*) Por Oscar Oszlak.

Cuando en 1989 el presidente Alfonsín entregó el gobierno a su sucesor, la administración pública argentina tenía más de 900.000 empleados. Por supuesto, la mayor parte de ese personal había sido heredada de anteriores gobiernos. En aquel entonces, el aparato estatal tenía cientos de empresas públicas y organismos descentralizados distribuidos en todo el país. El sistema de salud y la educación secundaria eran responsabilidad del gobierno nacional. En nueve provincias, la magnitud del empleo público nacional era superior a la dotación de personal empleada por las administraciones provinciales.

Durante su primer gobierno, el presidente Menem redujo la dotación de personal del Estado nacional a poco más de 300.000 personas, luego de haber privatizado empresas, eliminado organismos reguladores, transferido personal a las provincias y a la nueva Ciudad Autónoma de Buenos Aires, dispuesto un generoso régimen de jubilaciones anticipadas o retiros voluntarios y pasado a «disponibilidad» a un número no menor de agentes públicos. Alcanzó, de este modo, el pico de máxima jibarización del Estado. Esta inédita transformación fue el resultado de la aplicación de una política neoliberal extrema. Sin embargo, la minimización del Estado nacional durante el menemismo originó un crecimiento extraordinario de los aparatos estatales provinciales y municipales. En la práctica, el gasto público global creció y el «Estado mìnimo» no resultó más que una ficción.

El empleo público volvió a crecer en el segundo gobierno de Menem, y al asumir la presidencia Néstor Kirchner, luego del interregno 2000-2003, la administración pública contaba con 484.344 agentes. Pero a junio de 2015 trabajaban para el gobierno nacional unos 779.000 empleados, número que probablemente creció aún más durante los últimos meses del gobierno de Cristina Kirchner.

El notable incremento del empleo público en el gobierno nacional fue paralelo al registrado en las dotaciones de personal en provincias y municipios. Hacia 1950, el gobierno nacional empleaba tres personas por cada 100 habitantes, y las provincias, en promedio, 1,25. Durante el gobierno de Menem la tendencia se había invertido: 0,66 la nación y tres las provincias. Hoy, el gobierno nacional ha vuelto a emplear alrededor de 2 personas cada 100 habitantes, pero un gran número de provincias han convertido a sus gobiernos en el máximo empleador. Desde hace años encabezan el ranking Santa Cruz (41%) y La Rioja (37%), las tierras de los presidentes que gobernaron el país durante el último cuarto de siglo.

Esta curiosa parábola en la serie histórica del empleo público demuestra palpablemente los bruscos cambios en la orientación política de los gobiernos -civiles y militares; peronistas y no peronistas; populistas, desarrollistas y neoliberales- que se sucedieron en la Argentina durante las últimas seis décadas. Es que la magnitud del empleo estatal nunca fue el resultado de un proceso de planificación de los recursos humanos requeridos para la gestión pública. En la práctica, todo gobierno ha heredado una burocracia compuesta por varias «capas geológicas», acumuladas durante un extenso período histórico. Cada gobierno «contrae enlace» con su burocracia, porque juntos deben administrar la cosa pública. Y cada gobierno engendra nuevos «hijos» institucionales (46 organismos fueron procreados entre 2003 y 2014; algunas decenas ya nacieron bajo el actual gobierno). Algunos, de los antiguos, desaparecen; otros sobreviven en los pliegues del Estado. Las burocracias se convierten así en «viudas administrativas» de sucesivos gobiernos y regímenes políticos. Cada configuración institucional es el resultado de una lucha por adaptar el aparato heredado a los lineamientos del proyecto político de turno. Y claro, la incoherencia crece cuanto mayor es la diferencia político-ideológica entre sucesivos gobiernos. De este modo, la burocracia termina convirtiéndose en un inmenso cementerio de proyectos políticos.

Para colmo, cuando cambia el signo político del gobierno, los nuevos elencos necesitan tiempo para conocer someramente el legado institucional que reciben sin beneficio de inventario: la consuetudinaria «pesada herencia». Requieren tiempo para conocer quiénes componen sus elencos, qué hacen, qué formación y capacidad tienen, a quiénes pueden confiar responsabilidades, qué rasgos culturales ha consagrado el tiempo, cómo influyen sobre el desempeño. El simple expediente de desprenderse de personal no resuelve el problema de determinar, en cada área de la gestión pública, cuál debe ser la composición y tamaño óptimos de la dotación de personal.

En última instancia, la zigzagueante tendencia en el empleo público plantea otros interrogantes importantes que aún no tienen respuesta y, tal vez, no la tengan: ¿cuál debería ser el tamaño del Estado?¿Qué intervención y qué responsabilidades deberían quedar en manos del gobierno nacional y cuáles deberían confiarse a los otros niveles de gobierno, al sector privado y a las organizaciones sociales? Así formuladas, es difícil que estas preguntas puedan responderse en abstracto, porque la opción «estatización-privatización» o la que opone la «centralización» a la «descentralización» de la gestión pública han sido, durante décadas, objeto de intensa polémica tanto en el ámbito académico como en la práctica de la administración estatal.

El Partido Democrático Libre alemán proclama que debe haber «tanto Estado como sea necesario, pero a la vez tanto menos Estado como sea posible», lo cual supone en la práctica limitar al máximo la intervención estatal. Los países escandinavos lograron desarrollarse económicamente promoviendo un Estado de Bienestar fuertemente intervencionista. El gobierno federal de los Estados Unidos tiene una burocracia civil relativamente reducida, pero contrata empresas privadas, cuyo personal asignado a producir bienes y servicios públicos supera al de su propia dotación. Y la experiencia argentina muestra un mosaico de fórmulas dispares que se han ensayado en el tiempo.

La cuestión es aún más compleja, porque no sólo se trata de determinar los alcances de la intervención estatal o la proporción y tipo de funciones que debería asumir cada jurisdicción estatal. También debe tenerse en cuenta cuál es la capacidad institucional disponible para ejercer los roles que se hayan definido en cada caso y circunstancia histórica, lo cual, como se ha señalado, no es sencillo establecer. De todos modos, aunque las preguntas no consigan responderse, es preciso avanzar en ese conocimiento: establecer, por ejemplo, de qué modo asigna el Estado sus recursos humanos a la producción de los bienes, regulaciones y servicios públicos que demanda la sociedad.

El gobierno actual anunció hace poco los lineamientos de un programa de modernización del Estado. Entre sus pilares básicos se propone profesionalizar la función pública y promover una filosofía de gobierno abierto. En parte, estos objetivos deberían servir, a su tiempo, para comenzar a responder a nuestros interrogantes. Porque preguntar cuál debe ser el tamaño del Estado también implica identificar déficits de capacidad existentes en los diversos niveles y áreas de gobierno, para así comenzar a planificar qué dotaciones de personal serán requeridas a fin de dar soporte a la gestión del nuevo modelo de Estado necesario. Deberá, así, conocerse cuáles son los perfiles ocupacionales actuales; qué «sobrantes» y «faltantes» se observan al compararlos con las plantas deseables; cuáles son las tasas de rotación esperadas; cuáles, las demandas de capacitación para que el personal alcance los perfiles requeridos.

Recién entonces podrá evaluarse qué cambios deben introducirse para contar con una dotación de personal estatal profesionalizada y definirse políticas de concurso, de inducción, promoción, formación, remuneración, evaluación de desempeño, incentivos. Y si, efectivamente, en el marco de un gobierno abierto se decide transparentar la gestión y abrir los repositorios de información a la ciudadanía para dar a conocer los datos sobre la composición y dimensión del empleo público, será la propia sociedad la que estará en condiciones de asumir un rol protagónico en el seguimiento, control y evaluación de su mayor patrimonio común: una burocracia estatal de la que debe adueñarse y poner a su exclusivo servicio. Porque al final de cuentas, la ciudadanía es la parte principal de la relación y el Estado, apenas su agente.

Oscar Oszlak

Politólogo y economista

Investigador superior del Conicet

 

Fuente: lanacion.com