Cierre de Vialidad Nacional: una política contra el desarrollo

Lejos de desentenderse del asunto creyendo que los privados se van a encargar, el estado nacional necesita una estrategia seria para recuperar su infraestructura vial, combinando capital privado y planificación estatal

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Los sectores que más demandarán inversión son red vial (740 mil millones), generación y transmisión energía (500 mil millones) y telecomunicaciones (300 mil millones).
Los sectores que más demandarán inversión son red vial (740 mil millones), generación y transmisión energía (500 mil millones) y telecomunicaciones (300 mil millones).

La reciente decisión del gobierno de Javier Milei de cerrar la Dirección Nacional de Vialidad (DNV), tras más de noventa años de trayectoria, vuelve a reflejar un viejo vicio de la política argentina: la ausencia de políticas de Estado y la tendencia a destruir instituciones bajo espíritu refundacional (tantas veces repetido en el pasado).

En este caso, la eliminación (o reducción drástica) de Vialidad Nacional, sin un diagnóstico claro ni un plan de reemplazo, tendrá consecuencias negativas para el desarrollo del país. Destruir es mucho más rápido que construir; lo lógico sería edificar sobre lo que ya existe, corrigiendo errores y fortaleciendo aciertos.

Un repaso por la historia de la DNV muestra su relevancia. Más allá de los escándalos de corrupción durante los gobiernos kirchneristas, fue fundada en 1932 por la gestión conservadora de Agustín P. Justo, con el objetivo de planificar y construir la red vial nacional, hasta entonces prácticamente inexistente, salvo 2.000 km de rutas provinciales, siguiendo experiencias de EE. UU. y Europa. En poco más de una década, la DNV logró construir 30.000 km de rutas, casi tres cuartas partes de la red actual. Como expresó su director Justiniano Allende Posse: “Todo está en marcha para que el país tenga caminos”.

A pesar de los vaivenes políticos, la DNV logró consolidarse como organismo rector de la infraestructura vial nacional. Incluso en los años 90, cuando casi 10.000 km de rutas fueron concesionadas —en su mayoría en la región núcleo— y el organismo sufrió un notorio achique, este se mantuvo a cargo de la gestión de la extensa red que no era rentable para el sector privado, así como de otras funciones de planificación y supervisión de la red (en paralelo se creo un organismo de control de las rutas concesionadas que luego se integraría a la DNV en los 2000s).

Otra mala práctica recurrente en la política argentina es el desmantelamiento de instituciones bajo la falsa premisa de que todo lo anterior estuvo mal. Así, se pierden décadas de experiencia y capacidades técnicas difíciles de recuperar. Casos paradigmáticos fueron el desguace de Ferrocarriles Argentinos, que dilapidó una de las redes ferroviarias más grandes del mundo y perdió gran parte de su personal especializado; o el cierre del CONADE, creado bajo Frondizi y recordado por Juan Sourrouille como un organismo donde personal técnico estudiaba a fondo los problemas de largo plazo de la economía argentina, y por donde pasaron destacados economistas argentinos (En palabras de un reconocido economista argentino “el sueño del pibe de todo economista en esos años era estar en el CONADE”). Existen pocas excepciones que sobrevivieron al paso del tiempo, como el Instituto Balseiro o la Comisión Nacional de Energía Atómica, que hoy son ejemplos del valor de sostener instituciones técnicas a largo plazo.

En los últimos años, como muchos organismos públicos, la DNV sufrió procesos de degradación. Durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner su planta se duplicó entre 2003 y 2015, y la falta de meritocracia deterioró su estructura profesional. Aun así, la DNV siguió cumpliendo su función básica: sostener la red vial. Durante el gobierno de Mauricio Macri se intentó reestructurar el organismo y relanzar obras a través del esquema de Participación Público-Privada (PPP), pero el cierre del financiamiento internacional dejó el plan trunco, con la mayoría de las obras paralizadas o avanzando lentamente gracias a aportes esporádicos del Tesoro.

En la gestión de Alberto Fernández, se repitieron viejas prácticas: el congelamiento de las tarifas de peajes en rutas concesionadas frenó los planes de inversión privados, deteriorando aún más la red. Al finalizar muchas de las concesiones de los 90, el Estado optó por reestatizar gran parte de la red, pero sin un plan claro de inversiones ni financiamiento, agravando el deterioro.

En el primer año de Milei, el ajuste sobre la inversión pública fue drástico: el gasto de capital cayó más de un 75%, paralizando la mayor parte de las obras, incluso aquellas que cuentan con financiamiento específico, como los recursos provenientes del impuesto a los combustibles, cuyo destino hoy es objeto de un intenso debate en el Congreso. Esta contracción profundizó aún más el deterioro de la infraestructura vial.

Como muestra el gráfico siguiente, la inversión nacional se ubica en mínimos históricos: representa apenas el 0,4% del PIB, por debajo incluso del piso alcanzado durante la crisis de 2001 (0,7% del PIB). El contraste con otros períodos recientes es aún más marcado: equivale a tan solo una sexta parte del máximo registrado en 2014 (2,9% del PIB) y menos de la mitad del peor año de la gestión Macri (1,1% del PIB) cuando las cuentas fiscales cerraron en equilibrio.

El gobierno utiliza como argumento el mal estado actual de las rutas y los escándalos de corrupción del pasado para justificar la eliminación de la DNV, pero omite preguntarse: ¿cómo estaría la red si ni siquiera existiera este organismo, que con recursos limitados sostiene la infraestructura esencial? Si, como dice Milei, “no hay plata”, difícilmente pueda haber rutas nuevas ni mejoras en las existentes. La apuesta oficial es que el sector privado suplirá la ausencia estatal, pero hasta ahora no hay señales claras de que eso suceda. Y si ocurre, será como en los 90: el capital privado invertirá solo en los corredores más rentables, dejando de lado vastas regiones de lado.

Las inversiones privadas que surgieron en los 90 fueron posibles en un contexto local e internacional muy distinto, pero fundamentalmente porque existían reglas de juego y previsibilidad de recupero de la inversión, cosas que hoy en día no existen. Luego sufrieron el congelamiento tarifario tras la crisis de 2002, ruptura de contratos mediante, y nuevamente enfrentaron condiciones similares en el gobierno de los Fernández. Difícilmente haya grandes inversiones en infraestructura si no hay previsibilidad a largo plazo, más con un historial tan largo de incumplimiento de contratos. La evidencia reciente es clara: en los primeros 18 meses de este gobierno, la inversión extranjera directa acumuló una salida neta de 1.500 millones de dólares. De los 15.000 millones de dólares proyectados bajo el RIGI, apenas ingresó un 0,2% (unos 27 millones de dólares).

Argentina necesita una estrategia seria para recuperar su infraestructura vial, combinando capital privado y planificación estatal. Las rutas generan externalidades positivas que los inversores no siempre pueden captar plenamente: desarrollo regional, integración territorial y reducción de costos logísticos. Si bien las provincias podrían cumplir parte de ese rol, en muchos casos carecen de los recursos y capacidades técnicas necesarias, y tienden a planificar dentro de sus propios límites sin una visión nacional.

Desmantelar Vialidad Nacional es renunciar a una política federal de infraestructura. Más que destruir, el desafío es reconstruir sobre lo construido, con transparencia, profesionalismo y visión de largo plazo.

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