Racionalización para el desarrollo es un estudio meduloso pormenorizado y necesario. Su autor, Juan Ovidio Zavala, aporta un fundamento sólido y una metodología de acción imprescindibles para encarar la reforma del Estado.
Su pensamiento se articula dentro de una concepción moderna de la función estatal en las sociedades contemporáneas. Zavala se erige en un interlocutor lúcido de una administración que exhibe una «evolución aritmética creciente», y establece la necesidad de limitar los gastos del Estado, lo que propiciaría, consecuentemente, una reducción de las cargas impositivas , explicitando claramente que ese mismo Estado no debe resignar su condición de «instrumento insustituible para la organización y conducción de la Nación».
El autor de este trabajo explica los hechos sin prejuicios ni encasillamientos sectarios, asumiento plenamente la realidad, que es el paso indispensable para poder actuar sobre ella.
Con la solvencia que le confiere su capacidad intelectual y la experiencia adquirida en sus gestión como funcionario público durante el periodo 1958-62, analiza las deficiencias estructurales que obstaculizan la creación de mejores condiciones de vida y la profunda transformación social y económica que la Nación requiere.
Sus preocupaciones discurren en torno a la imperativa necesidad de racionalizar un Estado cuyo ominoso crecimiento concentra ramas enteras de actividad económica, generando una burocracia voraz e improductiva que se «convierte en un espeso tejido adiposo que obstaculiza la eficacia instrumental del aparato estatal. Disminuye sus reflejos. Neutraliza las decisiones de beneficio común cuando éstas afectan, en alguna medida, sus intereses de sector».
Nuestra era es testigo de la decadencia o desaparición de dogmas inflexibles o de ideologías que atribuían al Estado poderoso y tutelar, el monopolio de las soluciones para los múltiples problemas que debe afrontar una sociedad en desarrollo.
El papel que debe desempeñar el Estado en un proceso económico , motivó y motiva arduas polémicas dentro y fuera del país. En la Argentina existen dos enfoques históricos sobre tan candente cuestión. Por un lado el populismo sostiene que el Estado debe intervenir directa y activamente, y por el otro, el liberalismo reivindica la concepción decimonónica de un Estado que sólo actúa en la prestación de servicios esenciales como defensa, policía, educación y algún otro similar, dejando el resto librado al juego de las fuerzas del mercado.
Ambas propuestas carecen hoy de validez. Es indispensable, en cambio, asegurar la complementación entre el Estado y la actividad privada. Uno establece la política y crea las condiciones para su cumplimiento, y la otra, dentro de ese marco, desenvuelve su capacidad de generación de riqueza sin trabas o impedimentos que obstaculicen su labor.
El Estado debe amoldar su estructura a las necesidades que se plantean en cada momento de su historia: es el órgano jurídico que preside la unidad social dentro del páis, regido, como debe estar, por el imperio del derecho igual para todos los habitantes, que es su sustento filosófico y práctico.
No existe posibilidad alguna de desarrollo sin la participación decisiva del Estado en la determinación y en la reglamentación de la política económica.
La ministración pública es sólo un instrumento de la actividad que despliegue en favor de la comunidad. Si ese instrumento cuenta con organismos hipertrofiados que insumen una cuota desproporcionada de la renta nacional y que, además, son caros e ineficaces, desempeñara en forma parcial y deficiente sus funciones específicas.
Dentro de esa filosofía esencial, los conceptos vertidos por el autor tiene una finalidad determinada, y revisten interés las razones que esgrime. Dice en una de sus conclusiones: «Todas las funciones que actualmente desenvuelve el Estado que pueden ser sustituidas por la actividad privada, debe serlo. El Estado debe replegarse sobre una estructura humana eficiente, bien remunerada, a partir de la cual podrá conducir , con acierto, a la Nación», y sintetiza «la racionalización del Estado procura su mayor eficiencia y sus menores costos para beneficiar a la Nación en su conjunto y en consecuencia, a cada individuo en particular. Al margen de este objetivo final, carece de justificación.»
Cuando asumimos el gobierno, tras el pronunciamiento inequívoco de las urnas del 23 de febrero de 1958, adquirimos el compromiso de eliminar las barreras que se oponían al desarrollo de la República. La voluntad del progreso del pueblo argentino no debía ser defraudada, nos fijamos objetivos concretos y estábamos inexorablemente dispuestos a cumplirlos con sacrificio y austeridad. Debíamos ofrecer al pueblo de la Nación, un Estado moderno, ágil, barato, superar el estancamiento y detener el devastador proceso inflacionario que corroía nuestra economía.
Comprendimos que una de las principales causas de la inflación era el excesivo gasto público y admitimos la necesidad de reducir los elencos administrativos y las crecientes pérdidas de los servicios públicos.
Detener la inflación era una medida positiva, pero era necesario propiciar cambios estructurales por la vía de una política de desarrollo.
Era imperativo proceder sin dilaciones, adoptando medidas que redujesen esa burocracia oficial a proporciones lógicas, excluyendo paulatinamente al personal sobreabundante, cuyo sostenimiento constituía una costosa e inútil erogación que incidía negativamente en la economía popular.
Con idéntica decisión y energía enfrentamos la reducción drástica de los déficit crónicos de los servicios públicos ajustando el mecanismo de las empresas estatales a severas normas de economía, procurando a todo trance la disminución de los costos y la elevación del rendimiento.
Limitando fuertemente los gastos y aumentando los ingresos de la administración nacional y de los servicios públicos a cargo del Estado, creábamos las condiciones que nos permitirían renunciar al recursos financiero de la emisión monetaria, que constituía el principal factor de inflación.
Encaramos, con criterio integral, una política de racionalización que atendiera los reales intereses de la Nación. Esa era nuestra responsabilidad indelegable para transformar al «monstruo frío» según la definición que hizo Octavio Paz del Estado.
La remoción de estructuras obsoletas es un proceso dificultoso que exige firmeza y la determinación de ajsutar la política a las necesidades de la hora, para marchar al ritmo del progreso.
Tales objetivos de racionalización se llevaron a cabo en un contexto de desarrollo generalizado, que daba origen a nuevas fuentes de trabajo, quedando así demostrado que ajsutar la economía y desburocratizar al Estado, no es incompatible con el crecimiento de la Nación.
De lo que se trataba era de reemplazar la estructura de la dependencia y construir la base de una economía moderna, tarea ésta que no podía quedar librada exclusivamente al funcionamiento del mercado. Para ello hacía falta un Estado orientador y promotor que se conciliara con la actividad irremplazable de la iniciativa privada, dentro de un marco institucional fundado en la libertad y la vigencia del derecho.
El Dr. Zavala conoce muy buen el grave problema de los trasportes que debimos afrontar y, en particular, el ferroviario, vinculado a viejos esquemas económicos y desconectados de las necesidades de un país que crecía y se transformaba. Desde la presidencia del Comité Ejecutivo del Plan de Racionalización Administrativa (CEPRA)creado el 9 de diciembre de 1958, promovió el Plan de Reestructuración Ferroviaria.
Nos preocupaba el estado del estancamiento ferroviario y la incidencia de sus cuantiosas pérdidas en eñ déficit del presupuesto nacional.
Debíamos buscar los recursos aptos para enjugar las pérdidas de un sistema pésimo, con sus finanzas en bancarrota, y reestructuras y racionalizar sus servicios en función de las nuevas necesidades del país.
Cuando emprendimos «la batalla del riel», propusimos metas concretas para solucionar el problema, que consistía en:
- Liquidar el déficit de las empresas ferroviarias mediante el cambio de la estructura de todo el sistema y su adecuada racionalización.
- Asegurar una fluida intercomunicación entre todas las regiones de nuestra existensa geografía.
- Eliminar vías inutiles y antieconómicas y remover material-
- Proporcionar la país un sistema coordinado de comunicaciones que promoviese sus riquezas, unificando el mercado nacional tal como lo demandaban productores y consumidores.
- Reordenar los trasporte en todas sus ramas, poniéndolas al servicio del país y de los usuarios, brindando garantías de eficiencia a los productores y de seguridad, puntualidad, comodidad e higiene a los pasajeros.
No ignorábamos que sostener la vigencia y aplicabilidad de las propuestas acarrearía cuestionamientos y disensos. Sin embargo, el hostigamiento que debimos padecer no podía desviarnos de las premisas básicas claramente estipuladas en nuestros mensajes. Bajo esas circunstancias afrontamos el «costo político» que nuestro accionar podía depararnos sin desconocer, como sagazmente advierte Juan Ovidio Zavala, que «el verdadero costo político es, en definitiva, por no hacer, por no aplicar las soluciones determinadas por las nuevas circunstancias, por no comprender que el mundo cambia y con él las perspectivas de todos y cada uno de los seres humanos.»
No nos comprendieron ni los propios beneficiados y el 29 de marzo de 1962 se derrumbaron nuestros proyectos desarrollistas y se frenaron las posibilidades de racionalización de las estructuras del Estado durante décadas.
Sin embargo, el gobierno derrocado, que debío desempeñarse sitiado por la incomprensión, el fanatismo y los interese del atraso, mostró que era posible construir un Estado eficiente sólo a través de un programa de desarrollo nacional.
El reto sigue estando en la conciencia de los argentinos.
Ni los gobiernos de facto ni los gobiernos constitucionales pudieron llevar a la práctica los proyectos que enfáticamente enunciaban al inicio de su gestión gubernativa. La mayor parte de las veces su fracaso respondía a un principio de vigencia innegable que determina que la racionalización de la estructura requiere, como marco previo imprescindible un plan económico global.
El presente volumen tiene valor político y docente. Zavala elabora una seria de conclusiones que constituyen la médula de su brillante labor en las distintas funciones que desempeño en nuestro gobierno. Sus claras estipulaciones contienen fundamentos sólidos que deben ser atendidos porque constituyen un riguroso y meditado examen de las alternativas y opciones posibles. (…)
Me parece oportuno cerrar este prólogo con las palabras que pronuncie le 20 de noviembre de 1955- » el miedo a la crisis es peor que la crisis…, el pueblo debe cobrar conciencia de que estamos en una crisis, pero también de que podemos superarla e iniciar una gran etapa de reconstrucción nacional.»
Esta obra de Juan Ovidio Zavala es una gran contribución para alcanzar dicho objetivo.
Arturo Frondizi
Buenos Aires, Enero de 1991