella de la jornada. Lo acompañaron en esos días amigos porteños y periodistas de izquierda. Un rol importante cumplió Chiquita Constenla, esposa de Pablo Giussani, directores de la revista Che, nombre que no tenía que ver con Guevara.
Constenla, quien parece que en algún momento pudo haberse sentido atraída por el revolucionario, no dejó de destacar que además de burlón y retraído, tenía serios problemas con su asma y una cierta inclinación a la crueldad. Lo importante, de todos modos, fue la propuesta que le hicieron. Según Constenla, le sugirieron que participara en el proceso electoral abierto ese año en la Argentina. En la ciudad de Buenos Aires, Alfredo Palacios era candidato a senador, y su principal bandera electoral era la revolución cubana. Constenla le sugirió al Che que se sumara a esa candidatura, algo que el Che tomó en broma y luego rechazó en toda la línea. “Soy el ministro de una revolución; no tengo ganas de ser un politiquero porteño”. No obstante manifestó sus simpatías por Palacios, a quien le dedicó su libro “La guerra de guerrillas”. La dedicatoria es también una ironía: “Al doctor Alfredo Palacios, que cuando yo era niño ya hablaba de la revolución”. Eso y decirle que se había pasado la vida hablando pero sin hacer nada importante, era más o menos lo mismo. Constenla persistió con sus reclamos. Le planteó a Guevara que si era candidato y ganaba, los militares anularían la elección, un pretexto excelente para iniciar la lucha armada en la Argentina. El Che la escuchó y sin dejar de sonreír movió la cabeza diciendo que no.
En ese clima es que se organizó la entrevista con Frondizi en la residencia de Olivos. La diplomacia del gobierno argentino era, sobre este tema, más o menos previsible. Frondizi reivindicaba la autodeterminación de los pueblos, rechazaba por lo tanto todo tipo de intervencionismo norteamericano, pero al mismo tiempo criticaba el rumbo comunista de la revolución. Con palabras diferentes, ésa era la posición sostenida por la mayoría de los partidos políticos argentinos, incluido el peronismo proscripto.
Para todos, el rumbo de Cuba era evidente e irreversible, pero nadie quería darle luz verde a los yanquis para que hicieran lo que se les diera la gana. En el caso de Frondizi, su táctica diplomática incluía una vuelta de tuerca interesante. Para los dirigentes de la Ucri, la revolución cubana era algo así como un mal necesario del que se podían obtener algunas ventajas.
Así lo expresaron en una de sus intervenciones: la alternativa en América Latina era desarrollismo o revolución marxista. Ese imperativo debía asumir Washington. La Alianza para el Progreso promovida por Kennedy se orientaba en esa dirección. Se hablaba de alrededor de veinte mil millones de dólares para que América Latina iniciara su desarrollo.
O sea que, para Frondizi, la presencia de una Cuba revolucionaria venía muy bien a la hora de presentar sus reclamos ante los Estados Unidos. En ese marco, el presidente argentino dispuso, además, hacer gestiones para que Cuba no saliera del sistema latinoamericano, sin dejar en ningún momento de poner en evidencia que Cuba y la Argentina encarnaban dos modelos opuestos.
Por supuesto que los ignorantes militares argentinos no entendieron ni jota de la sutileza y los alcances de la estrategia frondicista. Como elefantes en un bazar, arremetieron contra el presidente argentino acusándolo de comunista y aliado de Castro. Años después, muchos de esos militares adherirían al desarrollismo, pero ya se sabe que en política se exige tener razón a tiempo.
El Che se fue de Buenos Aires el mismo 18 de agosto, pero los problemas quedaron. Al otro día, una bomba estalló en la casa de su tío Fernando Guevara Lynch, domiciliado en calle Arenales. La tarde anterior, Frondizi sostuvo una reunión de hacha y tiza con los jefes militares, algunos de los cuales se atrevieron a pedirle la renuncia. Frondizi maniobró con su consumada habilidad y una vez más logró que se pelearan entre ellos, aunque siete meses después será derrocado por los mismos militares que en agosto le habían perdonado la vida.
La reunión con los altos oficiales duró casi dos horas. Previendo un golpe de Estado, Frondizi había dejado un discurso grabado para que fuera emitido por cadena nacional. Superada la encerrona castrense, esa misma noche Frondizi se reunió con Rogelio Frigerio, Arnaldo Musich, Cecilia Morales y un jovencísimo Oscar Camilión. Allí informó sobre las tratativas realizadas con Guevara y los pormenores de la reunión con los militares.
Frondizi siempre se refirió con mucho respeto a Guevara. En declaraciones hechas al periodista Hugo Gambini, lo definió como “un temperamento idealista, decidido y convencido de sus verdades, aunque profundamente equivocado”. Ponderó su tacto diplomático y se refirió a sus convicciones revolucionarias a las que se mantuvo leal hasta el día de su muerte. Recordó, al pasar, que refiriéndose a una guerrilla en América Latina, Guevara le dijo que ella no tenía destino porque carecía del apoyo del pueblo. ¿No se lo ocurrió pensar lo mismo en Bolivia? se preguntó Frondizi.
Guevara, por su parte, se limitó a calificarlo como un burgués lúcido, es decir, un político que según su criterio defendía una causa injusta, pero lo hacía honestamente y con el talento necesario como para comprender las complejidades de los procesos históricos.
Como se sabe, Guevara llegó a Uruguay y en el acto marchó hacia Brasil, donde fue recibido por el presidente Janio Quadros, quien le entregó la Orden de Cruzeiro de Sol. Fue el último acto público del presidente brasileño: cinco días después fue derrocado por los militares. El ciclo empezaba a cerrarse y consumía a sus principales protagonistas. Janio Quadros fue el primero; meses después, Frondizi será depuesto en la Argentina; dos años más tarde John Kennedy será asesinado en Dallas; y en octubre de 1967, el Che Guevara morirá en Bolivia.
Fuente: El Litoral
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