Tres semanas después de producido el desembarco en Malvinas, como señal intimidatoria, estalló una bomba en la puerta de Ayacucho 49, la sede capitalina del desarrollismo. Habían transcurrido muy pocos días desde la publicación de un documento en forma de solicitada (único modo de garantizar su difusión masiva) con la firma de Arturo Frondizi, Rogelio Frigerio, Francisco Aguirre y Américo García, que fijaba una posición explícitamente crítica a la decisión política adoptada por la dictadura de recurrir al recurso de la fuerza para hacer efectiva la reivindicación legítima de la soberanía argentina sobre las Islas, cuando todavía el clima imperante estaba marcado por un sentimiento de euforia generalizada.
El mencionado documento tiene fecha del 22 de abril, es decir 20 días después del desembarco, pero su publicación pudo haberse adelantado si no fuera porque Frondizi y Frigerio, una vez conocida la noticia del desembarco, abrieron de inmediato, aunque infructuosamente, un canal de diálogo para consensuar una posición común con las principales fuerzas políticas: el peronismo, el radicalismo, el Partido Intransigente y la Democracia Cristiana. El propósito era conformar un frente unido que pudiera asumir posiciones comunes ante la gravedad de las circunstancias y de lo que, presumiblemente, iba a vivir el país a partir del hecho consumado producido por la Junta Militar.
Sin embargo, a pesar de los extensos debates, aquellos esfuerzos no prosperaron, básicamente porque las dirigencias del resto de los partidos que ya integraban la llamada Multipartidaria no compartían la certeza que sí tenían Frondizi y Frigerio sobre la inevitabilidad de una derrota para el país, si es que se persistía en el camino de ejercer nuestro derecho a la soberanía por la vía de la fuerza.
Agotadas las negociaciones con el resto de las dirigencias, y ante la negativa de asumir formal y públicamente un planteo crítico a la decisión adoptada por el gobierno de Leopoldo Galtieri, el desarrollismo optó por expresarse en soledad aquel 22 de abril de 1982, y fijar su posición ante los argentinos planteando un conjunto de interrogantes y respuestas sobre las derivaciones del conflicto en el contexto del cuadro geopolítico internacional de aquella época.
Cabe señalar que, en lo esencial, la negativa por parte del resto de los partidos a firmar un pronunciamiento abiertamente crítico sobre el desembarco en Malvinas se debió a las dudas que se habían instalado en la mayoría de la dirigencia argentina sobre cuál sería el resultado final del conflicto, y más específicamente, sobre el posible cambio del escenario político interno que podría producirse a favor del régimen militar si la operación del desembarco lograba finalmente consolidar la efectiva recuperación de la soberanía sobre las Islas.
Lo que para la mayoría de la dirigencia representaba una incógnita, plagada de especulaciones e hipótesis de todo tipo sobre el curso posible de los acontecimientos (desde una derrota para el país hasta la posibilidad de un triunfo militar que le otorgara una sobrevida a la ya debilitada dictadura), para el movimiento político que conducían Frondizi y Frigerio no existía sino la certeza de cuáles serían, tarde o temprano, las consecuencias de la decisión que condujo al país a una guerra con la segunda potencia militar de la OTAN.
Una vez más, volviendo a la cuestión del “método de análisis” que caracterizó al desarrollismo, la posición asumida frente a Malvinas encontró sus fundamentos en el análisis minucioso del funcionamiento del orden internacional de postguerra que Frigerio y su grupo habían elaborado en la etapa de formación del núcleo de ideas que dieron origen a sus principales planteamientos. Es decir, en la observación de la vigencia de las reglas escritas (y no escritas) que a nivel mundial sirvieron para regular, dentro de límites definidos, la lógica confrontativa entre las superpotencias que – sin que ello significara la anulación del conflicto y la competencia entre los grandes contendientes – devino en la llamada “coexistencia pacífica”.
Lo primero del planteamiento desarrollista antes de analizar la situación de la Argentina en el juego de fuerzas internacionales fue detenerse en el cuadro interno que presentaba el país luego del desembarco. Ante un hecho que movilizaba las fibras más profundas del sentimiento patriótico, el desarrollismo propuso en primer lugar diferenciara aquel “estado emocional”, genuinamente presente en la inmensa mayoría de la población (factor que, dicho de paso, no dejó de ser deliberadamente explotado por las campañas publicitarias del régimen militar) de los “factores objetivos” que debían considerarse para evaluar, desapasionadamente, las consecuencias de semejante decisión política.
No casualmente, el documento mencionado comenzó señalando, cuando aún no se había producido un solo disparo, que una cosa era apoyar y otorgar todo el respaldo posible a nuestros soldados, cuyas primeras acciones ya estaban teñidas de heroísmo; y otra cosa muy distinta era apoyar la decisión de la Junta Militar que dio origen a la operación del desembarco. La diferenciación de esos dos planos del análisis, permitió ahondar en aquello que sería determinante en la resolución del conflicto a partir de un hecho que, con independencia de la legitimidad del reclamo de la soberanía argentina sobre las Islas, infringía las reglas de juego impuestas por el orden internacional pactado por las superpotencias en el marco de los acuerdos de Yalta, y que en esencia, aún con los cambios registrados en el escenario internacional, se mantenían vigentes.
Esas “reglas de juego” fijaban límites que servían de marco al desarrollo del conflicto entre Estados Unidos, como cabeza de la OTAN, y Rusia, como centro de decisión de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia. Al mismo tiempo que ambos polos de la contradicción estimulaban los conflictos en las respectivas áreas de influencia de su oponente, se fijaban límites en sus intervenciones y, en última instancia, aceptaban la responsabilidad recíproca de garantizar, cada uno en sus propios ámbitos, el mantener bajo control la precaria estabilidad de un orden internacional que debía evitar que la confrontación se desplazara al terreno de la conflagración nuclear.
En ese marco, sin excluir el juego mutuo de tensiones, estaba tácitamente establecido que ni Estados Unidos ni la Unión Soviética intervendrían militarmente en forma directa en las áreas de influencia de su oponente. La Crisis de los Misiles que estalló el 16 de octubre de 1962, que derivó en el retiro de las armas instaladas en Cuba por los soviéticos pocos días después, demostró con claridad los riesgos de vulnerar aquellos límites. Pocos años más tarde, cuando en 1968 las fuerzas del Pacto de Varsovia invadieron Checoslovaquia, Estados Unidos y las potencias occidentales, que reprobaron enérgicamente dicha invasión, no cruzaron el límite que hubiera significado la intervención militar en el conflicto.
Asimismo, el orden internacional pactado establecía que un país no podía reivindicar ante otros estados sus derechos legítimos a través de un acto de fuerza, mucho más aún si esta acción estaba dirigida contra una de las superpotencias o contra sus principales aliados. Un principio que se imponía tanto en el campo occidental como en el espacio multinacional articulado por la Unión Soviética, donde al igual que en Occidente, también existía la relación centro-periferia.
Está claro que el desarrollismo, al reconocer la lógica que gobernaba las relaciones internacionales de la época, no lo hacía (como erróneamente interpretan algunos exponentes del liberalismo) para proponer un alineamiento rígido con las políticas dictadas por Estados Unidos como primera potencia occidental, tal como por ejemplo sucedió durante las presidencias de Carlos Menem con sus “relaciones carnales”. Dos décadas antes de producida la guerra de Malvinas, en el ejercicio del gobierno, el Presidente Frondizi, basándose en la defensa del Principio de la No Intervención, había rechazado la presión americana para expulsar a Cuba de la OEA, o criticado ante el propio Congreso de los Estados Unidos la iniciativa de la Alianza para el Progreso del Presidente Kennedy, diseñada como un programa de asistencia para morigerar los efectos del subdesarrollo pero no como un plan que apuntara a colaborar en las transformaciones estructurales que permitieran sacar a los países de la región del atraso y la dependencia.
No se defendía la soberanía haciendo seguidismo a las políticas de las superpotencias, ya que un enfoque de ese calibre conducía a reforzar el statu quo, ni se lo hacía, como fue el caso de la acción sobre Malvinas de la dictadura, traspasando – sin estrategia sustentable – los límites establecidos por el mencionado orden internacional. Pero entre ambos extremos -y aquí radica una de las claves del pensamiento de Frigerio- existían amplios márgenes de maniobra para que el país emprendiera el camino del desarrollo, que es el único basamento sobre el que se hace realidad la soberanía de una nación. Porque la integración económica y social de la geografía de un país como la Argentina, con sus vastos recursos, la formación de un creciente mercado interno y el aumento sostenido de la acumulación de capital a escala nacional, combinado con el fortalecimiento del estado, son las condiciones necesarias para apalancar el efectivo ejercicio de la soberanía y su proyección en el contexto internacional.
Para más escarnio de nuestra historia, la estrategia previa de nuestro país hacia las Malvinas, impulsada por el General Perón en el breve lapso de su tercera presidencia – y que paradójicamente hoy es pasada por alto por buena parte de la dirigencia justicialista – mostraba de manera clara y convincente estas disyuntivas, en el sentido que su enfoque partía del principio de que el objetivo de la recuperación podría lograrse sólo como el resultado de un proceso acumulativo de fortalecimiento del poder soberano del país que permitiera modificar las condiciones objetivas existentes para respaldar, de un modo crecientemente efectivo, a nuestra diplomacia.
Según estos análisis, que fueron la base del fundamento que llevó al desarrollismo a oponerse a la decisión política sobre Malvinas, no existía posibilidad alguna de que, a nivel internacional, se convalidara la medida del desembarco y la ocupación del territorio que legítimamente nos pertenece. La Resolución 502 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, reunido el 3 de abril de 1982, se inscribió en esa línea al exigir el cese de hostilidades y la inmediata retirada de las fuerzas argentinas de las islas, aprobada por una mayoría liderada por Estados Unidos, el propio Reino Unido, Francia y Japón y con la abstención –no con la votación en contra– de la Unión Soviética, China, España y Polonia.
Producido el desembarco, la discusión interna, influida por la desinformación y la consecuente manipulación que ejercía la dictadura sobre la población a través de los medios de comunicación, condujo el debate hacia terrenos que, a medida que se profundizaba el conflicto, se alejaba de la evaluación objetiva de los condicionamientos impuestos por el orden internacional. Se llegó a argumentar que Inglaterra no enviaría su flota por razones de distancia, que Estados Unidos se mantendría en una posición neutral o a interpretar erróneamente que los mensajes de apoyo y estímulos que llegaban por los canales diplomáticos desde la URSS se traducirían en una intervención militar directa de la entonces segunda superpotencia.
Entre el 2 de abril y el 14 de junio, día en que Mario Benjamín Menéndez firmó la rendición ante el británico Jeremy Moore, el desarrollismo, además del citado documento, fue interviniendo en el debate profundizando sus análisis y planteamientos sobre los puntos más críticos derivados del conflicto. En su semanario El Nacional se publicaron una serie de Textos y Documentos de Trabajo que, desde la perspectiva actual, no solo poseen valor histórico, sino que en muchos aspectos mantienen su vigencia.
Cuando, por ejemplo, los miembros de la Junta Militar, que habían “justificado” el Golpe de Estado del 76 bajo la bandera de la “lucha contra el comunismo”, se transformaron súbitamente en “militantes antimperialistas”, el desarrollismo hizo explícito su análisis sobre la identificación de los factores e intereses que históricamente nos sometían al atraso y la dependencia a través de un pormenorizado análisis publicado bajo el título “¿Qué es hoy el imperialismo?”. Allí se despliega con puntos y señales los fundamentos metodológicos del pensamiento de Frigerio y la identificación del qué hacer para liberar al país de la dependencia y defender su soberanía. Otro material de análisis que merece ser releído a la luz del actual conflicto entre Rusia y Ucrania, ya que en muchos aspectos guarda su vigencia, es el plasmado en el documento “¿Por qué no debemos recurrir a la URSS?”, en respuesta a quienes especulaban con la intervención militar del Pacto de Varsovia en Malvinas.
Estaba claro que la Operación Malvinas estaba dictada por la creciente debilidad del gobierno de la dictadura y su intento por parte de la Junta Militar de revertir una relación de fuerzas adversa que hacía prever, más temprano que tarde, el fin del llamado Proceso de Reorganización Nacional. A medida que la dictadura se iba aislando y debilitando, crecía la protesta social que incluía, como una de sus fuerzas impulsoras, la lucha de las organizaciones que denunciaban, comenzando por las Madres de Plaza de Mayo, la violación de los derechos humanos y exigían respuestas por los desaparecidos. En ese contexto cobraba cada día más fuerza el nucleamiento multipartidario que agrupaba a las principales fuerzas políticas y que, a instancias del desarrollismo, no sólo reclamaba, lo que era fundamental, la recuperación democrática y el llamado a elecciones, sino que también exigía el inmediato cambio de la política económica liberal en base a un programa elaborado por los equipos de los cinco partidos que lo integraban.
Ese programa, que formaba parte del documento conocido con el nombre “Antes que sea tarde”, había sido publicado en diciembre de 1981, es decir, poco más de tres meses antes del desembarco en Malvinas, y unos días previos a la realización de la marcha multitudinaria convocada por la CGT Brasil de Saúl Ubaldini a Plaza de Mayo, que terminó con más de dos mil detenidos y que fue reprimida con saña y brutalidad.
Sin embargo, producido el desembarco, la propuesta planteada por el desarrollismo al resto de las fuerzas políticas con el propósito de oponerse de manera conjunta a la decisión política de la Junta Militar, como se señalaba, no obtuvo resultados. Buscó diferenciar, en los diversos planos que se relacionaban con la posición del país ante el conflicto bélico, “lo fundamental” de “lo accesorio”, aquello que se presentaba como determinante en el curso previsible de los acontecimientos respecto de los episodios que, aun siendo importantes en la coyuntura, formaban parte de un orden de causas que, por sí mismas, no podían alterar la relación de fuerzas que actuaban como telón de fondo y, por lo tanto, impedir el carácter gravoso de la resolución final del conflicto para la Argentina.
Siguiendo el espíritu de su “método de análisis” se planteó un enfoque integral de la soberanía del país, marcando la contradicción que significaba el hecho de que la dictadura que había decidido reivindicar por la fuerza la soberanía territorial de Malvinas, venía de imponer a sangre y fuego, con la instauración del terrorismo de estado, la vulneración de todos los derechos constitucionales y la represión salvaje a todo movimiento gremial que le opusiera resistencia, una política económica antinacional que, objetivamente, debilitaba nuestra soberanía. Porque no solo había destruido buena parte de nuestro tejido productivo, desindustrializando el país, generando desempleo y reducido el salario real, sino que había introducido a la economía argentina en el dispositivo de la especulación financiera e iniciado el ciclo del endeudamiento externo que sigue operando todavía como una “espada de Damocles” sobre los argentinos.
Malvinas fue tal vez una de las últimas luchas que marcaron el contraste entre un desarrollismo lúcido y coherente con su historia y el resto de la dirigencia, desprovista de un marco conceptual que, ante una decisión política semejante como la tomada por la Junta Militar, le permitiera identificar los intereses estratégicos del país y la forma de preservarlos y defenderlos. Esa incapacidad-sin restar los méritos que en muchos aspectos tuvo parcialmente la dirigencia argentina desde que se produjera la recuperación de la democracia- está en la base de la decadencia del país. Es decir, devino en una insuficiencia crónica y sistémica que, con el paso de los años, fue invadiendo todos los terrenos, y marcando (salvo contadas excepciones) la vida política durante las últimas cuatro décadas. Una incapacidad que se traduce en las crisis cíclicas, en el ahondamiento de la fragmentación social y en la frustración sucesiva de las expectativas que abonaron el terreno para que se extendiera la profunda crisis de representatividad que hoy le abrió el camino a los liderazgos mesiánicos basados en la exaltación del odio y el resentimiento, augurando nuevas tempestades.
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