La vejez es uno de esos temas omnipresentes pero subestimados y hasta menospreciados, y que es preciso repensar en su anudamiento de aspectos médicos, sociales y económicos. Según los datos del Global Age Watch Index de 2015, Argentina tiene un 15,1% de población mayor adulta. Se ubica dentro de los cuatro países con mayor envejecimiento poblacional de Latinoamérica detrás de Cuba (19,4%), Uruguay (19,1%) y Chile (15,7%). El envejecimiento poblacional es una tendencia instalada y perdurable, frente a la cual nuestro país (con uno de los mayores índices de la región) aún no ha desarrollado una respuesta adecuada. Ni culturalmente –aunque se noten algunos cambios– ni desde las políticas públicas.
La vejez sigue siendo mayormente asociada a enfermedad, decadencia y muerte. A lo sumo, a estereotipos positivos pero caricaturizados como “los abuelos” (reduciendo su rol social a los vínculos intrafamiliares) o una supuesta sabiduría tradicional (relegando su posición a la de museos vivientes).
Ante todo, la vejez no es una enfermedad sino una etapa de la vida que supone un mayor estado de vulnerabilidad, es decir, una mayor exposición a determinados factores de riesgo. Por ejemplo, la disminución de la flexibilidad física y psíquica como consecuencia del habitual sedentarismo, soledad y pasividad que muchas veces se acompaña de desnutrición (ya que comer no siempre significa nutrirse) que predispone a contraer infecciones y situaciones que a la vez se potencian con el descuido y la dependencia, y hasta la denigración (engaño, estafa, sometimientos físicos y farmacológicos).
A su vez, para el “adulto mayor urbano” –un ciudadano que vive en aislamiento y soledad en plena ciudad– muchas veces la enfermedad, real o aparente, resulta una compañía y una posibilidad de pertenecer a un grupo social: el de los enfermos. Excluido del sistema laboral, ignorado por gran parte de la comunidad y sufriendo la pérdida de seres queridos de su misma edad, el adulto mayor siente entonces que el estar o sentirse enfermo es una manera de formar parte de la sociedad.
Desde luego que hay patologías comunes a la edad que deben atenderse y particularmente prevenirse, desde las fracturas de cadera hasta la pérdida de memoria, pero si se encara la etapa de envejecimiento con menor intensidad en algunos aspectos, pero igualmente activo en un sentido de proyecto vital, no será sorpresa que los “achaques” disminuyan notablemente.
El término de clase “pasiva” sintetiza la concepción (y, en parte, la realidad) que hay que revertir. Efectivamente, el retiro laboral se convierte muchas veces en el apartamiento de la vida activa, y la pérdida de ámbitos de sociabilidad empuja a un aislamiento que es distinto a una eventual soledad deseada.
No es cuestión que todos los nonagenarios deban o puedan tener la actividad que exhiben un puñado de celebridades, pero suponer que a los 65 ó 60 años (incluso antes en algunos regímenes laborales específicos) su aporte productivo concluyó para la sociedad constituye un absurdo que es tanto nocivo para los adultos mayores como un despilfarro para la comunidad toda.
Las políticas públicas deben dejar de pensar a los viejos como objeto de asistencia y pasar a articular estrategias de transición laboral, productiva y de formación de un sector específico (aunque heterogéneo) de la población, que generen por sí mismas modos de sociabilidad e integración y de actividad física y cognitiva que son la llave para una vida digna más allá de un arbitrario y a veces autoimpuesto impedimento mental. En este sentido, la capacidad de aprender, y no sólo de transmitir la experiencia, es un aspecto a revalorar.
Al decir de Mahatma Gandhi: “vive como si fueras a morir mañana, aprende como si fueras a vivir por siempre”.