Los riesgos de jugar con el tipo de cambio bajo y apertura sin regulaciones en tiempos de proteccionismo.

Desde una mirada desarrollista, el desafío es claro: no alcanza con estabilizar variables nominales si eso se hace a costa del entramado productivo. Un tipo de cambio competitivo, junto a una política industrial activa, es una condición necesaria para sostener el crecimiento con inclusión. Lo que no se haga hoy en ese sentido será luego necesario resolver con asistencialismo y planes sociales

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Nuevamente la receta liberal de tipo de cambio bajo, apertura comercial y desprotección de la industria y el empleo.
Nuevamente la receta liberal de tipo de cambio bajo, apertura comercial y desprotección de la industria y el empleo.

La estructura productiva argentina enfrenta una amenaza silenciosa pero poderosa: la combinación de un tipo de cambio real bajo (que se evidencia en que es más barato comprar bienes y servicios en nuestros países limítrofes) , algo que fomenta las importaciones, y una disputa comercial entre potencias que reconfigura el comercio global. En ese triángulo se juega buena parte del destino del desarrollo nacional.

La confrontación entre China y Estados Unidos, que se agudizó desde 2018, no es solo una guerra comercial, sino también tecnológica y estratégica. Con barreras cada vez más altas a los productos chinos en suelo estadounidense, el gigante asiático busca colocar sus excedentes en otros mercados. Y países como Argentina, con mercados abiertos y regulaciones debilitadas, podrían convertirse en receptores de ese aluvión.

El problema es que, en este contexto, Argentina se encuentra con una política anti inflacionaria que usa el tipo de cambio para contenerla (aún con el esquema de flotación administrada con bandas cambiarias amplia). Este manejo responde a una estrategia antiinflacionaria clásica: contener los precios manteniendo bajo el precio del dólar oficial, que actúa como ancla nominal para el resto de la economía. Sin embargo, este enfoque genera presiones sobre las reservas y reduce la competitividad de la producción local frente a las importaciones.

En la dimensión de la economía real, esto facilita la entrada de productos importados a precios muy competitivos, pero al mismo tiempo debilita la capacidad de la industria nacional para competir en su propio mercado. Lo que puede parecer una ventaja transitoria para controlar la inflación —usar el tipo de cambio como ancla nominal— termina generando efectos adversos sobre la producción y el empleo.

Como señala el informe sectorial de Sistémica, la recuperación industrial muestra claroscuros. Mientras algunos sectores traccionan, otros —especialmente los intensivos en trabajo y con fuerte competencia externa— retroceden. La sobreoferta global de bienes chinos puede profundizar esta asimetría. A esto además debemos sumarle el insostenible «costo argentino» que tienen los productores: labora, logístico, fiscal, etc…

La crisis del sector pesquero es otro claro ejemplo: precios internacionales bajos con altos costos de insumos, y sobre todo salariales, con convenio anticuados e insostenibles para la actividad. A este esquema laboral inviable se suma la carga fiscal: retenciones del 6% a las exportaciones y Derechos Únicos de Extracción (DUE). Es asi que una lata de atún importado cuesta alrededor de u$s 0,90 en origen, mientras que en Argentina el costo supera los u$s 1,60 sin impuestos y llega a las góndolas a más de $1.600. La consecuencia es que los empresarios se reconvierten cerrando las planta de procesamiento para transformarlas en depósitos de importación y logística como el caso de Marechiare en Mar del Plata.

Un país con su estructura industrial expuesta a la competencia desleal, sin políticas de desarrollo productivo activas, corre el riesgo de reprimarizar su economía. Lo que no se produce localmente se importa. Y el problema no lo tienen principalmente los empresarios pues ya conocen bien estas situaciones y saben, los que pueden,  reconvertirse en importadores. Esto es tan clásico que está plasmado magistralmente en la película «Plata Dulce» que retrata el periodo de Martínez de Hoz: «No conviene fabricar nada», le predica el «financista» Bonifatti a su cuñado y socio de la fabrica de botiquines, exhortándolo a «hacer trabajar la guita» cerrar todo e importar.

En cambio los trabajadores no tienen esa alternativa. Solo tienen sus fuerzas de trabajo para ofrecer a un mercado laboral cada vez más reprimido en sus sectores transables, aquellos sectores industriales que producen bienes y servicios que son comercializados a nivel internacional, o que podrían serlo si hubiera variaciones en los precios relativos.  El desempleo, la precarización y la pérdida de capacidades productivas son los efectos más visibles.

Los datos lo reflejan: según el INDEC, la utilización de la capacidad instalada en la industria fue de apenas 59,2% en marzo de 2025, mientras que las importaciones de bienes de consumo crecieron más de un 25% interanual. No se trata de un auge del consumo, sino de un reemplazo de producción nacional por bienes importados más baratos.

Esta situación no es nueva. Entre 2016 y 2019, con una política de apertura comercial y atraso cambiario, sectores como el calzado, textil y línea blanca sufrieron fuertes retrocesos. Muchas fábricas cerraron. Se perdieron empleos. Y, lo más grave, se desarmaron cadenas de valor que habían costado años construir.

Desde una mirada desarrollista, el desafío es claro: no alcanza con estabilizar variables nominales si eso se hace a costa del entramado productivo. Un tipo de cambio competitivo, junto a una política industrial activa, es una condición necesaria para sostener el crecimiento con inclusión. Por supuesto que no se trata de cerrar la economía, sino de integrarse al mundo con inteligencia, protegiendo sectores estratégicos y promoviendo la innovación.

Y es importante mas que nunca en estos tiempo recalcar que el mercado no asigna recursos en función del desarrollo nacional. Esa es tarea del Estado. La política económica debe ser coherente con un proyecto de país que apueste a la producción, el empleo y la soberanía económica.

Este escenario no solo debilita el tejido empresarial local, también plantea un problema de identidad, soberanía y proyección nacional. Un país que reemplaza producción por importación pierde autonomía económica, empleo de calidad y potencial exportador. Las cadenas de valor se fragmentan, se pierden proveedores, y se corre el riesgo de volver a un modelo primarizado, donde lo único competitivo es lo que sale directamente del campo o la minería. Estos sectores son fundamentales y deben promoverse. Pero no alcanzan para garantizar por si solos el empleo y el bienestar de casi 40 millones de argentinos.

El dilema está planteado: apostar al dólar barato para frenar precios puede ser pan para hoy, pero hambre para mañana. Si no se equilibra la política cambiaria con una estrategia industrial activa —con protección inteligente, financiamiento productivo y desarrollo tecnológico—, la Argentina corre el riesgo de desandar el camino de la industrialización. Y como siempre, los que más lo sufren serán los trabajadores. Más vale apostar a esta estrategia abriéndonos con regulaciones inteligente y de manera paulatina, a la vez que se hagan las reformas necesarias para reducir el costo argentino. Pero no solo eso, hay que ser proactivos por el desarrollo e invertir recursos en innovación y desarrollo tecnológico para generar empleos y valor agregado, aumentando así la competitividad. Aumentar la capitalización de nuestra economía. Esa es la salida estructural desarrollista.

Lo patético es que lo que no se invierta en este sentido, será luego mayormente requerido para contener, ya como asistencia social, a las huestes de desempleados y marginados que indefectiblemente habrá consecuencia de no haber defendido ni potenciado nuestro sector productivo.