En estos días posteriores a la primera vuelta electoral, en amplios sectores encapsulados en la esfera de opinión vinculada a Juntos por el Cambio la sorpresa inicial por los resultados ha ido cediendo lugar a sentimientos de angustia y frustración que son difíciles de procesar sin desmontar el mecanismo previo que había instalado la posibilidad de un balotaje entre Milei y Bullrich. Con el diario del lunes todo se hace más claro y a veces, como en este caso, hasta insoportable. Desde el mayor respeto por esos estados de ánimo cabe señalar que el camino a seguir no es otro que tratar de entender lo que pasa realmente.
Todos vivimos cómodamente apoltronados en nuestras convicciones y, cuando un evento o circunstancia inusual las somete a prueba, los mecanismos de confirmación de nuestros prejuicios se ponen en movimiento automáticamente con independencia de la voluntad, puesto que se trata de procesos de autoafirmación ajenos a los protocolos del análisis crítico y autocrítico, labor reservada a la inteligencia, siempre que no la (mal) utilicemos para sostener y auxiliar nuestros preconceptos. En este caso, se registra un sesgo muy fuerte de menosprecio por el electorado, al que se considera equivocado, sobornado o directamente perverso. Lejos estamos de la consigna sarmientina sobre la necesidad de “educar al soberano”, que aún desde una impronta paternalista reconoce en la voluntad popular la fuente primaria del poder o, al menos, de la representación que debe ejercerlo. Pensadores muy sólidos han puesto en duda la existencia de tal voluntad, puesto que se trata de un fenómeno de difícil registro y nada unívoco. Pero las llamadas democracias occidentales (modelo de aplicación universal) no han encontrado un sustituto que fundamente otra forma de expresar las aspiraciones sociales en su dimensión política que no sea la apelación al voto popular, avance en que la Argentina fue pionera en los comienzos del siglo XX. La complejidad de los sistemas políticos modernos ha ido imponiendo muchas formas de predeterminación de los deseos del pueblo, empezando por cuestionar su misma existencia –reduciéndolo a una mera aglomeración de individuos– y proponiendo administrar con mayor o menor sutileza sus aspiraciones, potencialmente subversivas si se desataran sin control. La forma republicana, representativa y federal que consagra de arranque nuestra Carta Magna tiene una neta limitación en el artículo 22, que dispone con toda claridad que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución”. Esto nos lleva al voto popular como procedimiento ineludible para canalizar las legítimas aspiraciones de quienes componen la comunidad nacional. En la Argentina, su carácter universal, secreto y obligatorio refuerza la sustancia de la representación: ella emana del conjunto social expresando periódicamente demandas que van mucho más allá de los estados de ánimo circunstanciales. Es necesario, en consecuencia, abrir los ojos de la inteligencia a esa expresión, tan rotunda como pronunciada en un momento determinado y que es reabierta en cada instancia electoral. Una manera segura de equivocarse en el análisis es centrar la reflexión en la calidad de los candidatos, que es un aspecto importante, pero no el principal. Empatizar y auscultar los reclamos más profundos de la sociedad, compuesta de clases y sectores diversos, es una tarea tan imprescindible como laboriosa. Es también incómoda, porque nos ponen en cuestión nuestras limitaciones en la información necesaria y en los instrumentos conceptuales para entender la esencia de los acontecimientos.