Tocqueville
La Declaración de Independencia de EEUU, cuadro de John Trumbull.

El interés bien entendido no es un concepto teórico sin sustento en la realidad. Por el contrario, se lo podría definir como el sentido práctico del bien común en las sociedades modernas, donde la utilidad y el interés particular son los criterios preponderantes de las decisiones humanas. En sus viajes por EEUU a mediados del siglo XIX, el célebre politólogo e historiador francés Alexis de Tocqueville observó que, aún siendo sus ciudadanos tan individualistas como los europeos, en dicha sociedad había espacio y dedicación para el bienestar general. «El hombre, al servir a sus semejantes se sirve a sí mismo, y  su propio interés consiste en hacer el bien (…) los habitantes de EEUU sabían casi siempre ligar su propio bienestar al del sus conciudadanos», explica Tocqueville  en el libro La Democracia en América.

Con el liberalismo instaurado como paradigma social, se liberó en el hombre un instinto mucho tiempo contenido por las concepciones morales y religiosas de antaño: el individualismo. No es que antes no estuviera presente, sino que en la era moderna pasó a ser, sin reparos, el fundamento para llegar al éxito en la sociedad.

El problema es que una sociedad basada en intereses y ambiciones particulares se dinamita a sí misma. Deja de ser una sociedad, pues no hay cohesión ni convivencia posible. Es un mero conjunto de individuos donde algunos les irá bien y a otros no tanto. Roto ese vínculo comunitario, no hay proyecto común posible. Solo en un sociedad orientada al bien común, la política tiene sentido. Solo en ella la justicia es imparcial. Ahora bien, ¿cómo hacer para que la dominante tendencia al bien propio, al beneficio particular pueda dominarse para someterse a la impronta del bien común?

El interés individual, único móvil del hombre

Tocqueville no desconocía esté fenómeno, ya por entonces en pleno auge, sino que por el contrario lo describe con su real y avasallador impacto: «Es de prever, pues, que el interés individual se irá convirtiendo cada vez más en el principal, si no en el único móvil de las acciones de los hombres; pero falta saber cómo entenderá cada hombre su interés individual».

Precisamente, Tocqueville era de aquellos pensadores que consideraban que no puede haber sociedad política que funcione, mucho menos dentro de un sistema democrático, sino se consideraba esencial la forja por el bien común. He aquí la cuestión que llamó su atención: si para el hombre moderno todo pasa por el interés particular y las virtudes morales ya no congregan la voluntad de los hombres, ¿cómo hacen los norteamericanos para atender a sus intereses personales y aún tener voluntad y acción para contribuir al mismo tiempo al bienestar común? Aquí su respuesta: «En EEUU no se suele decir que la virtud es bella. Se afirma que es útil y se demuestra cada día. Los moralistas americanos no pretenden que haya que sacrificarse a los semejantes porque sea hermoso hacerlo; pero dicen sin ambages que esos sacrificios son tan necesarios al que se los impone como a quien aprovechan».

Astutamente se da cuenta de que si pretendemos promover el bien común con exhortaciones fundadas en la bondad o la fraternidad de los hombres, inevitablemente, y mal que nos pese, nuestro clamor caerá en oídos sordos. Hay que adaptar la valoración, la ventaja del bien común, a los tiempos modernos. Sin por eso transigir su esencia, apelar y hacer énfasis en cuestiones que sí interesan a los individuos, ¿y qué es lo que les interesa? Sus propios intereses. Ergo, demostrémosles y enfaticemos cómo promoviendo el bien común hay una gran utilidad y beneficio tanto para los demás como para uno mismo.

El egoísmo cultivado

Tocqueville en ningún momento deja de aclarar que ésta propuesta no es un ideal, al punto que la llama egoísmo cultivado (o moderado). ¡Ojala bastase con apelar a la virtud y a la bondad para que todos los hombres trabajemos juntos entregados al bien común! Pero creer que eso es  desconocer la naturaleza humana. La cuestión esencial es que su planteo está hecho acorde a la mentalidad de las sociedades modernas y eso es lo relevante y útil del mismo. Aquí su propia argumentación: «El interés bien entendido es una doctrina poco elevada, pero clara y segura. No persigue grandes fines, pero logra alcanzar sin excesivo esfuerzo lo que pretende. (…) No tengo inconveniente en afirmar que la doctrina del interés bien entendido me parece, de todas las teorías filosóficas, la más adecuada a las necesidades de los hombres de nuestra época y que la veo como la más firme garantía existente contra ellos mismos. Hacia allí, pues, debe dirigirse principalmente el espíritu de los moralistas de hoy. Aun cuando la juzguen imperfecta, deben adoptarla como necesaria (…) A fin de cuentas, no creo que haya más egoísmo entre nosotros (Francia) que en América; la única diferencia es que hay allí un egoísmo cultivado y aquí no. Todo americano sacrifica una parte de sus intereses particulares para salvar el resto. Nosotros queremos conservarlo todo, y con frecuencia todo se nos escapa».

Cuando Tocqueville utiliza el término «cultivado» se refiere al influjo de la cultura, de la educación, de la forja de valores. Se trata de la hercúlea tarea de ilustrar a los hombres sobre premisas y razonamientos fundamentales para el logro de la vida armónica en sociedad —las opiniones verdaderas de las que hablaba Platón—. Quizás no sirva para forjar hombres virtuosos, modelos de rectitud, pero sí al menos para paliar y dominar los impulsos nocivos y egoístas de nuestra naturaleza y hacerlos útiles y provechosos al bienestar general.

El caso práctico norteamericano

Precisamente gracias a esa «adaptación» la propuesta que desarrolla Tocqueville tiene una gran ventaja con respecto a las más celebres y reconocidas teorías políticas o morales: es realizable para el hombre común.

También es interesante que su propuesta no sale de los libros, sino de la observación de una sociedad que la instaura y desarrolla como su filosofía de vida. Se trata de la sociedad americana de mediados del siglo XIX, que aún teniendo como motor al individualismo y el afán de lucro, logró forjar una Nación sumamente próspera, que pronto se convirtió en la primera potencia mundial. ¿Cómo podrían haberlo hecho con el individualismo exacerbado cercenando todo proyecto de Nación al anteponer ventajas y beneficios personales a sacrificios patrióticos? Tocqueville destaca algunas claves: «(…) Han adquirido conciencia de que en su país, y en su época, el hombre es llevado hacia sí mismo por una fuerza irresistible (el individualismo exacerbado) y, al perder la esperanza de contenerla, no se ocupan ya sino de guiarla».

No procuraron resistirse en vano a la fuerza irresistible del individualismo, algo que hubiera limitado lo mucho de positivo que tiene la iniciativa privada, ni se dejaron atropellar por su vehemencia en un individualismo exacerbado donde se rompen los compromisos y responsabilidades con los otros. No. Como si fuera un río caudaloso, lograron encausarlo y sacarle utilidad a su avasallante ímpetu. De éste modo, lograron desarrollar un individualismo sano, moderado, que es el eje de la sociedad moderna mediante la iniciativa privada y la sana ambición. Al mismo tiempo, ponen los límites frente a su faceta descontrolada o exacerbado. Estos límites se logran mediante la dedicación voluntaria y consciente de que una parte de su tiempo, capacidades, dinero, en fin todo tipo de sacrificios, debe contribuir al bienestar social. Es un deber no una opción.

Sin pretender luchar contra el individualismo que naturalmente nos impulsa, se lo busca moderar, y se toma consciencia de que una parte de nuestras ambiciones personales al menos tienen que sacrificarse por la salud y paz de la sociedad, la cual nos devolverá nuestro sacrificio en invaluables bienes sociales que solamente sociedades así construidas nos pueden dar, como la paz y la equidad.

Así lo relata Tocqueville: «Los americanos, se complacen en explicar mediante el interés bien entendido casi todos los actos de su vida. Se complacen en demostrar que un sensato egoísmo les lleva sin cesar a ayudarse unos a otros y les predispone a sacrificar en bien del Estado una parte de su tiempo y de sus riquezas (…) Un sensato individualismo puede complacer nuestras ambiciones personales y al mismo tiempo satisfacer y contribuir al bienestar general».

Es innegable que si dedicamos todo nuestros esfuerzos a satisfacer nuestros intereses particulares o de nuestro grupo cercano, inevitablemente por descuido o maldad se generan las anomalías y desigualdades sociales que tanto vemos hoy en día, y que tarde o temprano repercutirán en nuestras vidas de manera directa e inevitable.

En cambio, si luego de satisfacer en gran parte, honesta y equilibradamente nuestros
intereses particulares, le dedicamos mediante nuestro tiempo, recursos o capacidades a actividades que beneficien a la comunidad el beneficio es doble. El beneficio no es solo para la sociedad, sino que es personal también porque nos ayuda a ser moderados y potenciar virtudes de solidaridad y compromiso con el prójimo: nos hace mejores personas y sentir eso repercute profundamente en nuestra propia consideración y en la de los demás.

Y lo mejor de todo es que no se trata solo de una acción preventiva contra el exceso de individualismo, sino que esa misma energía refrenada se transforma en algo beneficioso para esa misma sociedad que se proponía carcomer. Nada mejor que la imagen del río desbordado y caudaloso y como un dique puede transformar ese ímpetu avasallante en algo  favorable.
No hay sociedad exitosa que no esté orientada por el bien común

He aquí la premisa fundamental que hay que recuperar: no hay sociedad exitosa, sin desigualdad, inequidad e injusticia, que no esté orientada al bien común y el respeto de las libertades individuales.

Pero en tiempos posmodernos ya no podemos solamente apelar a la virtud o al patriotismo para lograr que los individuos se orienten hacía esta perspectiva.  Debemos persuadir a través de su concreta utilidad particular: el bien común no es tan o más beneficioso que el bien particular, porque lo incluye, lo filtra, le saca sus excesos y asperezas,  y finalmente lo supera.

Conjugando ambos criterios, el moral y el utilitario, sale el razonamiento pragmático que es el interés bien entendido plasmado en la comprensión de que nuestro mejor y propio beneficio está estrechamente vinculado al de los demás.