«La historia de Rusia muestra que los largos mandatos fueron eficientes», sostiene el prestigioso politólogo ruso Dimitri Orlov. Y cita como ejemplo a Iván III (1462-1505), Pedro el Grande (1696-1725), Catalina la Grande (1762-1796), Alejandro I (1801-1825), Alejandro II (1855-1881), Iósif Stalin, Nikita Kruschev y Leonid Brezhnev. «Durante un largo reinado, el poder puede lograr objetivos importantes y llevar a cabo transformaciones institucionales serias. En este sentido, el continuo dominio de Vladimir Putin en la política rusa es una bendición indudable», asevera el intelectual en una entrevista con el diario español La Vanguardia.
Putin es un político hábil y popular, que domina la política doméstica y las relaciones internacionales. Así lo demuestra el anuncio reciente de que Rusia comenzará a producir en unas semanas una vacuna contra el COVID-19, bautizada Sputnik V. El mensaje tiene un alto contenido político y propagandístico para su régimen, y llega en un buen momento político para el mandatario: hace un mes fue aprobado por referéndum un amplio paquete de reformas de la Constitución. La propuesta tuvo el respaldo del 76,4% de los votantes. Las 206 enmiendas a la Carta Magna incluyen la indexación anual de las pensiones, la inclusión de la mención a Dios en la Constitución, la definición del matrimonio como la unión de un hombre y una mujer, así como la prohibición de ceder territorio a otros países o la prevalencia de la Ley Fundamental nacional sobre el derecho internacional.
La idea de una reforma constitucional se esbozó por primera vez a comienzos de 2020, cuando la amenaza del COVID-19 parecía lejana. Muchos analistas creyeron, entonces, que el proyecto era una forma elegante de que Putin saliera del poder. Las enmiendas finalmente incorporadas a la Constitución, sin embargo, permiten que el líder ruso permaneza en el Kremlin más allá de 2024. Podría gobernar, de hecho, hasta 2035. Una de las enmiendas más controvertidas determina que solo podrán ser candidatos a la presidencia quienes hayan residido en el país en los 25 años anteriores a la elección. Esto deja fuera de carrera a los principales opositores del actual mandatario.
Putin no deja cabos sueltos y los tiene bien atados, por eso es el gobernante más poderoso en la historia reciente de su país. Un verdadero zar del siglo XXI.
Los caóticos primeros años de la democracia
En la navidad de 1991, la Unión Soviética dejó de existir. El experimento comunista llegaba a su fin tras 69 años y la Guerra Fría se diluía con él. A partir de entonces, la balanza se inclinó a favor del modelo capitalista y su mayor exponente, Estados Unidos, se posicionó como la principal potencia mundial. Un nuevo mundo se configuraba y Rusia se insertaba en las alas de la democracia por primera vez en su historia. Unos meses antes, en junio de 1991, se habían celebrado las primeras elecciones presidenciales de la entonces llamada República Socialista Federativa Soviética de Rusia. El mismo día que la URSS se disolvió, el país fue rebautizado Federación de Rusia.
Boris Yeltsin fue el primer presidente de la Rusia democrática. A pesar de que fueron años convulsos, que implicó un proceso de reformas caóticas, privatizaciones masivas y una caída del 50% del PBI en menos de una década, Yeltsin fue reelecto en 1996. Durante su segundo mandato, puso cierta atención en uno de sus colaboradores, un excoronel de bajo rango de la KGB con experiencia en el gobierno local de San Petersburgo. Este hombre, desconocido para muchos, empezó a tejer un gran poder e influencia desde las sombras. En especial, a partir de su designación en 1998 al frente del Servicio Federal de Seguridad (FSB), el servicio de inteligencia interior: la sucesora de la KGB. Yeltsin veía en él templanza y decisión. Esa persona era Vladímir Putin.
El ascenso del joven petersburgués fue meteórico y en 1999, a los 46 años, Yelsin lo nombró Primer Ministro. Putin era el quinto Primer Ministro ruso en menos de 18 meses. La alta inestabilidad política hacía presagiar una corta duración de su mandato: nada auguraba que 21 años después seguiría dominando el poder real en el país.
La toma del poder real
Las presidenciales de 1996 fueron un desafío para la joven democracia rusa. La Unión Soviética había desaparecido, pero el Partido Comunista no. De hecho, los comunistas eran favoritos para las elecciones de aquel año. El temor a un retorno de los comunistas al poder hizo que interviniera activamente en el juego político un nuevo actor de la sociedad rusa: los oligarcas. Eran empresarios recién aparecidos, que se habían convertido en poderosos magnates gracias a la privatización de las grandes compañías estatales, aprovechando la debilidad del sistema financiero en los primeros años de la democracia, cuando las reglas del juego eran ambiguas. El gobierno de Boris Yeltsin pasaba por una situación crítica de pobreza y cesación de pagos, con dificultad para solventar la función pública y las pensiones. Los oligarcas aprovecharon esa oportunidad y apoyaron a Yeltsin con la inyección de grandes flujos de dinero para pagar las deudas del Estado, a cambio de la promesa de nuevas privatizaciones de los servicios públicos. Los ocho principales oligarcas mantuvieron a Yeltsin en el poder y se repartieron las licencias de los medios de comunicación, el petróleo, la red energética y demás servicios que estaban en manos del Estado.
El segundo gobierno de Yelstin estuvo marcado por la inestabilidad política. El estallido de la segunda guerra de Chechenia en 1999 fue la oportunidad que encontró el Primer Ministro recién asumido, Vladímir Putin, para afirmar su autoridad. Chechenia era un tema sensible para el orgullo patriótico ruso, que había salido lastimado tras la derrota militar contra los separatistas chechenos en la primera guerra que había terminado en 1996. Con el apoyo de la principal cadena televisiva, la NTV, que comenzó una campaña para alzar la imagen del entonces muy poco conocido primer ministro, Putin proyectó la imagen de líder duro y determinado, con gran destreza militar. A partir de entonces, su popularidad se disparó.
En un video grabado y trasmitido a la medianoche del 1 de enero de 2000, Boris Yelsin renunció y dejó todo el poder en manos de Putin. «Rusia debe ingresar al nuevo milenio con nuevos políticos, nuevas caras, con gente inteligente, fuerte, enérgica. Y los que ya hemos estado en el poder durante muchos años debemos apartarnos», sostuvo Yelsin en su discurso televisado, en el que también pidió disculpas por las penurias económicas. Ni bien asumió, Putin envió un mensaje dirigido a los militares: «Nuestra tarea fundamental es poner fin a la desintegración de Rusia». Unos meses después fue electo presidente de la Federación rusa con la ayuda de los famosos ocho oligarcas.
La ruptura con los oligarcas y la política exterior
La alianza entre el líder ascendente y los oligarcas no duró mucho tiempo. Cuando sus intereses se cruzaron, Putin se deshizo de ellos con maniobras de dudosa legalidad. Encarceló a varios directivos por fraude al Estado, expropió empresas y colocó al mando de estas a colaboradores de su riñón. Anunció públicamente que «suprimiría la clase de los oligarcas». Y la cumplió. La medida tuvo una alta aceptación y generó un alza en la imagen de Putin en la sociedad.
El momento más espectacular del conflicto entre Putin y los oligarcas fue la detención en 2003 del dueño de la mayor petrolera rusa Yukos, Mijaíl Jodorkovski, acusado de desviar fondos y evasión de impuestos. Gracias a la expansión del oro negro Rusia creció a un ritmo del entre el 6% y el 7 % anual en la década del 2000. Fueron épocas de vacas gordas. Pero para varios analistas, entre ellos, la reconocida politóloga Lilia Shevtsova, manifiesta que «en vez de crear una economía postindutrial exitosa, Rusia se ha quedado como una gasolinera, un estado que depende de los precios del petróleo».
Controlado el frente interno, la política internacional de Putín siempre estuvo centrada en volver a las glorias pasadas. En recuperar el estatus de potencia mundial que perdió tras el derrumbe de la URSS, pero también el brillo de la época de los zares. Los triunfos militares en la segunda guerra de Chechenia (1999-2009), en guerra la Georgia (2008) y la anexión de Crimea (2014) alimentaron la imagen del retorno de Rusia al escenario internacional. La popularidad de Puntin se elevó hasta las nubes. El presidente ruso supo jugar también sus peones en el tablero convulso de Oriente Medio, logrando una ventaja en la guerra civil de Siria. Las potencias occidentales no quieren a Rusia, pero descolgaron el teléfono y llamaron a Moscú cuando tuvieron que resolver problemas globales como la crisis de Corea del Norte o el contencioso nuclear con Irán.
Las dos etapas del gobierno de Putin
Los veinte años de Putin al frente del Kremlin pueden dividirse en dos partes bien diferenciadas. Las separan los cuatro años, de 2008 a 2012, en los que cedió la presidencia a Dimitri Medvédev. Durante estos años, Putin siguió influyendo en la política como Primer Ministro. Esa frontera también la marcan las manifestaciones de 2011 y el 2013, las más importantes durante su mandato. Las manifestaciones fueron impulsadas por los resultados de las elecciones parlamentarias, pero en el fondo estaba el rechazo a que Putin volviera al Kremlin. Las protestas fueron reprimidas con dureza por las fuerzas de seguridad.
Parte del poder acumulado por Putín se debe a la alianza incondicional que mantiene con la Iglesia Ortodoxa. Desde que tomó el mando de los destinos del país, se construyeron miles de iglesias en todo el territorio de la Federación. A su vez, se formaron milicias ortodoxas que defienden la religión y los «valores de la familia». Son grupos contrarios a los derechos LGBT —que están penalizados— y en su iniciación juran fidelidad a su protector Vladímir Putin. Además, el presidente restauró la vuelta de los valores tradicionales de Rusia y sumó el apoyo de etnias rechazadas durante el comunismo como los cosacos.
Una apuesta fuerte de Putin es la recuperación del poderío militar. En febrero de 2019, Rusia hizo pruebas de lanzamientos de sus nuevos misiles hipersónicos, que se trasladan a decir MACH 5, es decir, a más de cinco veces la velocidad del sonido (6.174 kilómetros por hora), sin alcanzar las capacidades extremas de los misiles balísticos intercontinentales (ICBM) convencionales. Estos nuevos misiles pueden ser disparado desde la superficie como también de aviones cazabombarderos y permiten una respuesta inmediata ante cualquier amenaza de los Estados Unidos y Europa. Durante el último desfile naval en San Petersburgo del pasado 26 de julio, con ocasión del Día de la Armada rusa, Putín expuso su poderío en los mares, con referencias a los tiempos de la antigua armada del gran zar Pedro I. En el acto anunció que planea reforzar su Marina de Guerra con armas hipersónicas y submarinos no tripulados.
Un capítulo oscuro del gobierno de Putin es la desaparición de disidentes al régimen, tanto dentro del país como en el exterior. Hubo casos resonantes, como el envenenamiento con polonio-210 del exespía Aleksandr Litvinenko en Londres, o el dudoso suicidio del exdueño de la cadena de televisión ORT, Borís Berezovski. También, destaca el asesinato a cuchillazos por la espalda del político opositor Borís Nemtsov en las cercanías del Kremlin.
El balance de dos décadas de gobierno del zar del siglo XXI es una combinación de recuperación de la economía y el poderío militar con represión social, eliminación de adversarios políticos y económicos, y el impulso de una agenda conservadora atada a los valores del nacionalismo y la iglesia ortodoxa. Por eso muchos analistas internacionales consideran a Rusia un estado con una democracia débil, donde no se respetan las libertades, pero aún así el presidente mantiene un muy alto nivel de respaldo popular.