Grieta
Alberto Fernández y Mauricio Macri se saludan después del traspaso de mando

Por Nicolás Foscaldi y Francisco Uranga

Dos meses antes de las PASO, el cura kirchnerista Francisco Paco Oliveira dijo que votar a Macri era “votar la muerte”. Sostuvo, claro, que elegir la boleta del expresidente era pecado. Una semana después de las elecciones generales, publicó un artículo en Página/12 donde decía que no podía entender que un 40% del país que hubiera votado a Juntos por el Cambio. Le parecía demasiado y sugería que estos votantes eran sádicos a los que les “gusta ver sufrir a la gente”, masoquistas o ignorantes políticos.

Tras los primeros anuncios del nuevo gobierno para enfrentar la crisis, parte del electorado cambiemita recurrió a argumentos igual de sofisticados. “Genio del voto”, fue una de las expresiones que más se difundieron en las redes sociales. Pretende ser una ironía. Pero es una idea bastante trillada: “Los peronistas no saben votar”. El analista Martín Rodríguez lo explicó con el concepto de derrota calificada. Se puede traducir como: “Sí, perdimos, pero nosotros teníamos razón. Somos los buenos votantes, los que producimos y mantenemos al resto”.

Delicadezas de la grieta: de uno y otro lado se acusan de ser políticamente ignorantes.

Pero este ánimo no representa a la mayoría de los argentinos. Ni siquiera a la mayoría de los dirigentes de los polos antagónicos. En el libro La grieta desnuda, Martín Rodríguez y Pablo Touzón definen la grieta como una estrategia de construcción política basada en una minoría intensa. Ideológicamente dura, compacta, esta minoría permite retener el poder y, en algunos casos, ganar elecciones. Pero embrolla a la hora de gobernar. La polarización extrema impide construir consensos amplios y mayorías estables, dos condiciones necesarias para realizar las transformaciones profundas que el país necesita.

Una historia de frustraciones

La polarización, hay que decirlo, existió siempre. Desde los cimientos de la nación. Hispanistas y liberales disputaron duramente el poder tras la Revolución de Mayo. Unitarios y federales se enzarzaron en una serie de guerras civiles sangrientas a lo largo del siglo XIX. Conservadores y radicales se enfrentaron a los tiros en barricadas por las calles, a partir de la Revolución del Parque de 1890 y en los levantamientos que le siguieron. La Unión Cívica Radical se abstuvo de presentarse a elecciones hasta  la sanción de la ley Sáenz Peña en 1912. Radicales y peronistas protagonizaron disputas en democracia, pero con un alto nivel de crispación. Tanto radicales como peronistas sufrieron el golpismo del Partido Militar durante todo el siglo XX. La década de los 70 estuvo marcada por la irrupción de organizaciones guerrilleras y el terrorismo de Estado.

No estamos en el momento de mayor enfrentamiento político de la historia, ni por lejos. Y, sin embargo, nos angustia tanto la grieta. ¿Por qué?

Tras el fin de la última dictadura se desarrollaron dos procesos en direcciones contrarias: la consolidación de la democracia y la decadencia económica con aumento de la desigualdad. Es cierto que las reformas impulsadas por el Proceso de Reorganización Nacional ya habían herido de muerte al modelo de desarrollo que, con sus más y sus menos, se había implantado en el país desde mediados de los 40. La industrialización por sustitución de importaciones, de todos modos, ya había chocado contra las limitaciones estructurales y la restricción externa.

La crisis de deuda, la década perdida y el cambio de viento internacional, llevaron la política económica hacia el neoliberalismo. Y a la debacle económica y social que terminó en el 2001, hundió al radicalismo y destrozó el débil y bisoño sistema de partidos.

¿Cuándo nació la grieta?

Muchos marcan la crisis de la resolución 125 —“el conflicto del campo”— como la fecha de nacimiento de la grieta. Touzón y Rodríguez, entre ellos. Lo cierto es que la gran movilización contra las retenciones fue el catalizador que comenzó a articular una oposición frente al kirchnerismo, que hasta 2008 había experimentado una etapa de expansión casi sin resistencia.

Los autores de La grieta desnuda sostienen que después de la derrota en las legislativas de 2009, el gobierno de Fernández buscó ampliarse hacia nuevos sectores e impulsar políticas que lo congraciaran con los votantes. Pero eso se cortó en seco tras el triunfo de 2011 con el 54%. Entonces comenzó la fase de radicalización del kirchnerismo, que se recostó en los fieles: las minorías intensas. Y así perdió las tres elecciones siguientes: 2013, 2015 y 2017.

Mauricio Macri fijó tres prioridades tras su triunfo en 2015. Una era la “unir a los argentinos”. Una vez en la Casa Rosada, sin embargo, optó por la confrontación con el kirchnerismo como estrategia política. La exacerbación, o al menos al sostenimiento, de la grieta. Alimentó a sus propias minorías intensas, que inventaron una jerga para denostar a sus adversarios: a Cristina le decían “la porota” o «la yegua, a sus seguidores “kukas” (por cucarachas) o «choriplaneros». Hacían acusaciones estrafalarias contra ellos, como las de haberse “robado un PBI”.

Aun así, este es el momento de mayor fortaleza de la democracia argentina en toda su historia. Con 38 años de continuidad institucional y alternancia política. Se dijo hasta el hartazgo, pero no por eso es menos importante: Macri es el primer presidente no peronista que termina el mandato desde Marcelo de Alvear, en 1928.

La expresidenta de Brasil Dilma Rousseff dijo más de una vez: “Prefiero el ruido de la democracia al silencio de la dictadura”. Tal vez los excesos en la confrontación política, la hipérbole o incluso los derrapes de los dirigentes son parte de ese ruido. El costo de vivir en democracia. Lo grave es la intolerancia, no soportar que otro pueda pensar distinto. El discurso de asunción de Alberto Fernández en diciembre pasado, sin embargo, abrió una luz de esperanza: “Yo vengo a invitarlos a construir esa sociedad democrática. El sueño de una Argentina unida no necesita unanimidad. Ni mucho menos uniformidad”.

El 31 de enero se cerró una década difícil para el país. Desde 2011, la economía está estancada. Y los últimos dos años, en recesión. El ambiente político está caldeado. Fue la década de la grieta. Ante la Asamblea Legislativa, Alberto Fernández se propuso dejarla atrás: “Tenemos que suturar demasiadas heridas abiertas en nuestra Patria. Apostar a la fractura y a la grieta significa apostar a que esas heridas sigan sangrando. Actuar de ese modo, sería lo mismo que empujarnos al abismo”.

El presidente tiene una oportunidad. La tienen todos los mandatarios cuando asumen: iniciar un nuevo ciclo político. Un ciclo de mayor diálogo y consenso, aunque haya sobresaltos, y que siente las bases para un camino hacia el desarrollo y la inclusión social.